Es la mamá del espacio. No es que lo haya parido, cuando ella llegó, él ya estaba. Pero le dio cobijo, impulsó su desarrollo, echó luz sobre sus zonas oscuras y, sobre todo, sobre las más desconocidas; compartió sus aventuras, cuando no las inspiró, develó y asimiló sus secretos, intentó comprenderlo, casi siempre con éxito; le dio los mejores años de su vida, plegaria atendida de todas las madres, y ahora, que es una señora mayor de 63 años, la NASA celebra con su hijo dilecto, este Universo de todos, que haya todavía mucho más que aprender de él y con él.
La NASA nació gracias a la Unión Soviética. Suena raro, pero así fue. El 29 de julio de 1958 abrió sus puertas, que ya no se cerraron, aunque el nacimiento oficial no llegó hasta el 1 de octubre de ese año. Todo había empezado en abril, cuando el presidente Dwight Eisenhower envió al congreso de Estados Unidos el borrador de un proyecto de ley que creara una Administración Nacional de la Aeronáutica y del espacio (NASA por su sigla en inglés) para lo que recomendaba la fusión entre la Agencia de Misiles Balísticos del Ejército (ABMA) y el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica (NACA), fundado en 1916 para la investigación y el desarrollo de aeronaves. El secreto de todo estaba en los misiles.
¿Qué quería Eisenhower? Contrarrestar el poderío tecnológico de la URSS, en manos en ese entonces de Nikita Khruschev, que aparecía como un poderío ilimitado y temible. Y lo era, al menos temible. ¿Y de dónde le venía a Khruschev esa pasión por el espacio? Esa es parte de la divertida historia de la carrera espacial.
Antes de contarla, justicia para la NASA. En sesenta y tres años de vida, lo que sabemos del Universo, y también lo que ignoramos, se lo debemos a esa agencia americana. Arrancó detrás de los soviéticos, pero los superó hasta que la geopolítica y el sentido común convirtieron a los viejos enemigos en socios, al menos en el espacio.
El 31 de enero de 1958, cuando la NASA todavía no existía, Estados Unidos lanzó su primer satélite espacial, Explorer. Le había ganado de mano el Sputnik soviético, lanzado el año anterior y origen de toda esta historia. El 5 de mayo de 1961, la NASA envió al primer americano en orbitar la Tierra, Alan Shepard. Iba detrás del éxito del mes anterior del soviético Yuri Gagarin. En 1962, el 20 de febrero, John Glenn se convirtió en el primer estadounidense en ser puesto en órbita a bordo de la cápsula “Friendship”, impulsada por un cohete Atlas. Siete años después de Glenn, la misión Apollo XI puso al primer hombre en la Luna: Neil Armstrong. Y, minutos después, al segundo, Edwin “Buzz” Aldrin. La NASA creó los transbordadores espaciales, los primeros vehículos reutilizables de la historia: sus misiones Columbia, Challenger, Discovery, Atlantis y Endeavour volaron ciento treinta y cinco misiones y llevaron al espacio a trescientas cincuenta y cinco personas.
Las sondas Voyager, lanzadas en 1977 son los objetos creados por el Hombre que más lejos han llegado, andan hoy por la frontera del sistema solar. Fue la NASA la que logró hacer regresar sanos y salvos a los astronautas de la Apollo XIII, después del dramático “Houston, we’ve a problem”. ¡Y qué “problem” tenían! En 1977 la NASA puso sus ojos en Marte y envió al primero de los vehículos en andar por esa tierra roja. También creó la Estación Espacial Internacional, el único lugar habitado por el Hombre fuera del planeta. La misión Juno partió en 2011 rumbo a Júpiter, llegó seis años después, y desde entonces orbita ese planeta para saber qué hay detrás de sus permanentes tormentas. El Telescopio espacial Hubble, lanzado en 1990 fue el primer gran ojo de la NASA en el espacio: envió más de un millón y medio de observaciones astronómicas y fotos de más de cuarenta mil objetos espaciales. Le siguieron el Observatorio de Rayos Gamma Compton, lanzado en 1991, ya desintegrado; el Telescopio Chandra, lanzado en 1999 y que es el primero de Rayos X y el más sensible del mundo. El último de los ojos de la NASA en el espacio es el Telescopio Infrarrojo Spitzer, en actividad entre 2003 y 2020.
Las hazañas de la NASA también tienen sus mártires. Los primeros, los astronautas Virgil Grissom, Ed White y Roger Chaffee: murieron el 27 de enero de 1967, en tierra, cuando estalló durante un ensayo el módulo de la nave Apollo I. El 28 de enero de 1986, a poco de despegar, estalló el transbordador Challenger y murieron sus siete tripulantes. Lo mismo ocurrió con el Columbia, el 1 de febrero de 2003: se desintegró al entrar a Tierra, sobre los estados de Texas y Louisiana, y también murieron sus siete tripulantes.
Lo último de la NASA anda por Marte. Es el Rover Perseverance que tomó muestras de ese suelo rugoso y extraño. En abril de este año, un polizón autorizado del Perseverance, el helicóptero Ingenuity, alzó vuelo en ese planeta, mientras en este peleábamos contra el Covid 19, para revelar algunos datos inquietantes: sus fotos señalan el lecho de un lago en el que hubo agua; si hubo agua, tal vez haya habido vida. Tal vez hay algo ahí. ¿Y si hay algo allí?
Este fue el lema jamás admitido por la NASA: a lo mejor hay algo. En 1961 el entonces presidente John Kennedy le puso el listón bien alto a la agencia espacial: poner un hombre en la Luna, traerlo de regreso a salvo, que era lo más difícil, y lograr la hazaña antes de 1970. Cuando le preguntaron a Kennedy por qué la Luna, contestó: “Porque está allí”. Muy de Kennedy. Pero nada era tan banal. En el fondo, además de la carrera contra la URSS, latía la incógnita todavía no revelada: tal vez había algo allí.
Khruschev no se planteaba saber qué había en la Luna, o en Marte, ni siquiera a cien kilómetros fuera de la atmósfera. Estados Unidos espiaba a la URSS desde el aire, y la URSS no podía hacer lo mismo con Estados Unidos. Al mismo tiempo, como reveló Serguei Khruschev en su monumental biografía, apologética porque era su hijo, “Nikita Khruschev and the Creation of a Superpower”, el líder soviético de los años 50 había entendido que las guerras del futuro ya no estarían constreñidas a tanques, aviones y artillerías, que esas armas, esos despliegues y esas estrategias iban a quedar obsoletas y que el arma del futuro eran los misiles.
Lo había visto en persona durante la Segunda Guerra, cuando en los tramos finales del avance soviético sobre Berlín, la URSS había empleado lanzaderas misilísticas montadas en camiones o en tanques. Aquellos misiles llevaban una poderosa carga explosiva y hacían un ruido muy particular al ser lanzados, un silbido profundo primero y agudo después, así que las tropas rusas bautizaron a aquellas lanzaderas como “el órgano de Stalin”. Khruschev modificó las fuerzas armadas de su país, las redujo en hombres y las dotó de nueva tecnología con la idea de atacar a distancia y con efectividad: los misiles podían llevar cargas nucleares. Eran el futuro de la guerra.
Estados Unidos tenía otra arma tecnológica. No era mortal. Era el avión espía U2, capaz de tomar nítidas fotografías a más de quince mil metros de la tierra. Con base de operaciones en Afganistán y en Turquía, fronteriza con la URSS, los U2 tenían al día una radiografía de los emplazamientos militares soviéticos y hasta de sus cosechas.
Khruschev estaba desesperado. No podía operar con aviones similares sobre Estados Unidos porque carecía de bases vecinas. Años después, cuando tuvo un país amigo desde donde espiar a su rival, Cuba, eligió amenazarlo con misiles nucleares y no con aviones espías. Fue el ingeniero Andrei Tupolev, diseñador y constructor de aviones, el que sugirió que una tecnología satelital podía resolver el drama de cómo espiar a Estados Unidos. El programa espacial soviético, aún nonato, fue una decisión militar.
El 4 de octubre de 1957, la URSS lanzó el primer satélite artificial de la Tierra, y el primero en la historia. Lo llamó Sputnik, como Putin llamó a la vacuna rusa contra el Covid. Era un cachivache de 508 kilos, parecido a una pelota de playa, cincuenta y ocho centímetros de diámetro, con cuatro antenas enigmáticas que orbitó la Tierra mil cuatrocientas cuarenta veces y envió datos telemétricos y de temperatura; era visible, o perceptible, en las noches y era audible todo el día: emitía cada tanto un bip, bip, que en Estados Unidos sonaba como cañonazos en el orgullo patrio. La noticia del lanzamiento llegó en pleno cóctel de celebración del Año Geofísico Internacional en Washington. Y sacudió muchas entretelas. Cuando le preguntaron a un alto funcionario de la NACA (que se iba a fusionar para dar paso a la NASA), qué esperaba hallar Estados Unidos en caso de un exitoso vuelo a la Luna, el tipo contestó: “Rusos”.
Para colmo, un mes después la URSS volvió a enviar otro Sputnik al espacio, esta vez, tripulado por el primer ser vivo que orbitó la Tierra: una perrita callejera, Laika, de fatal destino.
Los éxitos soviéticos aceleraron el nacimiento de la NASA. Eisenhower tomó la decisión, después de una presión intensa de políticos y militares. El general era un héroe de la Segunda Guerra, cabeza del desembarco aliado en Normandía y de la liberación de Europa de los nazis. Al contrario de lo que pensaba Khruschev, a Ike -así le decían y su slogan de campaña fue “I Like Ike”- le sonaba imposible el estallido de otra guerra mundial. Pero el desarrollo armamentista basado en misiles le pareció muy importante, sobre todo si la URSS llevaba ventajas. Contaba entre sus expertos con el alemán Wernher von Braun, que había pegado el salto justo después del suicidio de Hitler y se entregó a los aliados antes de caer en manos de los soviéticos. Von Braun era el científico que había construido las bombas voladoras V-1 y V-2, las armas preferidas de Hitler, precursoras de los misiles, que habían sembrado el terror en Gran Bretaña durante la guerra. Los británicos, con su típico humor, no perdonaban demasiado a Estados Unidos el haber contratado al ex nazi, si es que era un ex, y decían a quienes quisieran escucharlos: “Ah, sí… Von Braun, un científico muy inteligente. De joven ya apuntaba a las estrellas… y hacía blanco en Londres”.
Von Braun fue quien desarrolló la cohetería estadounidense y el impulsor del desarrollo de su industria espacial, civil y militar. Eisenhower era un tipo práctico: congregó a un equipo de científicos notables, encargado de diseñar y hacer posible el proyecto, pero puso todo el desarrollo de misiles en manos militares y de Von Braun. Y ordenó fundar la NASA. Como los rusos ya habían enviado grandes sondas a la Luna, el paso a dar por Estados Unidos era el de enviar un hombre al espacio.
La URSS no sólo había enviado sondas a la Luna. Para cuando nació la NASA, el poder militar soviético pudo provocar una tragedia. Serguei Khruschev lo recuerda así en el libro dedicado a su padre: “Aquel día, padre llegó a casa presa de gran agitación. Se había desarrollado un escenario de pesadilla. Después de que se lanzó un misil R-7, hubo una falla en el instrumento que lo controlaba. El proyectil sobrevoló Kamchatka, salió de nuestro territorio y continuó en dirección a Estados Unidos. Afortunadamente, se le acabó el combustible y la última etapa, junto con su vehículo de reentrada, cayó al Océano Pacífico. Nadie supo si los estadounidenses habían detectado y rastreado o no su trayectoria. Padre estaba muy molesto. Un incidente así podría haber iniciado una guerra”.
Khruschev acuñó una frase: “El apuro genera peligro y desperdicio”. Pero Eisenhower sí estaba apurado. La fusión entre ABMA y NACA que dio origen a la NASA, permitió que las fuerzas armadas americanas protegieran sus propios intereses en la investigación espacial y que el resto de la NASA estuviese centrado en el costado civil de los proyectos y en la exploración. Eisenhower parecía el hombre indicado para conciliar los intereses militares y civiles. El Congreso y el Senado elaboraron y publicaron el “Acta Nacional de Aeronáutica y Espacio”, que fijó los objetivos de la NASA entre los que figuraban: expandir el conocimiento humano sobre la atmósfera y el espacio, desarrollar vehículos para transportar instrumental y seres vivos al espacio, preservar el liderazgo de Estados Unidos en la ciencia espacial y aeronáutica y aportar descubrimientos de utilidad militar. Todos siguen vigentes hoy, a sesenta y tres años fundada la Agencia.
Los primeros administradores juraron su cargo el 8 de agosto de 1958: eran Keith Glennan y Hugh L. Dryden y debían manejar a unas ocho mil personas con un presupuesto de 340 millones de dólares. Hoy la NASA tiene un presupuesto de 22.629 millones de dólares y 17.200 empleados. Cuando Armstrong y Aldrin alunizaron, la NASA apenas tenía diez años de vida como agencia espacial americana. Antes de saltar a aquel territorio desconocido, Armstrong lanzó su famosa frase: “Este es un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigante para la humanidad”.
Eso es lo que ha hecho la NASA desde que nació.
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