George Hamilton es uno de esos seres humanos que nació bendecido o tal vez maldecido con la belleza, esa que parece una mutación de la especie humana. Como sus compañeros de época, el inolvidable Paul Newman y el genial Robert Redford, tenía todo para convertirse en algo más que una cara bonita. Sin embargo y aunque filmó más de 50 películas, sus logros como seductor son más recordados que sus trabajos como actor. Es que no cualquier mortal sedujo a la hija de un presidente de los Estados Unidos, mantuvo relaciones con su madrastra, amaneció con Liz Taylor, consoló a Marilyn Monroe y mientras estaba de “trampa” se topó con JFK en la misma situación.
Hamilton no protagonizó grandes películas pero su vida es de película. Nació en 1939 en un pueblito de Arkanas. Su papá era el líder de una banda eternamente de gira y su mamá Ann era “una auténtica seductora, la máxima belleza sureña e irresistible para los hombres”.
La banda no terminaba de despegar y Ann le recomendó a su marido encontrar una cantante, pero “el remedio fue peor que la enfermedad”. Hamilton padre contrató a June, una mujer a la que seducir le resultaba tan sencillo como respirar. El matrimonio se rompió y June pasó a ser la madrastra de George que para ese tiempo era un adolescente con las hormonas alborotadas.
Lo que sigue hoy sería delito, pero en ese momento ni siquiera parecía moralmente cuestionable. La mujer de 20 años abusó de su hijastro de 12. Perder la virginidad de esa manera no generó resentimientos en George: “No sentía ningún vínculo familiar con ella. No me sentí culpable, incluso hacia mi padre. Un psiquiatra infantil quizá diría que me estaba vengando de él por lo que le hizo a mi madre. Pero, gracias a Dios, nunca me llevaron a un psiquiatra infantil”.
El adolescente se convirtió en un joven viril, que a su atractivo físico, su altura de 1,85 le sumaba un talento natural para convertirse en objeto de deseo. Entregaba la frase apropiada, la réplica oportuna y el silencio exacto, algo que lo hacía simpático para los hombres e irresistible para las damas. Con semejantes talentos o encantos no le resultó difícil encontrar un lugar en el Hollywood de fines de la década del 50.
Mientras daba clases en un club de tenis conoció a Betty Benson que le presentó a su marido, Sam Spiegel, uno de los productores más poderosos de Los Ángeles. Antes de presentárselo, Betty comprobó que su profesor era un maravilloso amante.
Hamilton consiguió un contrato con Metro Goldwyn Mayer y en 1959 filmó su primera película Crimen y castigo. La película no fue un exitazo, pero él logro un Globo de Oro en la categoría “Principiante más prometedor”. Fue parte de Con él llegó el escándalo, protagonizada por Robert Mitchum, estuvo en Dos semanas en otra ciudad con Kirk Douglas y en Viva María acompañó a Brigitte Bardot y Jeanne Moreau. Luego de ver esas divinidades humanas en pantalla cabe preguntarse si junto con la entrada no tendrían que haber entregado pastillas para levantar la autoestima.
Como estrella de cine, Hamilton comenzó a sentir que la vida era un lugar de puertas automáticas donde ni siquiera debía preocuparse por mover un poquito el picaporte. Compró un Rolls–Royce, contrató un chofer y comenzó a ser invitado de todas las fiestas. Una noche conoció a Christine Keeler y Mandy Rice-Davies. Eran jóvenes, se dedicaban al oficio más viejo del mundo y le pidieron usar su auto con chofer, Hamilton ignoraba o dijo ignorar que iban a sus trabajos. Uno de los clientes de Keeler era John Profumo, el poderoso ministro británico y otro era, Eugene Ivanov, agregado de la embajada soviética en Londres y potencial espía. Cuando el escándalo estalló, Keeler se ocultó y Mandy intentó suicidarse. Hamilton se portó como un verdadero caballero y logró que saliera del hospital despistando a la prensa.
Para esa misma época su objetivo no era ver cuántas películas protagonizaba sino con cuántas mujeres salía. En una misma jornada desayunaba con una actriz, al mediodía paseaba con una modelo, merendaba con una millonaria y cenaba con una desconocida. No es necesario aclarar que a todas seducía, con todas hacía el amor y eso que no se había inventado la pastillita azul.
En Acapulco conoció a Alana Collins, una modelo. El primer encuentro hoy sería acoso: le pellizcó el trasero. Ella no solo no lo rechazó sino que terminó en su casa y en su cama. Se fueron a Europa. Alana compartía la misma pasión que Hamilton no piense el lector que era la literatura, el amor por los animales ni el entusiasmo por el cine, ambos amaban broncearse.
Su adicción por el bronceado se convirtió en leyenda. Su piel eternamente oscurecida se transformó en su marca personal hasta lograr que nadie recuerde su verdadero color. El hábito comenzó en un verano de Palm Beach cuando comprobó que así atraía más a las chicas. “Broncearse iba a ser para mí lo que la cabina telefónica, el divertido traje azul y la capa eran para Superman. Sin un bronceado, yo era solo otro rostro pálido entre la multitud. Con uno, podría hacer cosas increíbles”. Con el tiempo también sería un lucrativo negocio ya que protagonizó varias campañas de productos para el sol. Contrariando a todos los dermatólogos se enorgullece porque “no sufro de cáncer de piel y lo único que hasta ahora me han diagnosticado es un pequeño daño a la piel, pero que no es maligno.”
Alana entraba y salía de la vida de Hamilton, pero cuando le anunció que se casaría con Lord Lichfield, el fotógrafo y primo hermano de la Reina Isabel, Hamilton se desesperó. Se casaron en Las Vegas, llegaron en el avión de Elvis Presley y la boda la celebró un predicador alcoholizado al que le pagaron 30 dólares con un camarero por testigo. Tuvieron un hijo, Ashley, y se divorciaron en 1975. Alana se casó con Rod Stewart. Lejos de sentirse celoso del músico declaró “Compartímos un gusto aparentemente idéntico por las mujeres. Ambos estuvimos con Britt Ekland y ambos salimos con Liz Treadwell, mi novia intermitente durante más de una década”.
Su carrera como actor quedó estancada en los papeles de “gentleman”. Su mayor éxito lo cosechó en 1979 con la comedia Love at First Bite, en la que daba vida a un empobrecido vampiro que de repente tenía que arreglárselas en la moderna Nueva York.
En el cine conseguía roles olvidables, pero en su vida protagonizaba momentos inolvidables. En 1986 compartió suite en Marbella con Elizabeth Taylor. Ambos se pusieron a tomar sol. Ella lucía una tanga y un gorro de flores. No se dieron cuenta que los fotografiaban.
Al saber que saldrían sus fotos en topless, Liz se desesperó. Hamilton pasó toda la noche en el teléfono tratando de encontrar al dueño de las imágenes. Lo consiguió y lo convocó al hotel con los negativos. “Estaba a punto de quemarlos cuando Liz dijo: ‘Déjame ver’. Mientras estudiaba las fotos, me preparé para escuchar sus insultos. Pero luego vi una sonrisa maliciosa en ese hermoso rostro. ‘Me gustan. Mis pechos se ven bastante bien, ¿no te parece? Me pasó el rollo. ‘Te ves espectacular’, admití. ‘De todas formas, detesto censurar a la prensa. No es mi estilo.’ Entonces salieron las fotos y Elizabeth vendió mucho de su nuevo perfume”.
En sus comienzos, la MGM le organizó una cita con Marilyn Monroe. Cenaron juntos. Por primera vez, Hamilton se sintió intimidado por una mujer, la rubia acababa de romper con Arthur Miller y se la pasó hablando de filosofía. “¿Rubia tonta? Olvídalo. Cómo desearía haberla atrapado después de que se separó de la estrella del béisbol Joe Di Maggio”.
Una noche de pasión estaba con una de sus tantas novias completamente desnudo sobre la arena de Palm Beach cuando divisó a otra pareja en la misma situación. Se trataba del entonces senador John Kennedy acompañado por una bella modelo que además era la esposa del embajador de los Estados Unidos en Cuba. Los hombres se miraron y sin mediar palabra hicieron un típico pacto de caballeros: “no vimos nada y seguimos como si nada”.
No fue su único contacto con las “altas esferas”. En 1966, los paparazzi siguieron cada uno de sus pasos. Es que durante varios meses novió con Lynda Johnson, la hija del entonces presidente estadounidense Lyndon Johnson. Hamilton fue invitado a una cena en la Casa Blanca cuando se flecharon. Le pareció “inteligente y estudiosa”, la invitó a Acapulco y ella lo sorprendió al aceptar. Pensó que le enseñaría un par de cosas, obviamente que no de política internacional sino sobre su especialidad: el arte del bronceado, pero ella “me dejó boquiabierto al pasar más tiempo al sol que yo”. La relación no prosperó pero Lynda recuerda que “fue un momento interesante para estar viva”.
Más polémica fue su polémica “amistad” con Imelda Marcos, la primera dama más corrupta y poderosa de Filipinas con su colección de joyas por 20 millones de dólares, sus 1060 pares de zapatos, 888 carteras y 71 lentes de sol en un país que se hundía en la pobreza. Solían compartir galas y fiestas. Hamilton más de una vez la acompañó a ver exposiciones de Nueva York donde Imelda compraba cuadros con fondos robados sin que Hamilton modificara su bronceado por rojo vergüenza ajena.
En los últimos años, el actor fue presentador en algunos concursos de belleza, participó en series como Grace and Frankie y hasta fue parte de un reality británico grabado en plena selva. Sigue protagonizando comerciales de bronceador y es dueño de una cadena de salones de bronceado. “Soy como una reliquia de otra época”, sostiene y asegura que la clave para seducir a las mujeres es “escucharlas y mirarlas profundamente a los ojos”. A los 82 años no pierde su color ni esa actitud entre elegante, pícara y arrogante. “Sobreviví a las mejores épocas y peores épocas porque nunca me tomé realmente en serio. Tampoco tomé la vida en serio porque ya es terriblemente grave”. Hamilton podría haber sido un Redford o un Newman pero eligió ser este alegre seductor, ese tipo de personas con las que jamás compartiríamos la última noche en el Titanic, pero sí las otras, esas cuando el naufragio está muy lejos y la vida solo parece un eterno baile donde lo importante es pasarla bien sin importar si uno o muchos la pasan mal.
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