Cuando, a fines del año pasado, la edición española de Vanity Fair le dedicó un extenso perfil, el título no dejaba dudas sobre el peso de la etiqueta que definió más de la mitad de su vida: “Tres décadas del noviazgo que hizo famosa a Isabel Sartorius: Persecución, ruptura y una amistad que perdura”. La hija mayor de la argentina Isabel Zorraquín y el marqués de Mariño, Vicente Sartorius Cabeza de Vaca, tenía 24 años cuando conoció Felipe de Borbón y Grecia, y el romance oficial duró sólo dos años, pero, a los 56, para la prensa y la opinión pública española, sigue siendo la ex novia –y el gran amor– del Rey.
No parecían destinados a estar juntos: entre 1986 y 1989, Isabel había sido novia de Ricky Fuster, un amigo del entonces príncipe de Asturias, que acababa de cumplir 21 años. Era la primavera del 89 cuando se vieron por primera vez, en una comida, pero ninguno necesitaba presentación. Ella estaba soltera después de terminar la relación que hasta ese momento había sido la más importante de su vida, y el codiciado heredero lo sabía. Hablaron como si estuvieran solos, y de ahí se fueron juntos a la discoteca emblema de la movida madrileña, Joy Eslava: fue un flechazo. “Esa misma noche comencé a quererle”, escribe ella en su libro de memorias, Por tí lo haría mil veces (2012).
Las primeras fotos de la pareja inundaron las tapas de las revistas ese verano: el joven príncipe navegaba por Mallorca con una desconocida rubia de porte aristocrático. Pronto se sabría que la mujer que había enamorado al heredero español había nacido en Madrid tres años antes que Felipe, el 20 de enero de 1965, y que, aunque su padre era un marqués y su madre pertenecía a una tradicional dinastía criolla, no sólo era plebeya para ser la futura reina, sino que tenía una historia familiar que iba a dificultar todavía más cualquier aspiración de que ese amor llegara al altar.
Isabel creció en Lima junto a su madre y sus hermanos, Cecilia y Luis. Zorraquín se había mudado con los tres a Perú después de su separación de Sartorius para casarse con Manuel Ulloa, que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros y presidente del Senado de ese país. Siempre fue aplicada. Cuando terminó la secundaria, se mudó a los Estados Unidos para estudiar Ciencias Políticas en la Universidad de Georgetown y en la American University de Washington. En esos años trabajó en la sede de la ONU de Nueva York. Hasta que, en 1987, volvió a Madrid para cursar un máster en Relaciones Internacionales. Comenzó a trabajar para diferentes firmas y se puso de novia con Fuster.
Pero debajo de un currículum impecable y una aparente vida acomodada, escondía la lucha de una hija que había tenido que ocuparse -desde que era una adolescente- de su madre, adicta a la cocaína: “Con 14 años salía del colegio y ella me mandaba a comprar droga. Y yo iba: habría hecho cualquier cosa. Simplemente, era mi madre”. Zorraquín entraba y salía de clínicas de rehabilitación mientras la prensa se preguntaba sin piedad ni disimulo –y antes de que pudieran hacerlo ella o Felipe–, si con ese entorno de sordidez y oscuridad en el que se había criado, Sartorius estaría a la altura de ocupar un lugar en el Palacio de la Zarzuela.
Su “príncipe azul”, como ella misma lo describe, era un remanso en medio de la presión, pero no alcanzó para convencerla de que realmente era capaz de convertirse en reina. Las revistas del corazón, que la asediaban, al punto de que tenía que entrar y salir de su casa escondida en el baúl de su auto para encontrarse con el príncipe, aseguraban que también tenía en contra la opinión de su suegra, Sofía, que veía con malos ojos que fuera hija de padres divorciados, aunque con los años esa versión fue desmentida por Sartorius.
Pero, sobre todo, la joven por la que el heredero del trono español se mostraba por primera vez enamorado, se enfrentaba a su propio interior, que –como cuenta en sus memorias– era más duro que cualquier juicio exterior. Amaba al príncipe, pero, por encima de todas las cosas, se sentía responsable de su madre. Y cuando las cosas empezaron a ponerse serias, ella también sintió que las obligaciones reales tal vez eran demasiado para alguien que tenía, de por sí, que cuidar de la vida de otra persona. “Me preocupaba tanto por ella, que esa unión nos enredó por completo y dejó en mí la semilla de un trastorno que marcaría mi futuro”, escribe en Por tí lo haría mil veces, que contrariamente a lo que puede suponerse, no es un relato de la intimidad de su amor con Felipe VI, sino principalmente de la codependencia que la hizo vivir atada a los altibajos de Zorraquín hasta su muerte –en Buenos Aires, el 22 de abril de 2009–, al punto en que sólo entonces pudo publicar su historia.
A diferencia de lo que la gente podía pensar al ver quebrarse a esa rubia cuya distinción natural sólo Máxima llegaría a empatar en la realeza europea, la tristeza de sus ojos verdes no reflejaba tanto sus cuitas sentimentales, sino las de Zorraquín. Isabel sufría hasta la locura por el dolor de su mamá: “Durante muchos años pensé que estaba loca –confiesa–. Me convencí de que lo estaba, pero no lo estaba. Era codependiente. No tienes ni idea de lo que te está pasando y no sabes que tienes un trastorno. Dejas de ser la persona que eras y no existes. Ni un solo minuto en paz”. Lejos de los paparazzi, las fiestas del jet set europeo, y las páginas sociales, Sartorius vivía y sentía a la par de su madre: “Y a ella siempre la vi como una víctima –escribe–. Víctima del amor y de un matrimonio que le rompió el corazón. Puede que algunas personas no lo entiendan, pero fue eso. Yo solía preguntarle: “¡Mamá, por Dios! ¿Cómo se puede sufrir tanto por amor?”.
Isabel y Felipe, en cambio, se separaron en 1991 en los mejores términos. Todavía se querían y ella se mudó a Londres para poner paños fríos, pero el hoy rey de España no se resignó: siguió llamándola todos los días durante meses. Sólo la distancia pudo ponerle punto final a una historia que nunca terminó, porque siguieron siendo amigos y confidentes para siempre.
Instalada en Londres, en febrero de 1997, Isabel estuvo otra vez a punto de casarse, con el economista madrileño Javier Soto Fitz-James, y la boda se canceló. Para entonces ella ya estaba embarazada de su hija Mencia, que nació el 25 de julio de ese año, y se separó de Fitz-James en agosto, a menos de un mes del nacimiento. Con idas y vueltas, la pareja se reconcilió y volvieron a poner fecha de boda, esta vez religiosa, para el 15 de diciembre de 2001, pero una vez más, la suspendieron.
En 2002, la prensa habló de su depresión y del “gran cambio en su metabolismo”. Su casa se había incendiado a un año de su separación del padre de su hija, y su propio padre, el marqués de Mariño, había muerto, pero para las revistas la noticia era que la ex novia de Felipe había engordado diez kilos. Y volvió a ser motivo de titulares por el mismo tema cuando, en 2004, ingresó en una clínica para adelgazar y “recuperar la figura con la que conquistó al príncipe”, que, precisamente ese año se casó con la periodista Letizia Ortíz Rocasolano.
En esos doce años, el hoy Rey de España nunca había dejado de hablar con Isabel. Ni Gigi Howard, ni Eva Sannum, las otras dos relaciones que se le conocieron, parecieron dejar huella en su corazón ni en el cariño del pueblo español que, a la distancia, valoraba la belleza, la formación, la discreción y la lucha de aquella plebeya con la que Felipe había aprendido a amar. Hacía apenas unos meses –el 1º de noviembre de 2003– que Isabel se había encontrado con las 35 llamadas perdidas de Felipe en su celular y su mensaje advirtiéndole que en una hora anunciaría su compromiso con la presentadora de la Televisión Española. Una semana más tarde, la invitó a la Zarzuela para que la conociera. El futuro monarca quería que las dos mujeres más importantes de su vida se quisieran: la complicidad entre ellas perdura hasta hoy. “Doña Letizia es una buena amiga”, asegura Sartorius, que no parece envidiar la vida monárquica a la que renunció, aunque muchos sólo puedan ver en ella el recorte superficial de la reina que no fue.
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