El 1 de agosto de 1934 todos los ministros alemanes fueron convocados de urgencia al despacho del Canciller, Adolf Hitler. Nadie faltó. Hitler había regresado hacía muy pocas horas de un viaje breve. Había estado en Neudeck, una ciudad alemana en la que agonizaba el presidente alemán, el Mariscal von Hindeburg. El motivo de la visita no fue piadoso; no fue a dar sus respetos finales ni a acompañarlo en sus últimas horas. Hitler se trasladó esos kilómetros porque necesitaba confirmar él mismo que era cierto lo que le decían sus fuentes. A Paul von Hindenburg le quedaban pocas horas de vida. Ese era el momento que había esperado tanto tiempo. Al entrar a la habitación del convaleciente, Hindenburg lo confundió con el Kaiser Guillermo, lo llamó “Majestad” lo que llenó a Hitler de alegría porque pensó que merecía título y porque confirmaba la definitiva decrepitud del presidente. Su voz era frágil como si cada palabra pronunciada le quitara horas de vida. Hitler estuvo apenas un minuto al pie de la cama. No simuló una sonrisa, ni sobreactuó dolor. Estaba urgido por regresar a la cancillería. Antes habló con los médicos que le confirmaron que a Hindenburg le quedaban unas pocas horas de vida.
Cuando los ministros entraron a su despacho los esperaban unas hojas y costosas lapiceras. La mayoría firmó sin leer. Total no tenían la posibilidad de oponerse. La Ley del Jefe de Estado Alemán disponía que en caso de sucederle algo al presidente, el cargo quedaría subsumido en el del canciller. Y quién ejerciera esas dos funciones sería llamado Führer.
Hitler argumentó que el pasado de Hindenburg era tan grande que nadie más debería usar su título. Casi como lo que hacen en la actualidad algunos equipos deportivos que retiran la camiseta tras el abandono de la actividad de un jugador legendario. Los motivos de Hitler eran menos ingenuos. De esta manera obtenía el poder total. La eliminación de las instituciones, la acumulación de poder y funciones estatales en una persona consolidaban la dictadura total.
Al día siguiente, el 2 de agosto, Hindenburg murió. Tenía 87 años y era presidente alemán desde 1925, después de haber conducido las tropas alemanas en la Primera Guerra Mundial. Era también pese a las claudicaciones de los últimos tiempos, la última barrera que tenía Hitler para acaparar todo el poder. Hitler ordenó que se le brindaran unas exequias fastuosas y que fuera enterrado en Tanneberg, escenario de la mayor victoria alemana en la Primera Guerra Mundial, contradiciendo un deseo de Hindenburg que deseaba que sus restos descansaran junto a los de su esposa (el hijo del matrimonio, en 1945, ante el avance del Ejército Rojo, desenterró los restos de sus padres y los llevó a otro lugar para que no fueran profanados).
En el mismo momento en que supo que el presidente había muerto, Hitler puso en práctica la ley que había hecho firmar la noche anterior. Había comenzado el Tercer Reich.
Esta nueva autoridad nacional, el canciller y Führer que concentraba todo el poder manejaba también las fuerzas militares, era el comandante en jefe de ellas. Los altos jefes más cercanos al nazismo juraron ese mismo día una nueva fidelidad. No lo hicieron a su país, ni a la constitución, ni siquiera a la figura del canciller. El juramento de lealtad era personal, hacia Adolf Hitler. Y cada soldado alemán lo repitió: “Hago ante Dios este sagrado juramento de rendir obediencia incondicional al Führer del Reich y Volk alemanes Adolf Hitler, comandante supremo de las fuerzas armadas, y estaré dispuesto en todo momento a arriesgar mi vida como un valiente soldado por este juramento”. Los jefes militares creían que de esta manera, Hitler les iba a deber algo y que, al mismo tiempo, quedaría atado a ellos, dependiendo de ellos y de su fuera. Otros, los tradicionalistas, con agradable nostalgia, veían en el juramento un regreso a los tiempos del Kaiser.
Otro aspecto que había que resolver era la validez de esa Ley del Jefe de Estado Alemán. De manera muy evidente contradecía y violaba una de las disposiciones de la Ley de Habilitación que se había dictado en 1933. Esa ley anterior había sido uno de los pasos hacia el estado dictatorial. Eliminaba las facultades del órgano legislativo y las depositaba en el canciller. Sin embargo establecía de manera taxativa la permanencia de la figura del presidente: sus derechos y atribuciones permanecerían intactos como mínimo dique de contención. Pero a Hitler poco le importó. Tampoco a los jueces que avalaron la situación afirmando que era válido porque había sido dictado por el Führer. Esa confirmación de los tribunales fue el último paso para que el poder total se concentrara en Hitler.
Su palabra era ley. Los habitantes y funcionarios debían hacer lo que él dijera y ordenara porque eso tenía fuerza obligatoria, de norma ineludible. Ya no importaban los votos ni las leyes. Sólo importaba la palabra del Führer.
Desde que Hitler fue nombrado Canciller una serie de mojones marcaron su acumulación de facultades y la limitación y extinción de derechos y libertades. El incendio del Reichtag, la eliminación de éste, la decrepitud de Hindenburg y la Noche de los Cuchillos Largos, que fue la última barrera fáctica que cruzó para consolidar su situación.
Las SA se habían convertido en un problema. Estas milicias del partido nazi, mezcla entre fuerzas parapoliciales, turba y organización gangsteril, fueron creadas para acceder al poder y sembraban el terror oficiando de brazo armado para instalar el nazismo en cada rincón del país. Pero luego de conseguirlo, sus integrantes y en especial, Ernst Rohm, su líder, quisieron seguir en funciones y teniendo cada vez mayor influencia. Eran grupos violentos, cuyo modus operandi era el matonismo y el asesinato, que no deseaban perder influencia. Al contrario, sus ambiciones, en especial las de Rohm, eran inmensas. Casi tanto como las de Hitler. El primer paso en el plan de Rohm era integrar las SA al ejército y así manejar las fuerzas militares. Esto generaba un natural resquemor en los hombres de armas. La idea que un advenedizo, arbitrario e incontrolable, se quedara con su institución causaba repulsión en los tradicionales militares. Así comenzaron a presionar para que Hitler detuviera los avances de Rohm. Los militares no se dieron cuenta que si Hitler ganaba esa batalla, ellos quedaban en manos de otro advenedizo, arbitrario e incontrolable, tal vez peor que el otro.
Limitar a Rohm y a las SA se convirtió en una necesidad para Hitler. De otra manera, el que podía caer era él. Sin embargo estuvo mucho tiempo sin dar una orden, sin saber cómo resolver esta situación, esperando que se resolviera sola. Al ver que eso no ocurría y al recibir cada vez más presión de los jefes militares, Hitler impulsó una matanza nocturna para desguazar a la cúpula de las SA. La Noche de los Cuchillos Largos ocurrió menos de un mes antes de la muerte de Hindenburg. Las cifras exactas de muertes de esa noche no se conoce. Cientos de miembros de las SA y militares fueron ejecutados sin pasar por la justicia. Las ambiciones políticas de los líderes de las SA fueron aniquiladas. A Ernst Rohm lo detuvieron y le dejaron un arma con una sola bala para que se suicidara. Pero no lo hizo. Veinte minutos después, alguien entró a su celda y lo ejecutó. Los nazis blandieron un telegrama de Hindenburg que felicitaba a su canciller por los hechos de esa noche. Mucho años después se supo que la misiva era apócrifa. Se supo que el presidente mostró su disgusto por el asesinato de dos generales de su confianza.
La Noche de los Cuchillos Largos tuvo un notable efecto práctico para Hitler. Acalló uno de los escasos focos de oposición que quedaban en pie, fortaleció la locura nazi, dejó conforme a los jefes militares que pedían que fuera preservado su poder y su influencia, le dio autoridad a Hitler sobre éstos y, por último, funcionó como muestra del poder de escarmiento contra el que osara levantar la voz o accionar contra el nazismo. Unos meses antes, Hitler lo había anunciado en un discurso: “Nuestros enemigos serán eliminados brutalmente y sin piedad”. Aunque parezca mentira esas eran palabras públicas de un líder de un importante país europeo. Ahora demostraba que era capaz de cumplirlas, que no se trataban de meras amenazas.
Estos hechos, esta suma del poder público en una persona, la unanimidad que parecía establecerse, no fue motivo de preocupación en Alemania. En el resto de Occidente, los medios comentaban las noticias con azoramiento y estupor. Pero Hitler siguió adelante.
El 19 de agosto dispuso un plebiscito en el que la población debía aceptar la nueva situación, avalar que Hitler hubiera eliminado la presidencia y concentrara en la figura de Führer todas las decisiones de gobierno, de estado y militares; ejecutivas, legislativas y judiciales aniquilando la división de poderes. El 90% de los alemanes votaron favorablemente.
Hitler había conseguido lo que siempre anheló: el poder total. Ya no quedaban amenazas internas ni límites para él. Un titular de un diario alemán de esos días de agosto es lo suficientemente elocuente: “Hitler es hoy la totalidad de Alemania”.
Ya sin enemigo internos, Hitler empezó a mirar más allá de sus fronteras.
Lo que sigue lo conocemos todos.
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