Era la Nochebuena de 1945 en la casona de madera de tres pisos, en la granja en las afueras de Fayetteville, West Virginia, Estados Unidos. La familia Sodder ya había celebrado y, luego de haberles permitido a los más chicos quedarse levantados hasta tarde para jugar con sus regalos, se fueron a dormir.
Poco después, en esa madrugada navideña, la voracidad del fuego se tragó su felicidad y nada volvió a ser lo que había sido.
Cuarenta y cinco minutos bastaron para desarmar la ilusión construida durante años y crear la tragedia de un misterio eterno.
Inmigrantes italianos y familia numerosa
George Sodder se llamaba en realidad Giorgio Soddu y había nacido en Tula, Cerdeña, Italia, en 1895. A los 13 años emigró hacia los Estados Unidos con un hermano mayor. Pero apenas pisó suelo norteamericano su hermano decidió volver a Europa. George quedó solo, a su suerte.
Nunca le contó a nadie por qué había decidido irse de su casa y abandonar su país en 1908. Las tristezas no se hablan.
Su apellido y su nombre mutaron a George Sodder para ser mejor entendido en su nueva patria. Empezó trabajando en el estado de Pennsylvania. Acarreaba agua y otros suministros para los constructores de caminos. Años después, consiguió un empleo como conductor de camiones en Smithers, en el estado de West Virginia. Era tan trabajador y obstinado en lo que se proponía que muy joven empezó su propia compañía de camiones. Le fue muy bien.
Jennie Cipriani, era la hija de una encargada de un negocio en Smithers. Sus padres también eran inmigrantes italianos, habían llegado a los Estados Unidos cuando ella tenía 3 años. Terminó casándose con George y se instalaron cerca de Fayetteville, donde había una gran colectividad con el mismo origen.
En 1923 tuvieron al primero de sus once hijos. Ya se habían convertido en una familia respetada de la clase media local. George tenía fuertes opiniones y las expresaba sin problemas. Sobre todo, era un fervorso antifascista que se oponía al dictador italiano Benito Mussolini. Pero no todos sus compatriotas pensaban igual y sus convicciones lo llevaron a pelear con frecuencia con quienes apoyaban al Duce abiertamente.
Cuando nació su novena hija, en 1943, ya su segundo hijo había dejado la casa para servir en la Segunda Guerra Mundial. La Navidad de 1945 los encontraba juntos, a excepción de Joseph que, aunque la guerra había terminado, todavía no había podido regresar. El décimo hijo nacería cinco años después de la catástrofe familiar.
En esa casa que se prendió fuego los Sodder habían criado a John (nacido en 1922), Joseph Samuel (en 1924, el soldado que estaba en el frente), Mary Ann “Marion” (en 1926), George Jr. (en 1929), Maurice Antonio (en 1931), Martha Lee (en 1933), Louis Erico (en 1935), Jennie Irene (en 1937), Betty Dolly (en 1940) y Sylvia (en 1943). Robert, el último, llegó al mundo en 1950 y a sus padres ya los conoció tristes.
La desdichada Navidad del ‘45
Marion, la mayor de las mujeres, tenía 19 años y trabajaba en un local de luces en el centro de la ciudad de Fayetteville. Esa tarde, antes del festejo de Nochebuena, volvió de su empleo con juguetes de regalo para sus hermanas (Martha,12, Jennie Irene, 8, y Betty, 5). Las chicas estaban tan excitadas que a las diez de la noche le pidieron permiso a su madre para acostarse más tarde. Jennie accedió. Maurice (14) y Louis (9) aprovecharon para concluir los encargos de su padre: fueron a encerrar las vacas al corral y alimentaron a las gallinas. Les divertía mucho realizar las tareas que comúnmente hacían los más grandes. Ese día George padre, John (23) y George Junior (16) habían trabajado desde temprano y estaban agotados, por ello habían sido los primeros en irse a dormir.
Cerca de la medianoche, Jennie tomó en brazos a Sylvia, la más pequeña, y subió las escaleras hasta su cuarto matrimonial ubicado en el primer piso. Dejó a Sylvia en la cuna al lado de su cama. Ya estaba acostada cuando escuchó sonar el teléfono. Bajó para atender con rapidez, no quería que el resto se despertara. Del otro lado de la línea, una voz de mujer que no pudo reconocer, le preguntó por alguien desconocido. Jennie le respondió: “Ha marcado un número equivocado” y colgó. Observó que las luces de la planta baja estaban encendidas y que las cortinas no estaban bien cerradas. Se molestó. Era algo que debían hacer los últimos en subir a sus habitaciones. Pero notó, también, que Marion se había quedado dormida en el sofá del living. Resolvió no quejarse y dejarla tranquila. Cerró las cortinas, apagó las luces y volvió a su dormitorio.
Un rato después, a la una de la madrugada, Jennie se despertó sobresaltada. Había escuchado como si algo hubiese golpeado fuerte contra el techo de la casa y rodado sobre él. Siguió esperando a ver si oía algo más, pero el silencio la convenció de relajarse. Se quedó dormida. Pero no sería una noche tranquila. Media hora después se despertó por segunda vez. Sentía olor a quemado. Abrió los ojos y vio fuego proveniente del escritorio de George. Eran llamas. Asustada le gritó a su marido que se despertara. Había que avisarle a los que dormían en su mismo piso y a los menores de la familia que dormían en las dos habitaciones de la buhardilla del segundo: Maurice, Martha, Louis, Jennie Irene y Betty. La casa estaba prendida fuego.
Un rescate imposible
Jennie tomó a Sylva de su cuna y salió al pasillo. Bajó la escalera a tientas, envueltas en la humareda, mientras escuchaba los gritos de su marido. Sus hijos, John y George Junior, quienes compartían un cuarto en el primer piso, alentaban a todos a salir de la vivienda. Abajo se unieron con Marion quien había quedado durmiendo en el living. Todos gritaban frenéticamente a los demás para que bajaran rápido. El humo ya les impedía ver. John dijo que había ido a avisar al resto, pero poco después la escalera que conducía a los dormitorios ubicados en el ático, estaba completamente envuelta en llamas. Tanto John como George Junior habían sido alcanzados por el fuego y tenían el pelo chamuscado.
El ruido, el humo y el olor habían transformado la casa en un infierno crepitante. Desde la planta baja intentaron llamar a los bomberos pero el teléfono, que había sonado un rato antes, estaba mudo. Sin línea.
George repasó con la mirada desorbitada: las luces del arbolito de la planta baja estaban encendidas todavía y los más chicos no estaban abajo.
En la noche encendida de naranja, Marion corrió hasta la casa de un vecino para pedir ayuda y un teléfono.
Su padre George, desesperado, trepó con pies descalzos por la pared lateral de la casa y alcanzó la ventana de vidrio repartido de la buhardilla. Logró romper uno de los vidrios y se cortó un brazo. Pedía a gritos la escalera. Necesitaba un sostén. Uno de sus hijos corrió a buscarla, siempre estaba del otro lado de la casa, pero no la encontró. George bajó y fue a buscar al galpón uno de sus camiones de transporte de carbón. Se acercaría manejando a las ventanas del altillo para rescatar a los chicos. Increíblemente, ninguno de los dos vehículos arrancó. Era rarísimo, los habían usado el día anterior y andaban perfectamente. Quiso entonces usar el agua de los barriles para intentar aplacar el incendio, pero el frío extremo la había congelado dentro de ellos. Nada estaba saliendo bien esa noche de pánico.
Un conductor que pasaba por un camino cercano a la granja vio lenguas de fuego salir del techo de una casa y se dirigió a una taberna para intentar llamar a los bomberos. Tampoco tuvo suerte. No respondían. Después de todo, era Nochebuena y muchos estarían festejando.
Los seis que estaban vivos, padres y cuatro hermanos, no sabían qué más podían hacer. Solo pudieron ser atónitos espectadores del desastre.
En tres cuartos de hora, la casa se convirtió en restos negros de mampostería y cenizas que se arremolinaban con el viento helado sobre pequeñas brasas.
Bomberos a destiempo
Por la escasez de recursos, debido a la Segunda Guerra Mundial, los bomberos del lugar no estaban preparados para una tragedia de esta magnitud. Cuando algo ocurría solían llamarse entre ellos. Esa noche no pudieron ser contactados y recién aparecieron por el lugar asomando la mañana. El jefe de bomberos, F.J. Morris, ni siquiera sabía manejar el camión cisterna. Debió esperar a que llegara uno que supiera hacerlo para dirigirse al lugar del siniestro. Al arribar a la escena, a las 8, encontraron la devastación dibujada en los ojos de los sobrevivientes.
Entre los escombros buscaron los cuerpos de los cinco niños que faltaban, pero no hallaron nada.
Nada de nada. Ni un hueso, dijeron.
Pero ¿podía no quedar nada de ellos? ¿Martha, Jennie Irene, Betty, Maurice y Louis eran ahora solo ese polvo grisáceo?
Uno de los bomberos era hermano de Jennie Sodder y tuvo que enfrentar el peso de decirle que no había restos de sus sobrinos. El jefe de los bomberos, Morris, fue con él. A los padres les sembró con sus palabras una duda: si esos chicos estaban realmente en la casa debería haber quedado algo de sus cuerpos.
Acá arrancan las discrepancias en los diferentes relatos de esta historia. Y, también, comienzan a trabajar los resortes de la mente para creer o negar lo sucedido.
De acuerdo a otra fuente, los bomberos sí habían encontrado algo: pequeños fragmentos y algún órgano interno de un cuerpo. ¿Por qué no lo mencionaron? Se sospechó que fue para evitarles a esos padres más dolor. O, quizá, sí lo dijeron, pero no fueron escuchados. El rugido de la catarata de lágrimas ensordecería a cualquiera.
Uno de los primeros testimonios fue el de John, el hermano mayor. Declaró a la policía que él mismo había subido al ático del segundo piso y no había podido despertar a sus hermanos. Algo que después corrigió en otra declaración donde aseguró que solo los había llamado desde el primer piso. No olvidemos este detalle porque la psiquis suele jugar malas pasadas.
El 30 de diciembre les dieron los cinco certificados de defunción. La causa: sofocación por el incendio.
El 2 de enero de 1946, se celebró el funeral. Los hermanos fueron a la ceremonia, pero George y Jennie, no. Estaban destruidos. No podían sostenerse en pie.
Una casa, un cementerio y mil teorías
El departamento de bomberos, luego de una breve investigación, resolvió que el incendio se había debido a un desperfecto eléctrico.
George Sodder no aceptó la respuesta. Dijo que había hecho todo el cableado nuevo e inspeccionado la casa recientemente. Él y Jennie sospechaban que el incendio había sido provocado. Sus convicciones se basaban en una serie de circunstancias ocurridas antes y durante el incendio.
Surgieron distintas teorías sobre lo que podría haber pasado. Todas corrían como rumores entre los habitantes de la zona y algunas eran sostenidas por los Sodder. Una decía que los chicos habían sido secuestrados por la mafia siciliana en venganza por las críticas abiertas de George a Benito Mussolini y al gobierno fascista italiano. Era cierto que la relación de George con los otros italianos de la zona era muy tensa.
También se pensó que los chicos podrían haber sido víctimas de una red de adopciones ilegales. O, por qué no, que fuera obra del crimen organizado que solía controlar el sistema de transportes de carbón, en esa parte del país, por esos años. Todo era posible. Y los Sodder preferían pensar que estaban vivos.
En esos días de enorme tristeza, George recordó que, en octubre de 1945, lo había visitado un vendedor de seguros. Él rechazó su propuesta de póliza y el hombre le advirtió: “Su casa podría prenderse fuego… y sus hijos podrían ser destruidos” y agregó que todo eso podía pasar por sus “sucios comentarios acerca de Mussolini”. Escuchadas desde el horizonte de la desdicha, esas palabras constituían una clara amenaza.
Otro visitante, que buscaba trabajo, le había dicho a George que la caja de fusibles que había en la casa podría generar un cortocircuito peligroso. George se preocupó tanto que encargó el cableado nuevo antes de las fiestas.
Además, se preguntaba George: ¿por qué si había sido un problema eléctrico, en las primeras etapas del incendio, las luces de Navidad habían seguido encendidas?, ¿por qué la escalera que siempre estaba al lado de la casa fue encontrada en un terraplén a 23 metros?, ¿por qué no andaba el teléfono si el cable, según el empleado de la telefónica, no estaba quemado sino que parecía cortado a propósito por alguien que tendría que haber trepado más de cuatro metros para hacerlo? Todo resultaba extraño.
Algunas de estas dudas obtuvieron respuesta. Un tiempo después, un hombre que había sido sorprendido por unos vecinos robando piedra de la propiedad de los Sodder en las horas cercanas al incendio, fue arrestado. El tipo confesó el robo y admitió, además, que había cortado la línea telefónica pensando que era la de la electricidad, pero aseguró que no tenía nada que ver con el fuego. Sin embargo, la ficha del arresto y la identificación de esa persona jamás aparecieron.
Jennie, que no podía aceptar que no hubieran quedado ni siquiera los esqueletos de sus hijos, buscó casos similares, de una intensidad de fuego y duración parecida. Encontró que los resultados eran muy distintos, siempre quedaban huesos. También realizó un experimento práctico: quemó huesos de animales, a altas temperaturas, durante más de dos horas. ¿Resultado? No se consumieron enteramente.
Los hijos más grandes de los Sodder también tuvieron algo que decir. En los días anteriores a la Navidad de 1945, habían notado que un auto con personas extrañas había estado estacionado en el camino de acceso a la granja. Desde allí, sostuvieron, observaban a los hijos menores de los Sodder cuando volvían del colegio. ¿La familia estaba sufriendo una psicosis colectiva? ¿O qué había pasado realmente? ¿Podían los chicos haber sido secuestrados y estar vivos?
La extraña llamada telefónica nocturna fue investigada. Se pensaba que podía estar conectada con el incendio intencional. Sin embargo, un detective encontró a la mujer que la había hecho. Ella confirmó que solamente había discado mal. Por otro lado, el conductor de un colectivo que pasó por Fayetteville esa noche sostuvo haber visto a varias personas tirando bolas de fuego hacia la casa. Esa podría ser la causa del ruido rodante que sintió Jennie sobre el techo antes del incendio. De hecho, una vez derretida la nieve del invierno, entre los arbustos, la pequeña Sylvia encontró una bola verde oscura que parecía ser una granada casera.
Los Sodder le reclamaron a los investigadores. Eso era la evidencia de que, como ellos creían, el fuego había comenzado en el techo, no en los cables como habían dicho los bomberos. Y demostraba que el fuego había sido intencional.
Vivir de la esperanza
La creencia de que los cinco niños podían estar vivos fue instalándose con fuerza entre los Sodder. Era un buen motor para sobrevivir a tanta angustia.
Constantemente se denunciaban avistajes de los chicos en distintos estados del país. Una mujer de Carolina del Norte, por ejemplo, aseguró haberlos alojado. Denunció que iban acompañados por dos hombres y dos mujeres que no los dejaron hablar con ella. Los resultados eran siempre negativos. El misterio se iba condimentando con cada rumor. George y Jennie contrataron un investigador privado llamado C.C. Tinsley para bucear en cada una de esas posibilidades que no querían descartar.
Este detective descubrió que el vendedor de seguros que había amenazado a George un año antes, había participado del jurado que declaró que el incendio había sido un accidente. Curioso. También supieron algo perturbador: el bombero jefe Morris, que había dicho que no habían hallado huesos en el lugar del siniestro, había encontrado un corazón que había empaquetado en una caja de metal que había enterrado en secreto. Morris se lo había confesado a un pastor local quien, a su vez, se lo había dicho a George.
George y Tinsley confrontaron a Morris. Él les dijo que así era y les mostró dónde había enterrado la caja metálica. La encontraron y llevaron su contenido a un experto que les dijo algo increíble: que era hígado fresco y que jamás había estado expuesto al fuego. ¿Entonces? ¿Qué estaba ocurriendo? Se terminó diciendo que esa caja había sido colocada para calmar las angustias de los Sodder y terminar, de una vez por todas, con la investigación. Un disparate tras otro.
La locura los iba cercando. Un día George vio, en una revista, a una bailarina clásica en Nueva York. Era idéntica a Betty, su hija desaparecida. No lo pensó un segundo y se puso al volante de su auto. Manejó sin parar hasta la ciudad. Quiso verla, pero en el lugar no lo dejaron entrar y los padres de la joven no le permitieron contactarse con ella.
Se dirigió al FBI y les pidió, por medio de varios escritos, que investigaran el secuestro de Betty. Sus cartas fueron respondidas por el director J. Edgar Hoover quien le dijo que el asunto no era competencia suya. Después de mucho luchar, George consiguió que el FBI se involucrara en la búsqueda por sustracción de menores. Lo hicieron, pero a los dos años abandonaron el tema por falta de indicios.
En agosto de 1949, George persuadió a un patólogo llamado Oscar Hunter, para que supervisara una excavación en donde había sido su casa. George había montado allí un memorial en honor de sus hijos y para eso había rellenado el terreno con tierra. Luego de una cuidadosa y profunda búsqueda, encontraron un diccionario, unas monedas que habían pertenecido a los chicos y unos pequeños fragmentos humanos.
Se mandaron a un especialista llamado Marshall T. Newman quien determinó que eran cuatro vértebras lumbares y que pertenecían a una misma persona, un adolescente de entre 16 y 17 años. El mayor de los desaparecidos, Maurice, tenía 14 años al momento del incendio. ¿Podría haber un error en el cálculo de la edad? Podía ser, pero había un problema insalvable: esos huesos no tenían un solo rastro de haber estado expuestos a las llamas.
Efectivamente, poco después, se comprobó que la tierra que había llevado George con la pala mecánica para el relleno provenía de un cementerio.
Cada paso que daban era una decepción más.
Una sumatoria de dudas
Llegando a los años ‘50 los Sodder instalaron un enorme cartel de madera, en la ruta interestatal 16, con las fotos de sus cinco hijos desaparecidos en el incendio. Ofrecieron también una buena recompensa para la época: 10.000 dólares para quien aportara datos que permitieran cerrar el caso. Hoy esa suma equivaldría a 146.000 dólares.
No apareció pista alguna.
Los Sodder jamás reconstruyeron su casa. Instalaron en el terreno otro enorme cartel y muchas flores. Se mostraban convencidos de que los chicos podían no haber muerto.
George se dedicó a perseguir todas las pistas posibles. Viajó a St Louis, Missouri, para ver si una joven que estaba en un convento era Martha; a Texas, para hablar con el dueño de un bar que escuchó a dos personas hablar de un incendio intencional en Navidad en West Virginia; a Florida, para visitar a un pariente de Jennie que tenía hijos demasiado parecidos a los suyos.
En 1967, se dirigió a Houston para investigar a una mujer que le había escrito a la familia diciendo que Louis Sodder, después de beber demasiado, le había revelado su verdadera identidad. Ella creía que él y Maurice estaban viviendo juntos en Texas. La policía buscó y encontró a los jóvenes quienes negaron ser los hijos de Sodder.
Ese mismo año llegó otra carta dirigida a Jennie. Tenía un sello del correo de Kentucky. Dentro del sobre había una foto en blanco y negro de un hombre de unos 30 años. Parecía Louis de adulto. Detrás tenía un texto críptico que decía textualmente:
“Louis Sodder
I love brother Frankie. Ilil boys. A901132 o 35″
Solo el nombre dibujado alcanzó para despertar las esperanzas de los Sodder. El joven era muy parecido a lo que recordaban de su hijo de 9 años: el pelo ondulado y oscuro, ojos marrones, la nariz recta, la misma curvatura de sus cejas. Contrataron a otro detective privado que viajó para investigar. Pero el hombre nunca volvió y no pudieron volver a contactarlo. Llamativo: los números de esa frase inexplicable remiten a dos códigos postales de la ciudad de Palermo, Sicilia, en Italia.
Morir sin saberlo todo
George Sodder murió en 1968, a los 74 años. Jennie y sus hijos no bajaron los brazos y continuaron con la lucha por saber algo más.
El cartel de madera con las fotos de los chicos estuvo en la ruta hasta que Jennie Sodder murió en 1989. Desde la noche del incendio había comenzado a vestirse íntegramente de negro y así siguió hasta su muerte, con su duelo a cuestas. Antes le encargó al resto de la familia que siguiera adelante con la misión de encontrar a los hermanos faltantes.
Sylvia Sodder Paxton, le dijo al diario Gazette Mail en 2013: “Fui la última de los chicos en dejar de vivir en casa. Muchas veces nos quedamos con papá hablando de lo que podría haber pasado. Conviví con su tristeza por demasiado tiempo”.
Los últimos peritos que investigaron los hechos sostuvieron que la primera pesquisa había sido demasiado superficial. Y la verdad es que algunas cosas podrían ser explicadas fácilmente. De hecho, el yerno de George y marido de Sylvia, Grover Paxton, le dijo al medio Gazette Mail, que había llegado a la conclusión de que George no habría podido arrancar los camiones aquella noche porque, con los nervios, podía haber ahogado los motores con el combustible.
Sylvia murió en 2021. Su hija dijo que ella “le había prometido a mis abuelos que no dejaría que la historia se apagara y dejaran de buscar la verdad” y había cumplido la promesa, pero sin lograr resultados.
Hubo solo uno de los hermanos que nunca quiso hablar de la noche del incendio: John, el mayor. Solo quería que sus padres y sus hermanos aceptaran lo ocurrido y que pudieran seguir adelante con sus vidas. No lo escucharon.
Un escritor local, llamado George Bragg, dijo creer que John, en su primera declaración a la policía, había dicho la única verdad: que había subido a ver a sus hermanos y que había intentado despertarlos inútilmente. Seguramente, ya estaban inconscientes. Quizá la negación de John a seguir con la búsqueda haya tenido que ver con que no podía negarle a su mente lo que había visto. En esta hipótesis básica, el incendio provocado intencionalmente, comenzó en el techo y, luego, el humo hizo que los chicos pierdan la conciencia y terminaran muriendo calcinados.
Pero los Sodder quisieron apostar a otras teorías que les permitían tener la ilusión de que estaban vivos. Y dedicaron su vida a esa causa.
La verdad, a veces, de tan sencilla puede resultar insoportable.
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