El 24 de julio de 1917, en el Palacio de Justicia de París y a puertas cerradas, un consejo de guerra se dispone al debate. La Primera Guerra Mundial entraba en su último año y los jueces deben determinar si “la mujer Zelle MacLeod llamada Mata-Hari” es la agente H-21, culpable de “espionaje e inteligencia con el enemigo” alemán. Su defensor es uno de sus antiguos amantes, el abogado Clunet.
Nacida como Margaretha Geertruida Zelle, en Holanda, en 1876-, la bella bailarina recibirá la humillación de escuchar a otro ex amante, Vadim Maslov, declarar en calidad de testigo que ella era una “aventurera”. Un testigo a favor fue el diplomático Henri de Marguière, que asegura que la conoce desde hace tiempo y que puede garantizar su probidad.
Pero el destino le juega en contra a la bella. O la razón de Estado. Hay motines en el frente por los reveses militares y una opinión pública descontenta clama por culpables. Mata-Hari es la culpable ideal. Es esa clase de mujeres que los hombres aman frecuentar pero no precisamente en público. Y que las mujeres suelen detestar. La candidata perfecta para un buen escarmiento.
Impávida, ella lanza lo que casi fue una declaración de principios: “¿Ramera? Lo admito. ¡Pero espía jamás! Siempre viví para el amor y el placer”
En tiempo récord -bastaron 40 minutos de deliberación- el tribunal la declara culpable y la envía ante el pelotón de fusilamiento. Las actas del juicio fueron desclasificadas en 2001, por lo que se conoce el expediente de unas 600 páginas.
Muchos sostienen hoy que a Mata Hari la perdió su imprudencia, que no era realmente una agente doble y que sirvió de perfecto chivo expiatorio por hallarse en el momento y en el sitio equivocados.
Lo cierto es que, agente o no, réproba o inocente, enfrentó el pelotón de fusilamiento con una calma y dignidad sorprendentes, según el testimonio del único reportero que lo presenció.
Pero vayamos al comienzo de esta historia. Pese a ser holandesa, Mata Hari tenía una piel morena que llevaba a muchos a considerarla extranjera, exótica. La tomaban por euroasiática, lo que luego habilitó las fantasías que ella misma difundió y utilizó artísticamente sobre su verdadero origen.
Era hija de un comerciante de sombreros de la ciudad de Leeuwarden. En su Holanda natal, Margaretha hizo sus primeras y tempranas armas en el ejercicio de la seducción. Fue expulsada de la escuela normal de Lieden por enrollarse con el director, quien también pagó caro el pecado, ya que fue destituido del cargo.
Margaretha se casó muy joven con un capitán 19 años mayor que ella, y con quien se mudó a la isla de Java, Indonesia, por entonces colonia holandesa. Tuvo dos hijos, el varón murió prematuramente. Fue un matrimonio desgraciado, ya que Rudolph MacLeod era un alcohólico violento. Margaretha se refugia entonces en el estudio de la cultura javanesa y en especial del baile.
De regreso a Holanda, se divorciaron en 1902 y él conservó la custodia de la única hija que les quedaba. Margaretha, que le había tomado el gusto a la vida exótica de las colonias, decidió instalarse en París.
Es allí donde nace de nuevo, reinventándose como Mata-Hari, el 13 de marzo de 1905, día de su debut con ese nombre como bailarina de cabaret. Actúa en una sala de espectáculos privada dentro del “Museo de Estudios Orientales”, disfrazada de princesa de Java, cubierta de oro y jade y con medias color carne… ¡y causa sensación!
Era una función para un público selecto, auspiciada por un mecenas, Émile Guimet, y consistía en escenas en las que el dios hindú Shiva -el de los seis brazos- recibía el homenaje de varias princesas, entre ellas, Mata Hari, nombre hindú que significa “sol” u “ojo de la aurora”.
De acuerdo con la célebre escritora francesa Colette, que asistió al debut -su presencia es signo del nivel del público, lo que se suele llamar el “tout Paris”- Mata Hari “no bailaba casi, pero sabía desvestirse progresivamente y mover su largo cuerpo moreno, delgado y orgulloso”.
Ese fue el gran arte de Mata Hari: el strip tease muy osado, muy sensual -muy cuidado se suele decir hoy- y un look sexy-exótico que le daba misterio a su atractivo.
Tras el éxito del espectáculo, vienen las giras de la troupe que integra Margaretha por toda Europa y un poco más allá: Madrid, Montecarlo, Berlín, Viena, La Haya y El Cairo se suceden una a otra, mientras la sensual artista va coleccionando “mecenas” en la high society de la época. Políticos, empresarios, militares, nobles. Entre sus conocidos, están el diplomático francés Jules Cambon y el Príncipe heredero de Alemania.
Se toma muy en serio su papel y asegura ser una princesa indonesia conocedora de los bailes tradicionales y otros rituales exóticos hindúes. Seduce no sólo con sus audaces performances sino también con las fotografías para las que le gustaba posar.
Pero el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, viene a embarullarlo todo.
Margaretha, originaria de un país neutral, tiene la ventaja de poder viajar libremente por Europa pese al conflicto. Vive por entonces a todo lujo en el Grand Hôtel de París, donde se cruza permanentemente con uniformados de muchas charreteras. Su dominio de varios idiomas le abre puertas.
A fines de 1916, se enamora de un capitán ruso que está al servicio de Francia, Vadim Maslov, de apenas 21 años. Ella ya ronda los 40…
El joven resulta herido y es internado en un hospital de campaña en Vittel, en la disputada región de Lorena, por entonces en manos alemanas. Ella quiere visitarlo y para que le faciliten el viaje acepta espiar al Príncipe heredero alemán, a quien como se dijo conoce, para brindar información a los franceses.
El oficial de contrainteligencia capitán Ladoux ofició de reclutador de la novel espía, cuyos servicios fueron retribuidos con una considerable suma.
Mata Hari debe hacer un gran rodeo para llegar a destino. Va primero a España, también neutra, donde tomará un barco hacia Holanda para desde allí ingresar a los territorios bajo dominio alemán.
En una escala en Falmouth, el servicio de inteligencia británico la interroga infructuosamente, ya que la encuentra sospechosa. Viendo que se complica la llegada a Alemania, Mata Hari vuelve a Madrid, donde seduce al agregado militar alemán, el mayor Arnold von Kalle. Aparentemente, los alemanes conocían la calidad de "espía francesa" de Mata-Hari y la intoxicaban con falsa información.
Pero en los cables que este oficial envía a Berlín informando sobre submarinos que van a Marruecos y otras informaciones sobre planes británicos, menciona a un “agente H-21” que “se habría vuelto útil”. Interceptados estos mensajes por los aliados, concluyen que H-21 bien puede ser Mata Hari, y que quizá fue una agente alemana desde el comienzo.
Ella, enterada del regreso de su joven amante herido, pero ajena a las elucubraciones sobre su posible involucramiento con los alemanes más allá de lo aceptable, decide volver a Francia. Su tendencia a inventarse un pasado y un origen misterioso, útil para la aventura amorosa y la seducción, se le va a volver en contra.
Regresa a París el 4 de enero de 1917, y es arrestada en el hotel Elysée Palace por el capitán Bouchardon. La leyenda dice que salió desnuda de la bañadera y, luego de vestirse, ofreció a los policías que venían a arrestarla unos chocolates dentro de un casco alemán…
Será interrogada por Bouchardon en la cárcel Saint-Lazare, hoy desaparecida. Ella admite haber recibido dinero de oficiales alemanes pero aclara que no fue por espionaje, sino por otro tipo de servicios… En su neceser, encuentran tinta simpática, invisible.
Meses más tarde, el 24 de julio, el juicio y la condena. Tres martillazos en el estrado que la sentenciaron a muerte.
En la madrugada del 15 de octubre de 1917, Margaretha fue despertada para recibir la notificación de que sería fusilada ese mismo día, porque su último recurso, un pedido de clemencia presidencial, había sido rechazado. Recibió la noticia con notable serenidad.
Se levantó despacio de la cama y preguntó si podía escribir dos cartas, lo que hizo con rapidez. En cambio, se tomó todo su tiempo para vestirse. Medias de seda negras, zapatos de taco con cordones y, sin quitarse el kimono de seda con el cual dormía, se echó encima una larga capa negra de abrigo con capucha de piel y en la cabeza un gran sombrero de fieltro negro con lazo.
“Lentamente y con indiferencia, aparentemente, se calzó un par de guantes negros -escribió en su despacho para la agencia International News Service el reportero británico Henry Wales que cubrió la ejecución-. Entonces, dijo con calma: ‘Estoy lista’. Y la comitiva salió de la celda hacia el automóvil que esperaba”.
La acompañaban en el trance un sacerdote y dos monjas de caridad, además de su abogado y de Bouchardon, que cumplía su tarea hasta el final.
Mata Hari fue llevada a las barracas del regimiento de Vincennes, en las afueras de París donde ya estaba formado el pelotón de fusilamiento, integrado por doce soldados, que no sabían de qué fusiles saldrían las balas mortales. Se negó a ser vendada. Derecho concedido. Cuando estuvo frente al pelotón, lanzó un beso hacia los soldados, como el saludo final del espectáculo que fue su vida.
"No se le movió un músculo", atestigua Wales, en el momento en que los oficiales se echaron el rifle al hombro esperando que el sable del comandante bajara dando la señal de disparar.
Apuntaron todos al pecho de la mujer; cuatro balas dieron en el blanco. “Ella pareció colapsar. Lentamente, inerte, se fue doblando sobre sus rodillas, la cabeza seguía erguida y sin el menor cambio de expresión en su rostro. (…) Entonces cayó, la cintura quebrada, las piernas dobladas (…) el rostro vuelto hacia el cielo”.
Un oficial se acercó, le apoyó la pistola en la nuca y le dio el tiro de gracia. Tenía 41 años.
Este trágico final le dio a Mata-Hari una fama póstuma mundial que seguramente la infeliz nunca imaginó. Convertida en mito, su mismo nombre se volvió sinónimo de cortesana espía, intrigante, femme fatale… No es nuevo el estereotipo de la mujer que se sirve de sus encantos para arrancarles a los hombres confidencias y secretos en la cama, pero Mata-Hari, justificadamente o no, lo encarnó como ninguna.
Ahora bien, ya muerta, su historia deparaba algo más. Como nadie reclamó su cuerpo, fue donado a la ciencia. A finales de la década del 50, su cabeza, que había sido embalsamada y se exhibía en el museo de ciencias de París, fue robada.
Fue su acto final. El último misterio.
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