Tenía que tomar coraje y correr. De solo pensarlo entraba en pánico... ¿si salía mal?, ¿si él la alcanzaba y la mataba? El miedo era paralizante y terminaba ahogando cualquier idea de escapar. Ya llevaba contados 3096 días con sus noches, más de ocho años de suplicios. Desde sus ingenuos 10 años hasta ahora, que estaba saliendo de la adolescencia. ¿Conseguiría fugarse? ¿A dónde iría?
Ese miércoles, no cualquiera, sería distinto a todos. Estaban en el jardín de la casa de Wolfgang Priklopil, un hombre de 44 años. Desde hacía un tiempo, Natascha Kampusch, entonces de 18 años, gozaba del extraño privilegio de estar un rato a cielo abierto.
Ese miércoles, no cualquiera, limpiaba el auto de su captor, un BMW 850i. Él estaba muy distraído, hablando por teléfono. Ella pasaba mecánicamente la aspiradora sobre el tapizado de los asientos y las alfombras del coche. El ruido ensordecedor le permitía pensar, sin el ridículo temor de que él pudiera escuchar sus pensamientos de fuga.
Wolfgang estaba de espaldas enzarzado en su charla cuando Natascha, se dijo: “es ahora o nunca”. Soltó la aspiradora y se empujó con las piernas a una carrera a toda velocidad. Desde el jardín trasero de esa casa de dos plantas de color beige, situada en el número 60 de la calle Heine, salió disparada, sin mirar atrás, zigzagueando entre arbustos, cercas y árboles hasta que golpeó el vidrio de la ventana de la cocina de una prolija casa, rodeada con canteros llenos de flores.
Del otro lado, estaba Inge T, una señora de 71 años.
Eran las 12.53 del miércoles 23 de agosto de 2006 en el suburbio vienés de Strasshof, Austria.
Inge, sorprendida no entendía bien qué le estaba intentando contar la mujer de piel traslúcida, pero captó la urgencia, había algo de animal acorralado en la mirada de esa joven. Llamó a la policía.
Volver a la vida después de que te crean muerta.
Se cumplen hoy 15 años de esa fuga que sorprendió al mundo. Porque nadie creía que Natascha Kampusch estuviera viva. Ni su madre. El mundo no la esperaba. Reaparecer no fue todo lo rosa que uno podría imaginar.
Mientras estaba con Inge, en esos primeros minutos de su recién ganada libertad, Natascha se sentía aterrorizada: “Tenía temor de que él asesinara a esa mujer, o a mí, o a ambas”, relató.
Las autoridades concurrieron a la casa y llevaron a Natascha a una estación de policía en la ciudad de Deutsch Wagram. La joven dijo, claramente, a los oficiales: “Soy Natascha Kampusch, nacida el 17 de febrero de 1988”.
Se había producido un milagro. Aquella niña de los afiches de 1998 estaba viva. Muy flaca, pesaba casi lo mismo que cuando había sido secuestrada, pero estaba en perfecto estado físico. Medía 1,60 m y su piel por la falta de sol parecía transparente.
Sabine Freudenberger, quien tenía 23 años y fue la primera oficial de policía que habló con ella, quedó impactada por su “su capacidad y su vocabulario”.
Le explicaron a Natascha que debía ser identificada. Una cicatriz en el cuerpo y una prueba de ADN alcanzaron.
Lo que ella, después, le contó al mundo fue una historia de terror y de resiliencia.
Cuando Wolfgang Priklopil se dio cuenta de que Natascha había huido primero la buscó con frenesí. Pasado un rato decidió llamar a su gran amigo, Ernst Holzapfel, quien fue a su encuentro. Wolfgang se subió al auto de Ernst y le pidió que apagara su celular, tenía algo que contarle. Ernst lo escuchó. Dijo haberlo convencido para que se entregara, pero Wolfgang antes de ser hallado por la policía se tiró a las vías del tren en las afueras de Viena. Su cadáver decapitado por las formaciones quedó tirado entre dos estaciones.
Uno de los casos criminales más impactantes de Austria había terminado.
Un largo secuestro
Toda esta historia había comenzado muchos años antes, el lunes 2 de marzo de 1998, cuando Natascha de solo 10 años iba al colegio con su falda a cuadros de franela gris y su anorak rojo. Hacía un par de semanas que había conseguido el permiso de su madre para ir sola al colegio, algo muy frecuente para los chicos de esa edad en algunos países desarrollados.
Salió de su casa en el distrito vienés de Donaustadt, sin despedirse de su madre. Iba refunfuñando porque la noche anterior ella le había dado un cachetazo luego de una pésima contestación. Quizá, pensó, si se tiraba bajo un auto, su madre lamentaría haberle pegado. Cruzó un par de calles ensimismada, hasta que se topó con una furgoneta blanca estacionada. Delante del vehículo había un hombre parado. Cuando estuvo a unos dos metros, él la miró directo a los ojos. Su mirada azul no le inspiró miedo. Parecía un señor frágil.
Natascha -que medía 1,45 metros y pesaba 45 kilos- pasó por delante sin pensar en nada. Él la sorprendió, la tomó por la cintura y, en un segundo, la metió dentro de la camioneta. Natascha no llegó a emitir sonido.
Ese señor que la pequeña había visto frágil, era el electricista y técnico en comunicaciones Wolfgang Priklopil, de 36 años y, de ahora más, sería su “dueño”.
Esa misma tarde comenzó la búsqueda de la menor. Los detectives especularon que la desaparición podía ser producto de la pelea con su madre. Esa suposición no duró mucho: hubo varias personas que declararon haber visto cuando era introducida, por la fuerza, en la furgoneta. Una chica de 12 años y del mismo colegio, que iba caminando detrás de ella, contó que había presenciado lo ocurrido y que la camioneta era una Mercedes Benz blanca. Agregó que creía haber visto a dos hombres. Otros testigos dijeron que en la patente del vehículo estaban las letras G o GF (de Gänserndorf, un distrito de la Baja Austria).
Todos los dueños de las camionetas del mismo modelo, patentadas en el país, fueron entrevistados. Entre ellos estuvo el responsable del secuestro. Wolfgang Priklopil, quien había sido empleado de la empresa Siemens, dijo que esa mañana había estado en su casa solo. Los detectives confiaron en ese hombre, sin antecedentes, que parecía inofensivo. Además, él les contó que usaba su camioneta para trasladar escombros de una obra que estaba realizando en su propio hogar.
Nadie fue a revisar esa vivienda de Strasshof, a solamente 16 kilómetros de la casa de Natascha Kampusch. Si lo hubiesen hecho, habrían encontrado montada, debajo del nivel de la calle, la infraestructura del infierno.
Una pesadilla bajo tierra
En el sótano de su casa, Wolfgang había construido un calabozo. Era una pequeña habitación de 2,78 m por 1,81 m. La nueva “habitación” de Natascha no tenía ventanas ni aire fresco. En el techo había colocado un ruidoso ventilador que repartía olor a quemado.
A ese claustrofóbico cuartucho se llegaba gateando por un hueco que, a su vez, estaba sellado por una puerta de acero que estaba oculta detrás de un mueble en el sótano de la vivienda que estaba ubicado bajo el garaje. Un laberinto.
El mismo día del secuestro Natascha le preguntó: “¿Vas a abusar de mí?. Wolfgang le respondió: “Eres demasiado joven para eso”. Esa noche Natascha le rogó que dejara la luz encendida y lloró sin parar.
Al principio, lo que sintió no fue exactamente miedo. Su secuestrador le decía que, si sus padres pagaban el rescate, ella iba a poder volver a casa.
Los días pasaron y ella empezó a darse cuenta de que no sería así. Con el correr del tiempo, empezó a asustarse cada vez más. Llegó a convencerse de que él la iba a asesinar: “Estaba segura de que me iba a matar de todos modos, por lo que pensé que lo mejor era usar los últimos minutos u horas de mi vida de forma útil para intentar hacer algo... huir o hablar con él”.
Al principio, Wolfgang la higienizaba metiéndola desnuda en una palangana: “Me fregaba como si fuese un coche, sin ningún sentimiento, ni segundas intenciones”, relató la víctima.
Poco a poco Natascha supo ganarse la confianza de su captor quien empezó a dejarla subir a la casa, cada tanto, para bañarse. También, la obligaba a limpiar, pero tenía que hacerlo desnuda y mirando hacia el suelo.
Amenazas y concesiones
Wolfgang Priklopil la amenazaba con matarla y matar a su familia si escapaba. Al mismo tiempo, pasados unos meses empezó a darle algunos libros y a ocuparse de su educación. En esa relación patológica a la que la sometió, convivían los festejos de cumpleaños y las celebraciones de Navidad o Semana Santa, con violaciones, golpes y humillaciones. Le daba regalos y le negaba comida. Podía dejarla en la oscuridad por largo tiempo o mantenerla despierta gritándole desde un intercomunicador. A veces, incluso se disculpaba y le hablaba de sus sueños de una vida juntos.
Dentro del desquicio en que se había convertido su vida Natascha tenía una determinación: sobrevivir.
Wolfgang llegó a golpearla hasta doscientas veces a la semana; la encadenaba a la cama que ambos compartían; la obligaba a raparse la cabeza y la sometía como una esclava doméstica.
“Me agarraba por el cuello, me sumergía la cabeza en la bacha de la cocina y me apretaba la tráquea hasta que perdía el conocimiento”, reveló Natascha. También la obligaba a llamarlo “señor” o “maestro” y le repetía: “No sos Natascha, nunca más. Ahora me perteneces”.
En una entrevista con el diario Kurier, ella se refirió al pasaje de su libro en el que cuenta la “humillación” y cómo Priklopil la había tratado “como a una leprosa” cuando tuvo su primera menstruación. Otras tantas veces, la hizo pasar hambre: “Quería impedir que me desarrollara como adulta. Era paranoide, enfermo (...). De lo contrario, no habría necesitado secuestrar a una niña”. Natascha admite, al mismo tiempo, que su falta de contacto con otras personas, la hizo acercarse a su secuestrador: “(...) Yo todavía era una niña y necesitaba consuelo, así que después de varios meses le pedí que me abrazara”.
A los 14 años su captor la llevó a su cama. De repente el mismo hombre que le pegaba le pedía mimos. Pero Natascha, sobre el aspecto sexual de su secuestro, nunca quiso profundizar.
En su libro, 3096 días editado en 2010, contó que varias veces ella quiso terminar con su miserable existencia: “Sabía que no podía pasar toda mi vida de esta manera. Sólo había una salida: quitarme la vida (...). A los 14 años, intenté varias veces estrangularme con prendas de ropa. A los 15, traté de cortarme las venas con una aguja de coser”.
Wolfgang, según sus compañeros de trabajo, era un hombre que intentaba tener todo bajo control y nunca había tenido relaciones duraderas con mujeres. A Natascha la rebautizó Bibiana y le repetía siempre que era su único dueño. Pero, hacia el final del cautiverio, Natascha había ido ganando poder sobre él. Se daba cuenta de que había empezado a poder manejar un poco la situación. De hecho, Wolfgang la llevó una vez a esquiar y, varias veces más, salieron a la calle. Aun así, Natascha estaba demasiado aterrada para hablar con la gente y pedir ayuda. Desde junio de 2005, consiguió permisos de su secuestrador para salir, cada tanto y supervisada por él, al jardín de la casa.
El refugio de la comida
Natascha María Kampusch nació en Viena, Austria, el 17 de febrero de 1988. Sus padres, Brigitta Sirny-Kampusch y Ludwig Koch, convivían desde hacía tres años. Brigitta había conocido a Ludwig trabajando como modista para quien sería su suegra. Se fueron a vivir juntos y, antes de que naciera Natascha, pusieron un café en una esquina del barrio.
Natascha recuerda que su infancia transcurrió entre las peleas permanentes de sus padres. Cada tanto, su madre abandonaba la casa muy enojada.
Ella, para llamar la atención, comenzó a hacerse pis encima y a manifestar frecuentes gastritis.
Sus padres terminaron divorciándose y encarando nuevas relaciones de pareja. Natascha, con 9 años, buscó consuelo en la comida. Empezó a engordar.
En el verano de 1997, recordó en su autobiografía, vio en televisión una noticia que la impactó: una red de pornografía infantil había sido desmantelada: “Con espanto oí en la tele cómo siete hombres adultos habían atraído, ofreciendo pequeñas cantidades de dinero, a algunos niños hasta una habitación preparada para abusar de ellos y grabarlo todo en videos que luego vendían por el mundo”. También se enteró por las noticias de unos asesinatos en Alemania de varias chicas de su misma edad. Le había resultado tranquilizador ver las fotos de esas niñas: no se parecían en nada a ella, eran flaquitas y pequeñas. Ella no era el estilo de chica que esos hombres buscaban, no corría ningún peligro.
En la época en que fue secuestrada, la vida de Natascha se dividía entre la casa de su padre y la de su madre. Ludwig había comprado una pequeña vivienda en Hungría, en la frontera con Austria. Su idea era pasar allí los fines de semana con su hija. A Natascha el programa le aburría mucho. El domingo previo al secuestro, antes de volver a Viena, su padre la llevó a un balneario. Luego, regresaron a esa casa y, antes de emprender el retorno, él se tiró a dormir una larga siesta. Natascha estaba preocupada mientras lo escuchaba roncar. Temía que, otra vez, volvieran tarde a lo de su madre y comenzara una pelea más.
No se equivocó. Llegaron dos horas después de lo pactado. Como su padre quería evitar cruzarse con su ex, Natascha se bajó rápido del auto, cruzó el oscuro patio que separaba el complejo de edificios y entró a su casa. Su madre no estaba. Había una nota de ella al lado del teléfono que decía: “Estoy en el cine”. Natascha le escribió otra nota a su madre diciéndole que la iba a esperar en la casa de su vecina. Brigitta volvió y, en medio de un ataque de rabia, gritó: “Otra vez llegaron horas más tarde y yo esperando sentada y preocupada. ¡¿Cómo puede tu padre dejar que cruces el patio sola en plena noche?! Podía haberte pasado algo (…)”.
Natascha le contestó muy mal y su madre le dio el cachetazo.
En su libro autobiográfico Natascha no ahorró críticas para sus padres. Contó abiertamente la mala relación que tenían. Habló de maltrato y de cómo se refugió en la comida y en la televisión.
Un retorno nada rosa
Su retorno al mundo de los libres no fue idílico.
Poco después de su autoliberación, su padre abrió una cuenta en un banco austríaco para recaudar fondos para su tratamiento psicológico. Por otro lado, por los derechos de sus primeras declaraciones, ella cobró un millón de euros. Pero ganar dinero con su espeluznante historia la puso en el ojo escrutador y poco empático de la opinión pública y de los medios.
En 2008, con 20 años cumplidos, se volcó a la conducción de un programa de entrevistas en la televisión local, llamado Puls 4. El primer entrevistado fue el ex campeón de Fórmula 1 Niki Lauda. Pero cada paso que daba era sometido a un juicio de valor y puesto sobre una lupa. Algunos empezaron a desconfiar de sus palabras. ¿Sería todo como lo había contado? La gente comenzó a cuestionarla y empezaron a correr rumores de toda índole. Que Wolfgang había sido asesinado por alguien de una red de pedofilia y su cuerpo dispuesto sobre las vías para simular un suicidio; que Natascha había matado a un hijo que podría haber engendrado con su captor; que ella no se había escapado antes porque era, en realidad, cómplice de los pederastas.
Las terribles acusaciones aumentaban la angustia de Natascha. Ya no percibía solidaridad alguna.
Además, varios informes de los interrogatorios iniciales de Natascha Kampusch, fueron filtrados a la prensa. En ellos, la víctima admitía haber tenido relaciones sexuales con su secuestrador “voluntariamente”. La quemaron en la hoguera. Ya no era la inocente víctima. ¿Nadie se preguntaba qué podía haber hecho una niña que había sido secuestrada a los 10 años? ¿Qué quiere decir exactamente “voluntariamente” para alguien privado de su libertad siendo tan pequeña?
Los titulares de los diarios la apuntaban con su dedo: Lo que oculta Natascha. Sostenían que ella no había dicho toda la verdad sobre su encierro, ni sobre el hombre que la había raptado y dejaban entrever sospechas sobre sus padres.
Los periodistas se volcaron a investigaciones paralelas a las de la policía. Los cabos sueltos que iban hallando eran armas con las que volvían a victimizar a Natascha. La revista alemana Stern averiguó que ella y su captor habían pasado unas vacaciones juntos en los Alpes. Y una ex vecina de la madre de Natascha, Anneliese Glaser, declaró a un semanario que Brigitta Sirny-Kampusch conocía a Wolfgang Priklopil desde antes del secuestro. Como prueba dijo que ella misma había visto a Wolfgang, en el local que tenía Brigitta, haciendo unos trabajos de electricidad. El diario británico The Times sugirió que los padres conocían al secuestrador porque frecuentaban el mismo bar. Otros, dijeron que Natascha había sido vendida por sus padres a sus raptores.
La voracidad mediática era su nueva cárcel.
Una historia revisada mil veces
No solo la prensa era el nuevo carcelero de Natascha. También lo eran la justicia y la policía. Sostenían que ella no lo había contado todo. ¿Por qué no había intentado fugarse antes?, ¿por qué ella había llorado desconsolada cuando se enteró del suicidio?, ¿por qué quiso identificar su cadáver?; ¿por qué se quedó con la casa donde estuvo encerrada tantos años y hasta compró el coche de su secuestrador?
Natascha no podía creerlo. Se defendió con uñas y dientes y dijo que la casa era “parte de mi vida”. Y se dedicó a arreglar el jardín.
Ludwig Adamovich, ex presidente del Tribunal Constitucional pidió la reapertura del caso para despejar todas las dudas y dijo a los medios: “Natascha Kampusch no contó todo lo que sabe. Y la policía, quizás porque era una víctima, por temor a su estado mental, no la interrogó adecuadamente, ni le puso delante las contradicciones de su relato (...) El cuarto del sótano donde dijo vivir recluida no estaba listo cuando la secuestró Priklopil. Es ilógico que hubiera preparado meticulosamente el secuestro, como se dice, y no tuviera listo el escondite. Además, la tesis de que este hombre actuó solo es cada vez menos plausible”. ¿Podía Wolfgang ser parte de una red de pederastas y haber hecho grabaciones para ellos?
Sus primeras declaraciones a la prensa también fueron analizadas. Ella había dicho en referencia a él: “Fue parte de mi vida. Por eso, de alguna manera, me entristece su muerte. Es cierto que mi juventud es diferente de la de otros, pero, en principio, no tengo la sensación de haberme perdido nada (...) Es imposible borrar de tu memoria a alguien con quien has pasado ocho años de tu vida”.
Para los psiquiatras esas palabras no significaban otra cosa que Natascha era una víctima severa del síndrome de Estocolmo. Pero los “dudadores” seriales siguieron: ¿por qué Natascha no tuvo ningún apuro por reencontrarse con sus padres?, ¿era cierto que Ernst Holzapfelt, amigo y socio en los negocios de construcción de Priklopil, había conocido a Natascha un mes antes de la fuga y ella lo había saludado con naturalidad?
Se impulsó una nueva investigación. En 2009, un equipo de la oficina de investigación federal, a las órdenes del fiscal de la ciudad de Graz, Thomas Muehlbacher, tuvo por encargo del Ministerio del Interior austríaco la tarea de resolver las incógnitas.
Mientras tanto, la gente en la calle había empezado a agredirla e insultarla. En la web proliferaban videos grabados por su captor y le reprochaban haberse hecho rica contando su drama.
Ya nadie se conmovía con su historia, había pasado a ser la mala de la película. Natascha, ahora por decisión propia, volvió a recluirse. Se quedó encerrada en su departamento y se dedicó a cuidar sus cactus y a la fotografía. En 2009, le reconoció al diario alemán Süddeutsche Zeitung: “Vivo como un ermitaño, tengo ataques de ansiedad”.
La nueva investigación no logró esclarecer las dudas. Se hicieron dos revisiones más. La primera terminó sin grandes cambios. La segunda, en 2012, cuando el parlamento austríaco solicitó la reapertura del caso y reclamó la ayuda del FBI y de la Policía Criminal Alemana. El promotor de esta nueva investigación fue el ex presidente del Tribunal Supremo, Johann Rzezut, que llevaba años insistiendo en que el secuestro de Kampusch no era algo que podía hacer una sola persona. ¿Qué había hecho Wolfgang en las ocho horas entre la fuga de Natascha y su suicidio? ¿Se había dedicado a eliminar archivos y borrar pruebas? Aunque Natascha negó siempre que hubiera alguien más implicado en el secuestro, pero no le creían.
Esta nueva pesquisa redactó un larguísimo informe.
El presidente de la Oficina Federal de Investigación Criminal Alemana, Joerg Ziercke, asentó allí: “La investigación ha demostrado que Wolfgang Priklopil, con casi total seguridad, perpetró el secuestro solo”.
En su segundo libro luego de su liberación, llamado 10 años de libertad, Natascha escribió que miles de personas habían vuelto a abusar de ella, esta vez on line.
La vida, después del cautiverio, fue extremadamente difícil para ella. Siente que la gente le recrimina no haberse comportado como una víctima. Su fortaleza, ante los ojos de los desconfiados, pareció una desventaja.
Padre lejos, madre cerca
En los ochos años en los que Natascha no estuvo en su casa, Brigitta Sirny-Kampusch no cambió la cerradura de la puerta ni su auto. Quería que, si ocurría el milagro y su hija volvía, pudiera entrar a su casa y reconocer el coche. Brigitta, en 2008, recurrió a los tribunales para desmentir a un ex juez que la acusó de maltratar, abusar de su hija y de haber planificado el secuestro. El funcionario perdió la partida y fue condenado por sus dichos. Era cierto que la relación de Brigitta con Natascha no había sido de las mejores, pero hoy mantienen una buena relación. Brigitta, que hoy tiene 70 años, hizo catarsis en su propio libro: Años desesperados.
Como suele suceder en estos casos mediáticos, su padre también escribió un libro con un periodista británico. Pero fue demasiado lejos y puso en duda que Natascha pasara gran parte de su cautiverio en un pequeño sótano debajo del garage del secuestrador. Natascha no se lo perdonó.
La joven hoy tiene 33 años y una buena posición económica gracias a las diferentes ocupaciones que fue teniendo a lo largo del tiempo: presentadora de televisión, autobiógrafa, guionista, escritora de no ficción y diseñadora de ropa y alhajas. Por supuesto, cada semana concurre a su sesión de terapia. Las dudas que flotan alrededor de su historia la siguen mortificando. A la pregunta sobre si es feliz, en uno de los tantos reportajes que le hicieron, respondió: “Creo que sí”. A la cadena austríaca ORF, al cumplirse los 15 años de su gran escape le resumió: “Él admiraba a Adolf Hitler y quería hacerme sentir como una víctima del nazismo (...) Me daba muy poco de comer, casi nada de ropa, me humillaba, me hacía hacer trabajos pesados y rapaba mi cabeza”. Natascha, en su propio campo de tortura, llegó a pesar 38 kilos.
Luego de haber pasado una larga temporada en el infierno, es probable que Natascha tenga hoy su propio calendario. Y que, cada 23 de agosto, ella celebre con un dejo de amargura su independencia. El mundo que encontró, fuera del encierro, no ha sido muy amable con ella.
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