“Un palabra tuya bastará para enterrarme” pensaban las grandes estrellas de Hollywood cada vez que veían a Louella Parsons, la mujer más temida de la industria.
No era uno de los magnates, no tenía estudios propios, ni siquiera era directora o manejaba castings. Louella tenía una columna de chismes en el diario.
Su reinado duró cuarenta años. Lo único que logró el paso del tiempo fue endurecerla. La sensación de que nada podía herirla, el poder desmesurado de destrozar carreras o encaminarlas y la necesidad de no ceder el trono ante la aparición de hábiles y descaradas (tanto como ella) competidoras. El poder genera ese tipo de presiones e impide relajarse; un breve traspié puede significar la caída del reino.
Sus fuentes eran diversas. Policías, enfermeras, médicos, técnicos de los estudios, ejecutivos que querían perjudicar a sus rivales, representantes enojados con sus clientes, actores y actrices de segunda que a cambio de información que veían en los sets se ganaban una mención en una de las columnas periodísticas más leídas del país. Pero había otro método más para conseguir primicias y lealtad: no publicar cierta información. Una especie de chantaje que hacía que algunas figuras se sintieran en deuda con ella (para ser más precisos: ella los hacía sentir en deuda y se los recordaba todo el tiempo), Un diálogo posible con un actor según lo recrea el libro The Groove Book Of Hollywood:
Louella: ¿Quién era esa chica que estaba con vos en ese bar anoche ?
Actor: No era una chica, era mi mamá.
Louella: No era tu mamá. Estabas con Joan Smith. Supongo que le dijo a su marido que se iba a quedar trabajando hasta tarde.
Actor: Sí, de hecho paramos a tomar un café antes de ir cada uno a su casa.
Louella: Mis informantes me dicen que uno de los pechos de ella estaba en tus manos.
Actor: Justo se le rompió el vestido. La ayudé a arreglarlo.
Louella: Mentira. Pero no lo voy a publicar para no crearte problemas.
Actor: Dios te bendiga. Sos un encanto.
Louella: Ahora me tenés que llamar apenas tengas alguna noticia. Y que sea bien grande.
Actor: Te prometo que lo haré.
Y por supuesto que lo hacía en la primera oportunidad que se le presentaba. Nadie tenía deudas pendientes con Louella Parsons.
Louella nació en Illinois el 6 de agosto de 1881. Desde chica le gustó escribir. Se dedicó un tiempo a la docencia hasta que casó. El matrimonio se instaló en Iowa y allí vivieron durante muchos años. Tuvieron una hija. Tras el divorcio, ella se mudó a Chicago. Allí, en 1914, empezó a trabajar como crítica cinematográfica en un diario. A los pocos años, William Randolph Hearst compró el diario y ella fue despedida. Las noticias de cine no parecían entusiasmar a los lectores. Pero tiempo después fue recontratada en otro de los múltiples medios que poseía Hearst.
Se ganó de nuevo la atención de Hearst a través de un ardid. Cada vez que podía escribía elogios hacia Marion Davis, la corista novia del magnate que este trataba de convertir en estrella (por lo que era denostada por periodistas y colegas). Sin embargo, el gran salto se lo atribuyen a un oscuro episodio que nunca pudo ser resuelto y que produjo innumerables leyendas. Una tarde de 1924 Hearst, Marion Davis y otras celebridades salieron a navegar. En el barco estaba Charlie Chaplin y también Thomas Ince, un director de cine. Ince no volvió a tierra con vida. La versión que circuló indicaba que el magnate descubrió a su novia y a Chaplin teniendo un affaire. Cegado por los celos disparó contra él, pero en la oscuridad de la noche confundió a Ince con Chaplin. El cuerpo de Ince fue cremado con velocidad y un médico firmó el acta de defunción indicando que la causa de muerte había sido un infarto masivo. Muchos sostienen que Louella Parsons estaba en ese barco. Y que su silencio fue comprado con una columna en los medios más masivos de Estados Unidos.
Su columna de chismes fue sindicada, es decir se reproducía cada día en cientos de diarios alrededor de Estados Unidos y del mundo. Con tamaña difusión, su influencia empezó a crecer. Llegó a tener más de 70 millones de lectores.
El primer gran chisme de Louella fue el divorcio entre Douglas Fairbanks y Mary Pickford, el matrimonio más adorado de su país. Luego develó cientos de separaciones, amores clandestinos, triángulos amorosos, embarazos no deseados y adicciones varias. Su mayor satisfacción era cuando la noticia salía de su columna y ocupaba la tapa de los diarios. Lo consiguió varias veces. Una de ellas fue con Ingrid Bergman. Louella contó que la actriz, amada por el público y con una imagen angelical, había engañado a su marido neurólogo y estaba embarazada de Roberto Rosellini. La carrera de Bergman se vio profundamente afectada por esta noticia y durante años fue señalada como adúltera.
Su estilo era trabajado. Jugaba con el humor y el sarcasmo. Muchas veces no nombraba a los protagonistas de sus chismes pero daba tantas pistas y señales que nadie podía dejar de identificarlos (o producía un efecto todavía más útil para ella: esas pistas podían identificar simultáneamente a tres o cuatro actrices y la amenaza -y sus ventajas- era más amplia). Sabía de qué manera escandalizar a la sociedad. Fue una de las responsables, por ejemplo, de la caída definitiva de Frances Farmer al describir minuciosamente durante varias semanas algunos aspectos y consecuencias de su alcoholismo. Atacó a Lupe Velez durante meses y cuando la actriz se suicidó escribió un impúdico artículo describiendo sus últimos momentos. A algunas actrices logró que las despidieran tras llamar a los jefes de los estudios que nunca la contrariaban.
Se vanagloriaba de su impiedad. Un episodio legendario que se lo han atribuído a varios actores. Alguien (Joseph Cotten, Orson Welles, Clark Gable, Spencer Tracy) muy enojado por algo que Louella publicó expresó a viva voz I’m Kicking Her Ass, una expresión cuyo sentido en castellano sería el de “Voy a matarla” pero cuya traducción literal es “Le voy a patear el culo”. Y muchos dicen, atribuyéndoselo a distintos hombres, que en una fiesta esta celebridad se cruzó con Louella Parsons y el hombre sin saludarla le pegó una patada en su cola.
Ella inventó el género tal como se lo conoce hoy. El escritor español Andrés Barba escribió: “Trasladando las distancias, se podría decir que Louella Parsons es el Cervantes de la crónica rosa; el antes y el después es tan marcado que se instaura no sólo el género, sino la demanda del mismo, y el formato inicial ideado por ella es de tal efectividad que aún hoy se mantiene intacto”.
En ella se mezclan lo chismoso, el juicio inclemente, la maledicencia, algo de sadismo, sarcasmo e impunidad. Disfrutaba de su poder y de su capacidad de daño. Ella encumbraba películas, bajaba de cartel obras de teatro, consagraba desconocidos o hundía definitivamente a estrellas.
Cuando ella era la reina de los chimentos, le apareció una competidora. Para colmo era alguien de quien ella había hablado bien muchas veces en sus textos. Hedda Hopper era una actriz que nunca había podido dar el gran salto, nunca pasó de papeles menores, hasta que el estudio que la tenía contratada no le renovó el contrato. Su mayor éxito en la profesión había sido salir en las columnas de Louella; pero no se debía a sus méritos sino que se trataba de una contraprestación. Hedda aportaba información, Louella brindaba elogios gratuitos.
Al quedar sin trabajo, Hedda se dio cuenta de que varias décadas en el mundo del cine le habían dado amplio conocimiento del ambiente y sus secretos. Y que eso lo podía usufructuar. Empezó a escribir en el diario de Los Angeles competidor al de Louella. Tenía 53 años y nada de tiempo para perder. Muy rápidamente se ganó su lugar. Lo suyo era el desparpajo y el impacto. Si Louella solía jugar al misterio y a la elegancia, al insulto solapado, disfrazado de elogio, Hedda era lo contrario. Era bombástica, torrencial y siempre nombraba al que sería atacado.
Las dos divas de los chimentos entablaron una pelea feroz. Hedda había conseguido su objetivo, eligió muy bien a su enemiga. Si una atacaba a un actor, la otra lo defendía. No encontraban punto en común y cada una jugaba a ser más virulenta que la otra. En medio de esa guerra, los personajes de Hollywood sufrían porque en medio de ese tiroteo desbocado, cualquiera podía caer. El enfrentamiento las benefició a ambas. Las leían millones de personas, las hizo más conocidas y poderosas. Hedda Hopper pasó de estar desempleada a, en pocos años, comprarse una fastuosa mansión a la que bautizó como “La casa que construyó el miedo”.
A Hedda la contrataron a instancias de algunos popes de los estudios. Creyeron que de esa manera neutralizarían a Louella. La jugada les salió mal. Sólo consiguieron crear otro monstruo. Y activar a Louella Parsons que al encontrar una rival, alguien que le podía hacer sombra, volvió a parecer la de sus comienzos.
Louella defendía lo que hacía afirmando que sólo mostraba el lado humano de las estrellas, que de esa manera demostraba que eran personas iguales que los que iban al cine cada semana. “El descubrimiento de Louella Parsons es tan simple como demoniaco; la intimidad, lo más secreto de lo secreto, lo vergonzoso, hace que la cotidianeidad de las vidas ordinarias adquiera puntualmente relevancia”, escribió Truman Capote.
Pero el papel de Parsons (y también de Hopper) es más complejo e influyente de lo que parece. No sólo compartía secretos e intimidades de la farándula. El daño que producía no sólo se reducía a la persona aludida por ella. Lo que Louella hacía era bajar línea de manera permanente. Así favoreció la instalación de la homofobia haciendo salir del closet a muchos actores (o lo que es peor obligándolos a casarse con una mujer como pantalla), instó el nacionalismo exacerbado o fue una de las grandes cazadoras de brujas durante el macartismo, utilizando sus notas para denunciar infiltraciones comunistas en cada rincón de Hollywood. Ella, la chismosa, era la gran censora, la gran moralista de la industria.
Louella vestía con mucha elegancia, con un sombrero pequeño ladeado, maquillaje abundante y la mirada maligna. En una manifestación del Síndrome de Estocolmo, aunque todavía no se lo conociera así, era invitada a cada gala, a cada cena importante y a cada estreno. Nadie quería que ella se enojara.
Fue una perseguidora pertinaz de Orson Welles. Cuando se enteró de qué trataba El Ciudadano exigió verla en una sesión privada exclusiva para ella y dos abogados de Hearst. Luego escribió contra Welles (lo hizo durante décadas) y abogó por la censura del film. Habló con distribuidores y dueños de cines para que no pasaran la película. En muchos casos, lo consiguió. Se dice que impidió que la dieran en 17 estados.
Se retiró a mediados de los sesenta. Los tiempos habían cambiado y ella ya mostraba signos de deterioro. Murió en diciembre de 1972. Tenía 91 años. Su entierro fue bastante concurrido. Alguna actriz cuando le preguntaron por qué había ido, respondió: “Quería asegurarme que estuviera muerta”.
Sus últimos años los pasó en un geriátrico. Estaba sola y estragada por la demencia senil. Su actividad favorita era sentarse frente a la televisión. Pero no le interesaban ni los noticieros, ni los deportes ni las novelas. Ella se entusiasmaba cuando ponían películas viejas. En ese momento parecía encenderse. Cada vez que aparecía un actor o una actriz famosa rejuvenecía y recuperaba energías. Con todas sus fuerzas -fuerzas que segundos antes cualquiera hubiera jurado que la habían abandonado hacía años- le gritaba a la pantalla. Insultaba a la estrella de turno, a la vieja gloria de Hollywood y casi quedándose sin voz la amenazaba con revelar con quien se había acostado.
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