El 18 de julio de 1947 se montó un exuberante operativo por las calles todavía destruidas de Berlín. Los movimientos de tropas aún eran frecuentes en la ciudad, la guerra era muy reciente. Pero la magnitud de la operación llamó la atención. Soldados de las cuatro potencias movilizados y armados, sus caras tensas, las órdenes dadas a los gritos. Una caravana entró a la ciudad. Camiones, autos, carros de combate, jeeps. En el medio un camión completamente cerrado. Adentro iban siete hombres. Los siete prisioneros más importantes de la Guerra Fría. Los jerarcas nazis condenados en Nuremberg que se habían salvado de la horca.
Los jueces de Nuremberg juzgaron a los que se consideraban en ese entonces los 22 nazis de mayor influencia que habían sobrevivido a la caída. Doce de ellos fueron condenados a muerte y ejecutados tras el proceso; tres fueron absueltos y siete penados con prisión.
Esos siete fueron los habitantes de Spandau. Tres condenados a cadena perpetua: Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank). A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Fuhrer y diarista minucioso en Spandau), con su fingido arrepentimiento, logró escapar a la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y a Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) le tocó la pena más benévola: 10 años.
Los magistrados de ese tribunal internacional inédito, una vez dictada sentencia salieron en estampida hacia sus países. No deseaban estar en Nuremberg ni un segundo más. Eso hizo que no se supiera bien cómo aplicar las condenas de prisión. ¿Dónde se los alojaría? ¿En qué condiciones? ¿Desde qué día comenzaba a correr el cómputo? Esos y muchos otros interrogantes debieron ser respondidos sobre la marcha navegando entre las tensiones políticas de los cuatro países que decidían.
Algunos hasta maldijeron que el Tribunal no haya enviado a todos al patíbulo. De ese modo se evitaban lidiar con ese problema. Eran pocos los edificios en la ciudad que podían albergar a los reos. Además, el diálogo tenso entre las potencias vencedoras no ayudaba. Cada propuesta de uno era rechazada por el otro. Mientras tanto, los siete nazis esperaban en Nuremberg que se les designara su morada definitiva.
Cuando alguien habló de Spandau, la opción fue desechada de inmediato. Era una penitenciaría que estaba en pésimas condiciones. Pero ante la falta de mejores opciones se la terminó eligiendo.
La cárcel de Spandau se había terminado de construir en 1881. Hasta 1919 había funcionado como lugar de reclusión militar. Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo dos fines específicos. Por un lado servía como lugar de tránsito hacia algunos de los campos de concentración cercanos a Berlín; y por el otro, allí fueron alojados y ejecutados varios enemigos, principalmente rusos. Tenía 132 celdas y en 1946 estaba casi al punto del hacinamiento con más de 650 prisioneros.
El estado general del edificio era muy malo. Varios bombardeos habían deteriorado su estructura, algunos muros habían sido derribados (cuentan que era muy fácil fugarse de allí: bastaba con tirar una soga hacia la calle y asirse fuerte de ella hasta descender), no contaba con servicios médicos y la alimentación era escasa. Todo cambió cuando llegó la orden de evacuar a todos los prisioneros. La cárcel debía quedar vacía e iniciar un proceso fulminante de reconstrucción para alojar a los siete prisioneros que habían logrado salir con vida, pero con largas condenas, de los Juicios de Nuremberg. Se refaccionaron todas las instalaciones y se reforzó la seguridad de la propiedad, haciendo hincapié en la seguridad perimetral. Spandau debía ser impenetrable.
Fue la cárcel con menor densidad demográfica de la historia: sólo siete prisioneros. Tuvo, también, el mayor número de guardias por preso. Había 25 guardias por cada detenido. En sus últimos veinte años, la prisión alojó a un solo recluso, a Rudolf Hess.
Respecto de las condiciones de detención, los soviéticos siempre fueron los más rígidos. Los británicos y franceses sostenían que debía brindárseles condiciones de vida dignas. Pero los soviéticos encontraron un elemento para hacer valer su posición. Echaron mano a la reciprocidad. Hicieron que se utilizara el (muy) severo estatuto penitenciario alemán de 1943. Aún cuando los norteamericanos y franceses lograron morigerar alguna de las cláusulas el régimen inicial era muy estricto. Una carta por mes, una visita cada tres meses, una dieta demasiado frugal, incomunicación casi total entre ellos y con los guardias. Pretendían que los prisioneros no gozaran de ningún beneficio, que su estadía en Spandau fuera lo más dura posible.
Si bien cada país tenía poder de veto en las grandes decisiones, mes a mes la situación cambiaba dado que la administración de Spandau rotaba cada treinta días. Así durante tres meses (salteados) por año soviéticos, norteamericanos, ingleses y franceses tenían el poder en la cárcel. Spandau fue la última empresa de manejo conjunto que le quedó a los Aliados luego del divorcio producido después de la Segunda Guerra Mundial. El último bien ganancial de los Aliados. Casi el único punto de contacto de las potenciales a lo largo de la Guerra Fría.
La posición estratégica en esa Alemania dividida de posguerra y la importancia de los detenidos hacían que nadie quisiera perder su sitial en las decisiones de la cuestión. Si los rusos eran los que peores condiciones les querían imponer a los detenidos, los ingleses eran los que pedían mayor flexibilidad y humanidad en el trato. Esto no deja de tener un costado paradójico ya que Winston Churchill fue el más férreo opositor a los juicios de Nuremberg; el líder británico quería fusilar a los jerarcas nazis sin juicio previo.
La incomunicación entre los detenidos tenía como fin que no tramaran nada. Ese era el gran fantasma. Eran los jerarcas nazis sobrevivientes. Entre otros, estaban el fanatismo de Hess, la inteligencia y el carácter resbaladizo de Speer, la determinación de Donitz, que seguía sosteniendo que él era el que gobernaba a Alemania. Temían que dentro de Spandau se forjara una conspiración que hiciera renacer al nazismo con el apoyo de los fanáticos que pervivían afuera. Tampoco tenían permitido dialogar con los guardias. Los soldados eran castigados por confraternizar con el enemigo si alguna conversación se entablaba.
El régimen tenía un nombre: Prisión Incomunicada. Los soviéticos eran claros cada vez que se discutía relajar algo el sistema: los prisioneros debían estar enterrados en vida. Albert Speer en su Diario de Spandau (tal vez el mejor registro de la vida cotidiana en esa cárcel) consigna en uno de esos primeros años: “La soledad es cada vez más abrumadora”.
Los meses que el encargado de Spandau era soviético, todo era más difícil para los siete prisioneros. El comandante Viktor Alabjev era de una dureza extraordinaria. Cada vez que él quedaba a cargo, la incomunicación era una regla irrompible. Alguna vez ordenó encerrar a un soldado norteamericano en la celda con Walter Funk, porque los encontró hablando. También prohibió que los guardas ayudaran a bajar y subir escaleras a Von Neurath, porque esa colaboración no estaba contemplada en el reglamento carcelario.
Los cuidados médicos eran exhaustivos. A la prisión ingresaban los mejores médicos alemanes. No querían convertir a los prisioneros en mártires. Pero el régimen de comidas, que era igual al de las otras cárceles alemanas, era muy escaso. Los siete hombres empezaron a perder mucho peso. Algunos hasta bajaron más de quince kilos. Speer escribió que por primera vez en su vida sabía lo que era el hambre. Al terminar sus comidas, gateaba por el piso para levantar las migas que pudieran haber caído y comérselas. Una vez estuvo una semana castigado por robarse una coliflor de la huerta de la cárcel. Rápidamente debieron aumentar las raciones.
Durante años un rumor habitó Berlín. Las cuatro potencias le otorgaban una alta dosis de verosimilitud tal como afirma Norman Goda en El Oscuro Mundo de Spandau. Se decía que Otto Skorzeny, el líder de los comandos de Hitler, planeaba una operación de ataque para liberar a los detenidos en la que estaban involucrados decenas de helicópteros y casi un millar de soldados.
Pasados los años, las restricciones y controles se relajaron. Tuvieron más visitas, mejores comidas (también comer lo que le enviaban sus familiares), podían enviar y recibir cartas cuando quisieran, conversar con mayor libertad. Las requisas eran menos atentas. Speer un día dejó doblado debajo de su colchón un pedazo de papel higiénico para ver si en el control lo descubrían. Como el soldado que inspeccionó su celda pasó por el alto el señuelo, el arquitecto de Hitler se ofendió. Comprendió que ya no les prestaban tanta atención, que habían dejado de ser considerados un peligro.
Como algunos eran de edad avanzada y ya estaban enfermos, se empezó a discutir qué hacer en caso de fallecimiento. La primera opción fue que se lo enterrara en uno de los patios de Spandau. Pero cambiaron de parecer cuando se dieron cuenta que se corría el peligro de convertir el lugar, pasado el tiempo, en un lugar de devoción nazi. Sin embargo, no fue necesario tomar ninguna decisión al respecto durante cuatro décadas. Los prisioneros salieron cuando su estado de salud ya era grave o cuando cumplieron la condena. El último en salir fue Albert Speer, en octubre de 1966.
A partir de ese momento y hasta 1987, Rudolf Hess se convirtió en el único habitante de Spandau. Ni indulto, ni prisión domiciliaria, ni alojamiento en un hospicio. Ninguna opción logró consenso. Las cuatro potencias quedaron custodiando a este anciano que desde 1941 demostraba desvariar.
En 1987, pidió que uno de los soldados norteamericanos que lo custodiaban fuera alejado de él. Cuando le preguntaron el motivo dijo que no entendía por qué le hacían señalar lo obvio: el soldado era negro.
Su hijo inició una campaña internacional para liberarlo pero todo fue infructuoso.
Al entrar en Spandau, cada recluso recibió un número de identificación. Del 1 al 7. Premonitoriamente a Hess le otorgaron el 7. Como si alguna fuerza superior hubiera sabido que él sería el último en salir. El que perpetuaría por veinte años, hasta el límite del ridículo, esta cárcel de un hombre solo.
Nadie supo bien nunca cuál era el estado mental de Hess. Logró despistarlos a todos. ¿Estaba completamente loco? ¿Era un eximio simulador? ¿O alternaba periodos lúcidos con ataques maníacos?
Durante años, mientras estaban los siete prisioneros originales en Spandau, no dejó dormir a sus compañeros de las celdas vecinas debido a los alaridos que pegaba de noche, motivados según él en fuertes dolores en el abdomen, aunque los médicos jamás le encontraron afección alguna. Un guardia confesó que nunca había escuchado nada igual. En los diarios de Albert Speer muchas entradas mencionan los aullidos nocturnos de Hess. Las autoridades en algún momento pensaron en cambiarlo de sector para que no afectara la salud mental de los otros seis.
En sus cuarenta años de reclusión Hess pasó por los más variados estados de ánimo. Y por varios intentos de suicidio, aunque la mayoría fueron algo tímidos y poco convincentes. Ya en el Juicio de Nuremberg se había hecho pasar por loco, aduciendo una amnesia, que mostró ser sugestivamente selectiva.
Recibió su primera visita en la cárcel recién en 1964, 18 años después de su ingreso. Y fue de su abogado, un excéntrico personaje que ostentaba una habilidad única en la práctica del derecho: con cada intervención suya -siempre enérgicas y extremas- la situación procesal de su defendido empeoraba. Recién en 1969 lo visitaron su esposa y su hijo.
Con el tiempo y siendo el único habitante de ese monstruo espectral en que se había convertido Spandau, obtuvo más libertades y comodidades. Los soviéticos, sin embargo, se mantenían alertas. Durante una internación en un hospital alemán para ser sometido a una intervención quirúrgica en el corazón, los hombres de la Unión Soviética llegaron al ridículo de mantener -durante su mes de regencia- apostados en las seis garitas de vigilancia, a lo largo de las 24 horas del día, a sus soldados fuertemente armados. Nadie los pudo convencer de la inutilidad de la tarea: el único habitante de la prisión no se encontraba en ella.
Hess era el prisionero más vigilado de la historia. Todos los que estaban en esa cárcel estaban para cuidarlo a él. Sin embargo, ese viejito de 93 años, ese criminal de guerra nazi, el 17 de agosto de 1987, logró escapar de la vista de sus cuidadores y, luego de haber fracasado varias veces en los últimos cuarenta años, logró ahorcarse con el cable de una lámpara.
Así dio por finalizado su largo cautiverio. Y también la vida útil de la prisión de Spandau, que poco después fue demolida