Los engañó a todos. Los dejó ir convencidos de que lo habían engañado, o de que le habían dicho media verdad, que es otra forma de la mentira, y sin decirles una palabra de su propio secreto. Detrás de su apariencia de campesino tosco, un poco brutote, intimidante y criminal -de eso nadie tenía dudas- José Stalin, el líder de la URSS al terminar la Segunda Guerra en Europa, era un tipo astuto, cruel, monstruoso: no había otra forma de liderar una nación en guerra que perdió a más de veinte millones de personas, o de mandar a morir en los gulags a millones de opositores, sin que nadie hiciera tronar el escarmiento.
Ahora, en julio de 1945, Stalin iba a embaucar a los dos líderes del resto del mundo, Harry Truman, presidente de Estados Unidos, y Winston Churchill, primer ministro del Reino Unido. Los tres estaban reunidos en Potsdam, en la Alemania vencida. La guerra seguía en el Pacífico contra Japón, el peso de esos combates lo llevaba Estados Unidos y en menor medida los ingleses, y Truman quería que Rusia se metiese con todo en esa guerra para terminar con el indomable imperio japonés. A Stalin le preocupaba sólo adueñarse del Este europeo. Eso se discutía en Potsdam, detrás de las buenas maneras y de los bien regados brindis entre los aliados triunfantes.
Había un secreto: la bomba atómica. Truman sabía que había sido probada con éxito en la base aérea de Álamo Gordo, Nuevo México. Churchill sabía que Truman sabía que la bomba era exitosa. Había que decírselo a Stalin, sin decirle lo que encerraba esa arma todavía secreta: el poder desatado de la energía atómica. Había que enterar a Stalin, sin decirle la verdad. Había que engañarlo a medias. Esta es la historia de aquellos dieciséis días que precedieron a Hiroshima, hace setenta y seis años, y de cómo el malicioso soviético engañó a sus aliados que intentaron engañarlo.
El 16 de julio de 1945, el mundo entró en la era atómica y Estados Unidos puso fin a un proyecto en el que fue decisiva la participación de Albert Einstein. Fue el gran científico alemán, radicado ya en Estados Unidos, quien en 1939 escribió una carta al presidente Franklin D. Roosevelt instándolo a financiar la fabricación de la bomba, antes de que la fabricaran los alemanes a punto de desatar la Segunda Guerra Mundial. En realidad, los méritos también son de un chico que tonteaba en una playa y de una secretaria diligente. Pero esa es otra historia que deberá ser contada algún día.
Cuando estalló la primera bomba atómica de la historia, científicos, invitados especiales y las tropas de la base aérea, todos alejados a más de diez mil metros del sitio del estallido, muchos protegidos por muros de cemento, vieron la primera nube en forma de hongo, envuelta en una luz cegadora, elevarse a más de trece mil metros con un poder destructivo de quince a veinte mil toneladas de TNT. La torre a la que estaba aferrada la bomba, se vaporizó.
Al día siguiente, el presidente Truman, ya en Alemania, recibió un telegrama: “El niño ha nacido bien”, que no le informaba sobre un tierno acontecimiento familiar, sino sobre el éxito militar de Álamo Gordo. Ese día, 17 de julio, empezó la conferencia de los tres grandes, la primera con Truman junto a Churchill y a Stalin, porque Roosevelt había muerto el 12 de abril, sin ver, pero con la certeza, del triunfo aliado en Alemania.
Ese mismo martes 17, en el palacio ruinoso, rodeado por minas terrestres y bajo estrecha vigilancia soviética donde vivía la delegación británica, Churchill recibió la visita del secretario de Guerra americano, Henry Stimson. Dice Churchill en sus “Memorias”: “El 17 de julio llegó una noticia que podía conmover al mundo. Por la tarde, Stimson estuvo en mi casa y me puso delante un telegrama que decía: ‘El niño ha nacido bien’ Así fue cómo me enteré de que algo extraordinario acababa de suceder. Significa –me dijo– que el experimento del desierto de México ha tenido éxito. La bomba atómica es una realidad”.
Al día siguiente, Truman recibió un informe técnico de los efectos devastadores de la nueva arma que confió de inmediato a Churchill mientras le confiaba su decisión de arrojarla sobre Japón para poner fin al conflicto. Aquel fue un día muy intenso porque fue el que abrió la conferencia de Potsdam y el del primer encuentro entre Truman y Stalin, a solas y fuera del plenario general que reunía a las tres delegaciones. Truman anotó en su diario sus impresiones sobre Stalin: “Pocos minutos antes de las doce, levanté la vista del escritorio y allí estaba Stalin, en la puerta. Me puse de pie y avancé para encontrarme con él. Extendió la mano y sonrió. Yo hice lo mismo, temblamos... y nos sentamos”. Fue una charla informal en la que intercambiaron elogios y agradecimientos por su exitosa alianza contra Hitler. Hablaron sobre la guerra con Japón: Estados Unidos esperaba que los soviéticos se unieran a ella. Stalin dejó en claro su idea de dominar los territorios que la URSS controlaba ahora en Europa. Truman se abstuvo de decirle una sola palabra sobre la bomba atómica. Después de su charla a solas, los dos líderes se reunieron con sus asesores, almorzaron, conversaron como entre amigos, brindaron mucho y posaron para las fotos. Truman anotó esa noche en su diario: “Puedo lidiar con Stalin. Es honesto, pero inteligente como el infierno”.
No sabía con quién se había metido.
Las reuniones formales de Potsdam enfrentaron varios dramas de posguerra: la administración de la Alemania derrotada y en ruinas; las fronteras de posguerra de Polonia, que la URSS quería extender hasta territorio alemán; el lugar que le correspondía a la URSS en Europa del Este, esto es, hasta donde se iban a extender sus dominios; las reparaciones económicas del conflicto y cómo poner fin a la guerra en el Pacífico con Japón.
Fue Potsdam la conferencia que fijó cuatro zonas de ocupación en Alemania, un proyecto elaborado en Yalta en febrero de ese año con Roosevelt todavía vivo, y que esas cuatro zonas fuesen administradas por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la URSS. También estableció un consejo compuesto por representantes de las cuatro potencias para decidir el futuro como naciones de Alemania y Austria, un destino que debía perseguir lo que se conoció como “Las Cinco D”: desmilitarización, desnazificación, descentralización, desindustrialización y democratización. También fue Potsdam la que decidió exigir a Japón su rendición incondicional, pese a la advertencia del emperador Hirohito de que no iba a aceptar una demanda como esa.
A diferencia de las anteriores reuniones de los tres líderes políticos de Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, en Potsdam creció la desconfianza. Con la guerra terminada en Europa, cada nación estaba más preocupada en sus propios intereses del futuro, que en los de sus anteriores socios y aliados. Churchill además, sospechaba de Stalin, que se negó a negociar el futuro de las naciones del este europeo bajo dominio soviético. Empezaba a tejerse lo que Churchill llamaría después una “cortina de hierro” sobre Europa.
Sólo restaba informar a Stalin, un antiguo aliado bajo sospecha ahora, pero aliado al fin, de la nueva gran arma de Estados Unidos. Truman se tomó su tiempo. El 24 de julio aprobó los planes para arrojar cuanto antes una sobre Japón. Su orden decía: “El Grupo Mixto 209 de la 20ª Fuerza Aérea arrojará la primera bomba especial tan pronto el estado del tiempo permita el bombardeo visual, en cualquier momento después del 3 de agosto de 1945, sobre uno de los siguientes blancos: Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki”. Y ese día decidió decirle la verdad, parcial, a Stalin, porque ya tenía el compromiso del soviético de luchar contra Japón: un esfuerzo que Estados Unidos no iba a necesitar después de Hiroshima y Nagasaki. También decidió hablar de manera informal con Stalin, en una charla a solas pero pública y sin darle al anuncio toda la importancia que en verdad tenía.
Al día siguiente, 25 de julio, hace ya setenta y seis años, al término de las deliberaciones plenarias, cuando líderes y asesores se habían levantado de la enorme mesa redonda y formaban grupos de dos, tres o cinco personas que comentaban las decisiones del día, Truman llamó a Stalin a un aparte. Conversaron con sus intérpretes de por medio. Truman sólo dejó caer una pista sobre la nueva arma. Dijo a Stalin, casi con indiferencia, que Estados Unidos había desarrollado con éxito una nueva bomba, mucho más poderosa que las conocidas hasta ese momento, de una inusual fuerza destructiva. Y nada más. Stalin no pareció estar impresionado por la noticia.
A cinco metros de distancia, los ojos avizores de Churchill lo registraban todo. Y esto es lo que escribió en sus memorias: “Sabía lo que se proponía revelar el Presidente y era vital medir el efecto que la noticia ejercería sobre Stalin. Pareció quedar encantado. ¡Una nueva bomba! ¡De un poder extraordinario! ¡Probablemente decisiva en la guerra contra el Japón! ¡Qué suerte! Esta fue la impresión que saqué en aquel momento. Estoy seguro de que Stalin no tenía la menor idea de la importancia de lo que acababa de oír (…) Si hubiera tenido alguna idea de la revolución que se estaba produciendo en los asuntos mundiales, su reacción hubiera sido muy distinta (…) Pero su rostro permaneció alegre y cordial y la conversación entre los dos gobernantes llegó pronto a su fin. Mientras esperábamos nuestros coches, me encontré junto a Truman.
-¿Cómo fue la cosa– le pregunté.
-No me hizo ninguna pregunta –respondió. (…)”
Stalin tenía respuestas, no preguntas. Conocía el “Proyecto Manhattan” bajo el que Estados Unidos diseñó y construyó la bomba atómica. Y lo sabía porque lo habían adelantado sus espías, o sus agentes comunistas, o los simpatizantes de la URSS que tenían acceso directo a aquel proyecto, entre ellos el físico y doctor en Filosofía Klaus Fuchs, miembro del Partido Comunista de Alemania desde 1932.
Tal vez Stalin no conocía el poder devastador de la bomba americana, que Churchill sí conocía por testimonio directo de Truman y sus ministros, pero podía intuir el poderío atómico porque sus propios científicos, los de la URSS, estaban metidos hasta las cejas en el proyecto atómico soviético, que era ultra secreto y que Truman y Churchill ni conocían, ni imaginaban. Ese fue el origen de la cara de póker de Stalin cuando Truman le habló del arma poderosa y no, como pensó Churchill, que el ruso no tenía idea de lo que acababa de oír.
Los burladores burlados de Potsdam regresaron a Washington y a Londres: Truman con la decisión de terminar la guerra en el Pacífico y empezar a forjar un nuevo país, que había emergido poderoso, triunfante y desarrollado acabada la Guerra; Churchill con la súbita certeza de que sería derrotado en las siguientes elecciones.
Pero Stalin volvió a Moscú en estado de alerta. El desarrollo atómico americano ponía a la URSS en peligro por lo que emplazó a su gente a acelerar el desarrollo de la bomba atómica soviética. La reacción de Stalin se conoció muchos años después, cuando Anatoly Dobrynin, el diplomático que fue embajador en Estados Unidos por un cuarto de siglo, reveló lo que en su momento le había contado Andrei Gromyko, el ex canciller de la URSS que había estado en Potsdam junto a Stalin.
Contó Dobrynin en sus memorias: “Truman mencionó, como de paso, que los Estados Unidos habían probado una bomba poseedora de enorme poder destructivo, sin llamarla bomba atómica. Stalin asintió con la cabeza y no dijo nada. Churchill escribió en sus memorias que Stalin, evidentemente, no había comprendido la importancia de la noticia. Pero Churchill se equivocó. Cuando Stalin retornó a sus oficinas, de inmediato llamó a Igor Kurchatov, jefe de nuestro propio proyecto súper secreto de bomba atómica y, citando a Truman, le ordenó acelerar su trabajo. Kurchatov se quejó de sus dificultades: primero, el proyecto estaba consumiendo cantidades enormes de energía eléctrica, por entonces muy escasa en nuestro país devastado por la guerra, y, en segundo lugar, no tenía a su disposición suficientes tractores para desmontar un bosque siberiano y construir plantas nucleares. Stalin se decidió allí mismo. En primer lugar, la energía se tomaría de varias grandes zonas pobladas, con excepción de sus fábricas, y sería desviada hacia el proyecto atómico, y, en segundo lugar, puso a disposición de Kurchatov dos divisiones de tanques, para que sirvieran como tractores”.
La URSS hizo detonar su primera bomba atómica el 22 de agosto de 1949. Era un calco de la bomba americana.
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