Sus últimos años habían sido bastante parecidos entre sí. Lo único que los diferenciaba era que cada año era un poco peor que el anterior. Discos malos, perezosos; actuaciones en vivo erráticas, sin el menor rigor, en las que el público salía siempre defraudado; y un físico cada vez más vapuleado que mostraba, en cada desconcertante aparición pública, un deterioro evidente. Elvis Presley era una caricatura de sí mismo.
Lo certifica el ejército de imitadores: el último Elvis fue el peor, el más penoso. Una caricatura cruel, hecha sin ternura, que sólo resalta los costados sórdidos del personaje, que olvida su genio. Las patillas enormes, el sobrepeso, la papada de múltiples pliegues, las camisas abiertas, la transpiración demasiado abundante, los movimientos toscos, poco gráciles, el jadeo trabajoso, el ritmo respiratorio en la frontera del Epoc.
Habían transcurrido años opacos, burocráticos. Su regreso en 1969 con presentaciones inaugurales en Las Vegas provocó un furor, la renovación del idilio. Pero fue su último resplandor. El esplendor duró solo un año: desde 1970, su derrumbe fue público. Elvis moría a la vista de todos.
Pasaron siete años. El 16 de agosto de 1977, Ginger Alden se despertó cerca de las 2 de la tarde y vio que su pareja no estaba en la cama. Lo llamó desde allí, sin levantarse. Al no recibir respuesta, fue a buscarlo. El baño era una habitación más de la magnífica mansión. Amplio y luminoso, tenía una gran bañadera de tres metros de diámetro, televisor, y el inodoro era un gran trono negro con incrustaciones en oro.
Pero Ginger, de 20 años, no pensó en ese momento en el lujo del mobiliario. Al entrar vio a su pareja desparramado en la alfombra. El pantalón del pijama dorado enrrollado en los tobillos, un libro tirado a un costado de su voluminoso cuerpo (algunos dicen que sobre el Santo Sudario; otros que era uno ilustrado sobre las mejores posturas sexuales para cada signo del zodíaco) y la cabeza sumergida en un charco de vómito.
Ginger pegó un grito. Había más impresión que dolor o sorpresa en el alarido. Golpeó la espalda del hombre, intentó zamarrearlo pero, por supuesto, no hubo respuesta. Alertado por el grito llegó corriendo uno de los guardias de seguridad y quiso dar vuelta el cuerpo. Era imposible por su peso. Recién pudo hacerlo con la ayuda de otros dos.
Vernon, un hombre mayor de más de 70 años, se agarraba la cabeza apoyado contra una de las paredes y con un llanto ahogado se despedía de su hijo. En un rincón, sin que nadie le prestara atención, Lisa Marie, la hija de 9 años, lloraba a su papá hecha un ovillo, escondiendo la cabeza contra las piernas.
Unos 10 minutos después llegó el médico y ordenó llevarlo a un hospital. Aunque todos sabían que nada se podía hacer, levantaron los más de 130 kilos para llegar a la ambulancia que se acercaba. Pero ya era inútil. Hacía unas horas que Elvis Presley, de sólo 42 años, estaba muerto.
Al principio nadie quería advertir la caída en desgracia del Rey del Rock. Las críticas de sus recitales no contaban sus deslices escénicos, las interrupciones, las alocuciones alucinadas, la dificultad para hilvanar frases coherentes, la corta duración de los shows y el deterioro de la calidad interpretativa. Luego, pasados unos años, fue inevitable que todo empezara a verse reflejado en los diarios y en las revistas.
En el estudio de grabación no le iba mejor. Luego de algunos buenos registros en vivo, nada nuevo aparecía; pero había que seguir alimentando la maquinaria. Se llegó al absurdo de editar en 1974 Having fun with Elvis on stage, un álbum que recopilaba extractos de las cosas que decía (la gran mayoría inconexas y sin ninguna gracia) entre canción y canción en el escenario.
Sus pasos de baile se volvieron grotescos, lo mismo que esas tomas de karateca que improvisaba en escena (más de una vez y ante la permanente suba de peso, en medio de esos movimientos se le rompió la entrepierna del pantalón). Sin embargo en la mayoría de sus presentaciones seguía habiendo destellos del artista que menos de dos décadas antes había estremecido al mundo.
A pesar de su estado físico seguía exudando sexualidad, seguía imantando a las audiencias y cada tanto su voz volvía a aparecer en gran estado. Ese traje blanco cada vez más apretado, con sogas colgando, con el cuello levantado, en otro hubiera quedado ridículo pero a él no. En esos momentos todos recordaban que ese hombre seguía siendo Elvis Presley, el Rey.
Que empezaran a acumularse las quejas y las críticas negativas por sus actuaciones, pareció no importarle demasiado a Elvis, porque nada cambió. A Elvis ya no le importaba su público. A Elvis ya no le importaba nada. Su cabeza naufragaba entre nubes de confusión, pensamientos obnubilados y frases truncas. La influencia de calmantes y otras sustancias era evidente.
Sin embargo, seguía siendo Elvis. No sólo por su poder de atracción, por la atención magnética que generaba y por su repertorio. Cada tanto, su arte y su genio se manifestaban de modo incontestable. De sus últimos tiempos hay un video que demuestre como detrás de los kilos, del deterioro y de las tormentas mentales, seguía estando el artista y el genio. Es una versión de Unchained Melody en la que él se sienta al piano mientras alguien del séquito le sostiene el micrófono. La versión es conmovedora y muestra por qué Elvis es uno de los grandes artistas populares del Siglo XX.
En esos años pasaba gran parte de sus días en Graceland, su mansión de Memphis. Leía libros sobre espiritismo y experiencias religiosas, miraba televisión y no hacía mucho más a la espera de que llegara el momento de encarar una gira, entrar al estudio para grabar una canción o ir a Las Vegas para hacer alguna de sus dos temporadas anuales.
El paisaje de esa época del Rey del rock es desolador. Su soledad estremece. La paradoja es evidente. El contraste que produce el no poder moverse en público por su fama extrema, por las pasiones que motiva, y la soledad y el vacío en el que vivía.
Elvis Presley se fue muriendo a la vista de todo el mundo. En vivo y en directo. La degradación fue pública pero seguía recibiendo vivas, aplausos y bombachas y corpiños sobre el escenario. Casi incitado a ir por más, a caer más bajo.
Aunque físicamente no estaba solo. Tenía, como toda estrella que se precie, su séquito. Lo integraban antiguos amigos, guardaespaldas, familiares lejanos, algún músico de la banda y vividores. Instalados en Graceland aprovechaban todas las ventajas de la fortuna y la fama de Elvis a cambio de unas risas, compañía y escuchar alguno de los, a esas alturas, escasos ensayos. Ese entourage tenía nombre. Se hacían llamar Memphis Mafia. Pero no era más que un puñado de aprovechadores y cholulos.
Otra de las costumbres de Presley que se convirtió en mítica era su capacidad para ingerir demenciales cantidades de calorías por día. Más de 10 mil. Tomaba al menos 3 litros de gaseosa diarios. Su sandwich favorito tenía 8 mil calorías y en alguna ocasión viajó en avión privado hasta Denver para comer uno. Era el Fool’s Gold Loaf. Entre dos panes enormes un frasco de manteca de maní, otro de mermelada de arándanos y varios cientos de gramos de panceta en el medio. Una bomba. El otro sandwich de su preferencia era el de banana, manteca de maní y panceta pero una vez que estaba prensado se lo hacía freír. Sus hábitos de comida eran suicidas.
La rutina diaria empezaba a las 4 de la tarde, hora en que se despertaba. Vivía sumergido en un jet lag eterno. Un abundante desayuno y luego unas pocas actividades.
Para tener una idea se puede reconstruir cómo fue su último día. Fue al dentista a las 11 de la noche para que le arreglase unas caries, a las 4 de la mañana salió de la casa para jugar un partido de racquetball en la cancha que tenía en el parque de Graceland, pero tuvieron que suspenderlo porque garuaba. A las 5 llamaron a su doctor, la despertaron e hizo que le trajeran una gran bolsa de medicamentos aduciendo que le dolía una muela. Lo vieron tomar al menos 3 tandas de varias de esas pastillas. Pero seguía sin poder dormir. Cantó un poco y a eso de las 9 de la mañana le avisó a Ginger, su novia, que iba al baño. Ella le dijo que no se durmiera allí y volvió a conciliar el sueño. Fue la última vez que hablaron
Tres de los guardaespaldas de Elvis fueron despedidos a fines de 1976. Uno de ellos, Red West había sido compañero de colegio de Elvis y trabajaba junto a él desde antes de su explosión, desde 1955. Su primo Don West también estaba en los huestes de Presley desde fines de los 50. El tercero, Dave Hebler, había empezado a trabajar con los primeros shows de Las Vegas. Los motivos de los despidos nunca quedaron demasiado claros. El Coronel Parker, representante de Elvis, dijo que se trató de un recorte presupuestario ya que los shows se habían espaciado. Los guardaespaldas insistieron en que fueron desplazados porque ellos tres fueron los únicos que se opusieron al estilo de vida que estaba llevando Presley, los que se opusieron a que se siguiera matando.
Los tres se juntaron con un periodista que trabajaba en dos diarios sensacionalistas y le pidieron que oficiara de ghost writer. Steve Dunleavy desgrabó los testimonios de los guardaespaldas y escribió un libro repleto de intimidades escabrosas. Una enorme venganza.
Allí se contaba por primera vez la relación de Elvis con las drogas, el abuso de los medicamentos prescriptos, los problemas con las mujeres y otras intimidades más. Un típico producto amarillo y polémico que fue editado en julio de 1977.
Pese a las escandalosas revelaciones, el libro empezó su carrera comercial sin demasiada fuerza. Los fans de Elvis no querían escuchar cosas feas sobre su ídolo. Pero Elvis What Happened? fue uno de los libros más oportunamente lanzados de la historia. Menos de un mes después de su publicación, Elvis fue encontrado muerto. Y todos los que no quisieron leer antes, lo compraron para tratar de entender qué había sucedido. Fue un best seller inmediato. En Estados Unidos vendió casi 4 millones de copias.
Allí, entre otras muchas cosas, se contaba que luego de la separación de su esposa, Priscilla, Elvis ingresó en una pendiente difícil de detener. Que la relación con las mujeres era más mística y espiritual que sexual, que salía con chicas muy jóvenes de las que se enamoraba enseguida (o al menos eso les decía) y que les proponía matrimonio, con lujoso anillo incluido, en la segunda o tercera salida -en realidad no salían: las chicas eran llevadas por algún asistente a Graceland. De esa manera conoció a Ginger Alden, su última novia, la veintiañera que lo encontró muerto en el baño. Elvis vio en la televisión a la nueva Miss Tennessee y pidió conocerla. Un asistente la invitó a Graceland y ella, que estaba de novia, fue acompañado por su hermana Ginger a conocer al Rey. Ese día empezó el romance entre la estrella en el ocaso y la hermana de Miss Tennessee.
Apenas se supo de la muerte de Elvis, decenas de miles de personas se congregaron en la puerta de Graceland. Es de esos acontecimientos históricos en el que los norteamericanos se acuerdan exactamente qué estaban haciendo en el momento en que se enteró. Pearl Harbour, el asesinato de Kennedy, la muerte de Elvis. “Nunca estaremos tan de acuerdo en algo como lo estuvimos sobre Elvis cuando apareció” escribió el crítico Lester Bangs para explicar el por qué de esa devoción.
Unos días después el funeral fue acompañado por casi 100 mil personas, un larguísimo cortejo, televisado para todo el mundo.
Los medios sensacionalistas buscaron con desesperación aprovechar la situación. El que ganó la partida fue el National Enquirer que publicó en tapa una foto de Elvis en el cajón. La pagó varias decenas de miles de dólares. El morbo pudo más que la sanción social: fue el número más vendido en la historia del diario. Luego, quiso dar un segundo zarpazo. Consiguió una exclusiva con la última novia de Elvis, con Ginger Alden. Se llegó a hablar de que le iban a pagar 100 mil dólares. Una fortuna. Las negociaciones las llevó adelante la madre de la chica. Pero la falta de experiencia hizo que salieran antes unas declaraciones de ella en otro medio y al perder la exclusiva, la tarifa a cobrar fue mucho menor: en el camino perdió cuatro ceros.
Se adujo que la causa de la muerte fue una arritmia. Vernon Presley, el padre de Elvis, prohibió que se hiciera público el resultado de la autopsia durante 50 años. Sin embargo se supo que Elvis arrastraba varios problemas de salud. Constipación, hipertensión, diabetes, hígado graso. Sus órganos habían envejecido prematuramente debido al maltrato recibido.
Su séquito hizo desaparecer todos los rastros sospechosos de la casa antes de que llegaran los investigadores. Era una cuestión que ya habían determinado meses antes. El consumo de drogas de Elvis era algo evidente aunque su entorno quiso solaparlo luego de su muerte. Se supo que su médico personal le prescribió más de 8 mil pastillas en el último año de vida. El facultativo se defendió diciendo que eran para todos los que integraban el círculo de Elvis. Aún así se trataba de una cifra monstruosa. En el cuerpo del cantante se encontraron restos de 14 medicamentos distintos. 10 de ellos en dosis desorbitadas.
Luego de su muerte empezó otra historia. Y los rumores. Y las teorías conspirativas. Elvis está vivo.
Hace unos años una encuestadora norteamericana determinó que más del 10 por ciento de la población creía que Elvis seguía con vida. Internet sólo ayudó a que esas teorías proliferaran. Sostienen que quien estaba en el féretro no era Elvis (por eso el periodista Michael Cole que se logró infiltrar escribió que su cabeza parecía “una sandía enorme y mal hecha”); que el 18 de agosto un hombre muy parecido a él y llamado John Burrows tomó un avión hacia Argentina (siempre en estas teorías conspirativas hay una pista argentina); ese nombre utilizaba Presley en los hoteles para pasar desapercibido. O que el adn del cadáver no condice con el del cantante; o que fue visto en innumerables oportunidades en los lugares más recónditos del mundo; que un misterioso helicóptero negro despegó desde su casa el día que anunciaron la muerte.
Elvis, dicen, habría fingido su muerte para escapar de las presiones de la fama, para ocultar su obesidad mórbida, para retirarse a disfrutar de una tranquilidad que nunca encontraría.
Poco después de su muerte alguien quiso robarse el cadáver. Entonces los restos fueron trasladados a Graceland. En esos meses apareció un cantante enmascarado llamado Orion con un registro vocal similar al de Presley. Muchos quisieron creer que se trataba de Elvis. Pero no se puede determinar si ese fue el inicio de los rumores de que seguía vivo. La sensación es que desde el mismo día de su muerte hubo gente que se negó a creer en su desaparición. Luego fue trabajo de la sugestión colectiva y de la ceguera ante las evidencias.
El 16 de agosto de 1977, hace 44 años, moría Elvis Presley. El Rey, el hombre que cambió la música moderna. El que le agregó sensualidad y sexualidad, el que atrajo a los jóvenes. La estrella de cine. El de la voz que cautivó a varias generaciones. El mito moderno que envejeció prematuramente y que se fue derrumbando a la vista de todos. Un hombre destrozado de solo 42 años que murió solo, a pesar de que decenas de millones lo amaban.
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