Nadie sabe cómo sucedió. Cientos de miles de jóvenes de todo Estados Unidos se dirigieron, en agosto de 1969, a Woodstock atraídos por un influjo inexplicable, como si un sonido misterioso, que sólo escuchaban ellos los condujera hacia allá.
Eran los tiempos de la Guerra de Vietnam, del Movimiento de los Derechos Civiles, del surgimiento del Movimiento Gay después de Stonewall, del feminismo, de los hippies, de lo lisérgico y de las Panteras Negras. Todo ello estuvo, de alguna manera, en Woodstock. Ese medio millón de personas buscaba rock, psicodelia, ácidos, marihuana, paz, amor, una experiencia en común multitudinaria y sexo libre.
Los organizadores creían que podían llegar a convocar a 50.000 personas. Los más optimistas pensaban en 75.000. Eso hubiera significado un gran éxito: a Monterrey Pop habían ido 35.000.
Flotaba en el ambiente una necesidad de juntarse, de responder al llamado de ese afiche, algo anodino, pero al que el tiempo transformó en legendario. El brazo de una guitarra, un pájaro posado sobre ella, los colores vivos, el anuncio de los “3 días de Paz y Música” ocupando gran parte del espacio, los artistas en letra muy pequeña, los días (15, 16 y 17 de agosto) y un slogan encabezando que fue olvidado con el tiempo: Una exposición de Acuario, que hacía referencia a la Era de Acuario del musical Hair. Las entradas se vendían a 7 dólares por día, o 13 dólares por dos días, o 18 dólares por los tres. Se vendieron decenas de miles.
El martes, a tres días del evento, se calcula que merodeaban por el lugar más de diez mil personas. El miércoles la cifra ascendía a 25 mil. En ese momento los organizadores comprendieron que sus cálculos habían sido poco optimistas. El festival de Woodstock se había convertido en un suceso nacional, en un hecho generacional.
La gente llegaba al lugar sin entradas y sin dinero. Los primeros en llegar fueron afortunados; consiguieron un buen lugar para instalarse y varios fueron contratados para trabajar en la organización: todavía había mucho por hacer a horas del inicio.
El jueves, 24 horas antes de que el primer artista se presentara, la ruta de acceso al predio comenzó a poblarse. El paso era lento, pero todavía fluía. Unas horas antes, la cantidad de autos era tanta que se tardaban horas para hacer un kilómetro. Todavía había esperanzas de avanzar. La gente compartía lo que tenían para comer, tomar y fumar. Era una gran fiesta que se extendía por el asfalto durante decenas de kilómetros. Pero las horas pasaban y la situación vehicular sólo empeoraba. Los autos eran dejados en la banquina, o estacionados unos metros dentro de los campos linderos. Desde allí, el público iba caminando. Una multitud caminaba por la ruta que se había convertido, contra todo pronóstico, en una calle peatonal de una gran ciudad. Para el viernes 15 de agosto, la esperanza de avanzar en el camino se había disipado. Dejaban los autos (y los micros de aquellos que habían ido en otro medio de transporte hasta la ciudad). El atasco se extendía por casi 50 kilómetros. El embotellamiento más grande de la historia. A nadie pareció importarle. El público cantaba y bailaba empujado por la música que salía de los autos, las drogas y el espíritu de época. A mediados del viernes el tráfico dejó de ser una preocupación: la situación era imposible de solucionar y todos asumieron que esa fila infinita de autos permanecería inmóvil hasta la madrugada del lunes.
Recién en ese momento la policía tomo nota del fenómeno. Y las autoridades se empezaron a preocupar. ¿Qué pasaría si ocurría algo grave? ¿Cómo llegaría la asistencia? ¿Cómo se evacuaría el lugar con celeridad?
Pero la multitud que peregrinaba hacia el anfiteatro natural no parecía preocupada. Una construcción rectangular al costado del camino, pasó desapercibida para muchos. Era el Vassmer’s General Store, un almacén propiedad del matrimonio de Arthur y Marian Vassmer que esperaba tener unos buenos días de venta. Pero lo que sucedió arrasó con sus cálculos. El viernes sus existencias se habían agotado. Primero se quedaron sin bebidas, pan, galletitas, dulces y papel higiénico. Pero después cada elemento que pudiera comerse o servir para la higiene personal (aún aquellos que no lo hacían pero parecían que sí) se agotaron.
Mientras el público llegaba de a miles, la organización era informada que los 300 policías que había contratado no se harían presentes. El Departamento General de Policía de Nueva York les prohibió asistir.
Muchos de los trabajos se hicieron en base a cálculos demasiado hipotéticos o simples intuiciones. Para determinar la cantidad de baños que necesitaban recurrieron a un libro de campañas militares. El escenario estuvo listo pocas horas antes del inicio de las actuaciones; aunque no pudieron terminar el techo. También hubo que instalar tendidos eléctricos, más de cien líneas telefónicas (20 para la organización y 80 teléfonos públicos para que los espectadores se comunicaran con sus familiares). A último momento levantaron el alambrado que delimitaba el lugar y dispusieron las vías de acceso. Los alambrados no los fijaron con cemento, sólo los enterraron en el terreno (situación que facilitó de manera hasta ridícula su derribo posterior). Mientras terminaban de construir el escenario, instalar el sistema de sonido, montar las columnas de luces y plantar los alambrados una oleada de gente comenzó a llegar al lugar y a acampar.
No hace falta ser bueno para los números para darse cuenta que si esperaban en el mejor de los casos 50.000 personas y al final habría más de 500.000, la comida para alimentarlos durante tres días iba a quedar escasa, muy escasa. Para colmo, a los organizadores les había costado encontrar quien se hiciera cargo del asunto. Recién en la última semana encontraron un catering. Ninguna empresa estaba dispuesta darle de comer durante tres días a cincuenta mil personas. Contrataron a alguien sin demasiada experiencia pero con la voluntad de preparar hamburguesas y salchichas para esa multitud. Durante las primeras horas del viernes, las colas en los stands de comida eran larguísimas. El público pagaba y se llevaba sus hamburguesas. Pero esas colas y el hambre, convocaron a otros que a priori no pensaban consumir esa comida o que no tenían plata. Los vendedores al finalizar la primera ya cambiaban la comida por drogas. Pocas horas después, directamente, la regalaban.
El New York Times mandó a su crítico musical Mike Jahn. El hombre no estaba enterado del movimiento que se pergeñaba. Fue, ingenuamente, con un auto alquilado que le puso el diario. Al ver que la ruta estaba taponada y ser testigo del clima festivo y de la multitud que peregrinaba hacia el campo de Yaspur, estacionó el auto en la banquina y caminó hacia el pueblo más cercano. Se hospedó en un pequeño hotel y pidió refuerzos al diario. Les informó que ahí había algo mucho más grande que un festival musical: se estaba produciendo un fenómeno.
La gente llegaba con su pequeñas carpas, bolsas de dormir o sin nada de eso a quedarse todo el fin de semana. El ingreso se hizo imposible de controlar. Derribaron las barreras de contención, nadie controlaba las entradas. De facto, Woodstock se convirtió en un evento gratuito. Todos entraban. Los productores discutieron qué hacer. Algunos propusieron volver a levantar los alambrados caídos e intentar impedir el paso a los que no tenían tickets, o vendérselos. Los más sensatos comprendieron que era imposible detener a la multitud. Uno gritó, desesperado, que se fundirían. Un tercero recordó sus días en el colegio católico y sus domingos de misa y propuso enviar a un pequeño batallón de centenares de chicas jóvenes con canastas a recorrer el predio y recoger las propinas que la gente quisiera dejarles para intentar recaudar algo. Uno de ellos, mientras el resto, discutía, subía al escenario y anunció que el festival se había convertido en gratuito, que todo aquel que llegara podía ingresar. La multitud rugió agradecida.
De pronto, cuando ya había ansiedad en los presentes, hubo movimiento en el escenario. “Siéntense, párense, hagan lo que tengan ganas. Estamos listos para empezar y apuesto a que ustedes están felices por eso. Señoras y señores, con ustedes, Richie Havens”. Chip Monck, encargado del sistema de luces, oficiaba también como maestro de ceremonias y anunciaba al primer artista de la noche.
La contratación de los artistas había sido progresiva. El elenco fue ecléctico. Los empresarios se impusieron un límite de 15 mil dólares de honorarios. El único que superó esa frontera fue Jimi Hendrix que recibió el doble pero con la condición que tocara dos veces (evento que no sucedió). Janis Jopin, Creedence, Santana, Grateful Dead, Joe Cocker, Joan Baez, Tim Hardin, The Band y Jefferson Airplane fueron algunos de los 32 artistas contratados.
Pero semejante atasco impidío también que llegaran los artistas que estaban alojados en un Holliday Inn en los afueras del pueblo. Eso ocasionó que se debiera modificar la programación. El grupo que estaba programado para iniciar el festival era Sweetwater pero sus integrantes no podían llegar al lugar. Los organizadores debieron salir a buscar helicópteros. Durante esos tres días tuvieron la flota más nutrida de helicópteros de los Estados Unidos. En uno de ellos subieron a Richie Havens, quien se animó a ser el primero en presentarse en el escenario. La multitud esperaba impaciente. El concierto llevaba tres horas de retraso. Tim Hardin rechazó la oferta para ser el que rompiera el fuego. Demasiada responsabilidad (y demasiadas sustancias: cuando le tocó presentarse su actuación fue un largo balbuceo de 45 minutos). Havens fue el elegido porque en el escenario sólo lo acompañaban un guitarrista y dos percusionistas y en ese primer helicóptero, además del piloto sólo podían ir otros cuatro tripulantes. Havens apareció y cautivó al público con sus canciones, covers de los Beatles y hasta una improvisacíón como Freedom. Su set debía ser de 40 minutos pero estuvo más del doble cantando porque no había quien lo sucediera ante el micrófono. Luego de él, mandaron a Joe McDonald que tocaría al día siguiente con su banda pero como estaba en el backstage se le pidió el favor.
Antes subió al escenario alguien que no estaba en la programación. Un gurú que gozaba de bastante popularidad en la contracultura de la época, pidió dirigirse a la multitud. Swami Satchidananda subió al escenario con su túnica y su tranquilidad morosa. Fue la meditación más populosa de la historia. la multitud que no paraba de crecer. Al avanzar la noche, los músicos fueron arribando y se normalizó la programación. Uno de los puntos altos de ese día fue la actuación de una Joan Baez embarazada de seis meses que cautivó con su voz y sus canciones aguerridas. Era un mar de gente, de cabezas que se bamboleaban con la música. “Que me llevaran en helicóptero ya me pareció raro. Pero era divertido. Cuando nos acercábamos al lugar le pregunté, a los gritos, al piloto que era eso de ahí abajo. ‘Gente’, me respondió. ‘No puede ser gente’, dije. Era una mancha gigante y uniforme. Parecía imposible que hubiera tantos. En ese momento me ganó el pánico”, contó la cantautora Melanie varios años después.
Al finalizar el día, más allá del inconveniente del tránsito, los organizadores estaban satisfechos. Pero los problemas comenzarían a surgir casi sin solución de continuidad. Una mera cuestión matemática: lo que estaba previsto para 50.000 personas colapsó con la llegada de medio millón. La basura se empezó a acumular así que en esa primera madrugada hubo que despertar a los que dormían cerca del escenario (unos cuantos miles) para poder sacarla del lugar, la comida y el agua empezaron a escasear cuando faltaba todavía casi el setenta por ciento del festival. El uso indiscriminado de drogas comenzó a tener sus efectos inevitables. Como si todo eso fuera poco, en las primeras horas del sábado mientras tocaba Ravi Shankar empezó a llover. Un diluvio feroz empapó a la gente que permaneció impávida. El terreno se transformó en barro.
Mientras algunos celebraban esta demostración de la juventud, otros solían podían ver barro, hambre, sed, enfermedades, los malos viajes del ácido, el barro, el embotellamiento más grande de la historia.
Las noticias de lo que estaba sucediendo en Woodstock llegaron a todo el país. El New York Times habló de “una pesadilla”, se preguntó “¿Qué clase de cultura produce semejante desastre?” y comparó a los cientos de miles de asistentes con “lemmings que se dirigen hacia el mar a encontrar su muerte”. El gobernador Rockefeller declaró a ese sitio como Zona de Desastre. Los helicópteros de la Guardia Nacional sobrevolaban el área (de haber sido el lugar con mayor afluencia de helicópteros de la historia), pero los organizadores lograron que ni el ejército ni la policía ingresaran al lugar. Pensaron que eso provocaría pánico y efectos impredecibles. Pero el estado proporcionó comida, agua, montó tiendas de campañas médicas y proveyó servicios de emergencias para asegurarse la subsistencia de esas 500 mil personas.
Para el segundo día no se solucionó el problema de los baños, pero sí en parte el de la comida gracias a la intervención estatal. Llegaron decenas de miles de sandwiches, galletitas y latas de conservas (el problema es que no había abrelatas). Otro elemento muy apreciado eran los encendedores; quienes tenían un Zippo lo cuidaban con esmero.
Los médicos del lugar no daban abasto para atender las urgencias. No se trataba sólo de un problema de cantidad. Los médicos del pueblo no estaban acostumbrados a tratar pacientes con sobredosis o alucinando por el ácido. Abbie Hoffman, el ícono de la contracultura de los sesenta, ayudó a montar unas “Carpas Freak” para tratar a los afectados por un mal trip de ácido con procedimientos alternativos (Hoffman tuvo otra participación célebre en esos días; irrumpió en el set de The Who e intentó copar el micrófono. Pete Townshend casi lo desnuca con un golpe de su guitarra y lo echó luego de insultarlo).
En esos tres días hubo dos nacimientos y tres muertes. Dos por sobredosis y una provocada por un tractor que arrolló a un joven que dormía en el suelo. Las drogas corrían libremente pero su cantidad y calidad nadie las controlaba. Píldoras, marihuana, LSD, cocaína y hasta heroína. Algunos mezclaban todas las que podían. La paranoia se instaló cuando alguien desde el escenario alertó: “Tengan cuidado con el ácido verde”. El rumor indicaba que estaba envenenado. El problema era que circulaban muchísimos ácidos: sólo dentro de la gama del verde había más de veinte.
La música seguía. La del sábado fue la noche de The Who y su gran actuación y también la de Santana y Joe Cocker que deslumbraron con sus apariciones. Cocker abrió el día. Al finalizar su presentación, unas nubes negras cubrieron el cielo. Empezó a llover. Las gotas tenían el tamaño de pelotas de golf. Se desató un temporal. Los plomos corrían a tapar los equipos, desde el escenario pedían a las decenas de personas que estaban colgadas de las columnas que se bajaran de ellas (si alguna caía los muertos se contarían de a cientos). El viento era arrasador. Las carpas volaban sin control. Las actuaciones se suspendieron pero nadie se movió de su lugar. Cuando el temporal amainó, la música continuó. La gente permaneció sentada en un lodazal. Probablemente el más grande y célebre lodazal de la historia.
El barro se convirtió en un evento más. Carreras de deslizamiento, otra excusa más para la desnudez, para la celebración de la libertad. En las fotos se ve a muchos de los participantes desnudos. El amor libre, la sensación de libertad, la laguna. Pero el mayor inconveniente no era mostrar partes del cuerpo habitualmente cubiertas. Lo que no podían estar desnudos eran los pies. La enfermería se llenó de jóvenes con los pies cortadas por botellas rotas, piedras y otros elementos.
El domingo, el último día, fue el de Jimi Hendrix. Fue la última actuación. Su versión del himno de Estados Unidos, Star spangled banner, fue, tal vez, el tema más célebre del festival. Paradójicamente fue el que menos público tuvo. Ya había amanecido el lunes, eran cerca de las 6 de la mañana y sólo quedaban 40 mil personas.
Jimi Hendrix desde el escenario brindó el colofón a esos tres días míticos, a los que el recuerdo hace más grandes que cuando sucedieron. El guitarrista le dijo a esos últimos mohicanos, a ese menos del diez por ciento que todavía permanecía: “Ustedes han probado al mundo de lo que somos capaces con un poco de amor, entendimiento y música”.
Antes y después hubo otros festivales de rock. Con carteleras más rutilantes, con mayores comodidades (ningún mérito), con mejores resultados artísticos. Pero ninguno tuvo la relevancia cultural de Woodstock. Definió a una generación y representó por sí mismo un tiempo. La épica del barro, la música, la convivencia pacífica durante tres días, la desnudez, la libertad. El festival fue una especie de milagro, un accidente, un fenómeno que más de medio siglo después todavía estamos intentado develar.
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