Basura blanca. En los Estados Unidos todavía nadie se ofende tanto ante esa definición racial que insulta por igual a los pobres, a los negros y a los no escolarizados. Demasiado blanca para depender de la ayuda social, demasiado rubia para representar un peligro. Basura. Para ser blanca, es basura. Debe ser vaga, burra, ladrona, o quizá todo eso. Tiene nombre de basura.
Sarah Jessica Parker nació en 1965 en Nelsonville, un pueblo de 5000 habitantes en Ohio, donde ella –tal vez la mujer más emblemática de Nueva York después de Audrey Hepburn–, es lo más importante que pasó. Cuarta de ocho hermanos, sus padres Stephen y Barbara se separaron cuando tenía tres años. Cuando el padre, escritor, se borró del mapa, su madre, maestra y auxiliar de enfermería, se volvió a casar con el camionero Paul Forste –padre de sus cuatro hermanos menores–, pero ninguno ganaba lo suficiente como para mantener a esa familia numerosa. A veces no había para pagar la luz, Sarah y sus hermanos comían lo que les daban gratis en el colegio.
Lo contó hace veinte años a The New York Times, en pleno éxito de Sex and The City. Cuando estaba en tercer grado, en Cincinnati, la maestra la nombraba todos los días en voz alta para que pasara al frente y se pusiera en la fila de los chicos que recibían el ticket para el almuerzo gratis que asignaba el Estado: “Sabía que yo era diferente de los chicos que pagaban por su almuerzo o lo traían de su casa. Era un estigma. No era la única de la fila, pero tomábamos conciencia”. La chica que iba a convertirse en la imagen del consumismo de las treintañeras fashionistas de fines de los noventa creció sin cuestionarse los prejuicios: antes de ser un ícono de moda, Sarah Jessica Parker fue un ícono del white trash.
‘’Recuerdo mi infancia como dickensiana –dijo en aquella entrevista de 2000–. Me acuerdo de ser pobre. No había manera de esconderlo. A veces no teníamos electricidad. A veces no podíamos festejar la Navidad, o los cumpleaños; o llegaban los cobradores, o la misma compañía de teléfono llamaba para avisar que nos iban a cortar la línea. Y teníamos edad suficiente para atender las llamadas, o ver las reacciones de mi madre, o a mis padres haciendo malabares con la plata”.
Pero esos padres que hacían malabares para llegar a fin de mes, y en particular Barbara, su madre, hacían lo imposible para que sus hijos tuvieran acceso a la mejor educación posible. Ella les inculcó desde muy chicos el hábito de la lectura y la asistencia a todo tipo de programas culturales, incluyendo cuanta velada de teatro y arte gratuita estuvieran disponibles. Así fue como se dieron cuenta de que Sarah Jessica tenía una inclinación especial por la actuación, el canto y la danza, que Barbara acompañó: a cambio de sus primeras lecciones, la madre limpió estudios hasta que sus profesores, sorprendidos por aquel talento tan precoz como versátil, la becaron en sus talleres. Ni ellos ni Barbara sabían que en esa niña prodigio estaba la esperanza para sacar de la pobreza a su familia.
Tenía once años cuando el padrastro cargó la camioneta Volkswagen y los Forste-Parker emprendieron el viaje de Cincinnati a New Jersey para impulsar su carrera. Desembarcaron directo en Broadway para que Sarah Jessica participara del casting de Los inocentes, la adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. El director era el Nobel de Literatura Harold Pinter, y la chica que hacía la fila con los que almorzaban gratis en el colegio se alzó con un rol estelar como la huérfana Flora. También sus hermanos se probaron para la obra; a Toby le dieron un papel como suplente. Hasta el padrastro consiguió un trabajo como asistente del director.
En cuanto terminó Los inocentes, los niños Parker salieron de gira con La novicia rebelde, esta vez, ya no sólo eran Sarah y Toby, sino también Andrew, Rachel y Megan. Y de nuevo la obra fue una fuente de empleo para los padres, porque Barbara fue la vestuarista de todo el elenco.
Después de todo, el estigma de ser “basura blanca” daría sus frutos: en 1977, Sarah Jessica fue elegida, primero, como suplente y, después, en el 79, como protagonista, para encarnar a la tierna huerfanita del musical Annie. Aunque con 13 años no iba a poder hacer el papel de niña por más de un año, igual que en la letra original de Martin Charnin, también a ella la esperaba un mañana en el que el sol brillaría mucho más fuerte.
Lejos de las historias de “juguetes rotos” para las que las revistas de la época tomaban como símbolo precisamente a la producción de Annie, que usaba y descartaba niñas actrices a medida que se hacían mayores, Sarah Jessica logró entonces un salto a la televisión que también sería clave. La sitcom teen Square Pegs, por CBS, sólo duró una temporada, pero ella se lució en el rol de una adolescente tímida que ocultaba la hondura de su carácter. La esperaba Hollywood: siguieron éxitos de taquilla como Footloose (1984), Las chicas sólo quieren divertirse (1985), y L.A. Story (1991), con Steve Martin.
Fueron los años de su noviazgo con Robert Downey Jr, a quien conoció en el rodaje de Firstborn, un drama sobre la caída en el alcohol y las drogas de un grupo de jóvenes filmado en 1984 pero que recién pudo estrenarse en 2012 y que fue bastante premonitorio sobre aquel tiempo de oscuridad del actor de Chaplin. “Fue el hombre que me enseñó a amar, y fueron ocho años de aventuras, pero el final fue aterrador: vivía con miedo de encontrármelo muerto”, le dijo ella a People después de su separación. Habían estado juntos desde los 18 años. Tras más de una década sobrio, el hoy superhéroe de Marvel ha dicho que sigue agradecido con su ex por haber sido su “comprensión y hogar” en uno de sus peores momentos: “Mi problema con las drogas no cuadraba con Sarah Jessica, porque no hay nada más alejado de ella”.
Antes de enamorarse en 1995 sobre un escenario de Broadway de quien hasta hoy es su marido, Matthew Broderick –y con quien tuvo a sus tres hijos, James (19), y las mellizas Marion y Tabitha (12), que nacieron por subrogación de vientre–, Sarah Jessica fue la más plebeya de las novias oficiales del “príncipe americano” John Kennedy Jr. Fue en 1992, poco después de terminar su relación con RDJ, y apenas si duraron siete meses. La actriz declararía luego que aquel romance había sido “un fiasco”. No porque John John no fuera encantador, sino porque sabía que estaba destinada para cosas más grandes: simplemente no toleraba el acoso de los medios, sobre todo si el resultado era una tapa de revista en la que aparecía como “la novia de”.
Para cuando Sex and the City estrenó su primera temporada en 1998, cada paso del recorrido de la treintañera de rulos que arqueaba la ceja y caminaba segura sobre sus (incómodos pero codiciados) Manolos, sin miedo a salpicarse el tutú blanco en esa ciudad que parecía pertenecerle, había tenido sentido. Carrie Bradshaw, y con ella la Sarah Jessica Parker estigmatizada en la escuela por su maestra y la que consiguió sus primeros papeles porque daba bien en el casting de pobre, se había transformado en el aspiracional de las mujeres del mundo entero. Sin amargura, ni resentimiento. Con una tremenda admiración por su madre, que logró que ella y sus hermanos tuvieran “todo lo que necesitábamos, aunque no fuera todo lo que queríamos, y eso a veces es una bendición”. Y que nunca fue vaga, ni se resignó a que fueran basura, aunque los trataran así.
Casada con Broderick hace 24 años, asegura que mantiene cuentas separadas con el amor de su vida y padre de sus hijos porque no quiere perder la independencia financiera. Claro que no lo necesita: su fortuna se estima en US$150 millones y es dueña de la productora Pretty Matches, con la que crea contenido para HBO, incluyendo And just like that, la esperada secuela en la que Carrie se reencontrará con Miranda y Charlotte. Eso sí, asegura que en su vida cotidiana tiene mucho menos de esa neoyorquina fashionista de lo que creen las fans: lava la ropa, hace las compras, y no soportaría tener jamás tanta ropa en su placard. Es real su debilidad por los zapatos de autor, pero también que ni siquiera eso le impide mantener los pies sobre la tierra.
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