El cadáver se encontraba en la cámara frigorífica de un depósito judicial. Una ficha con su nombre colgaba del dedo gordo de uno de sus pies. Mucha gente pidió verlo: era el enemigo público número uno. Así lo había bautizado la prensa. Para quienes lo conocieron, su rostro parecía más duro y cruel ahora que dos balazos habían cercenado su vida. Poco después, le entregaron el cuerpo a su padre, un granjero de Mooresville, en Indiana. Pero, ¿era realmente el muerto John Herbert Dillinger?
Era y no era él. Se había borrado las huellas de los dedos con ácido. Se había teñido: el pelo y el fino bigote. Un cirujano le esfumó una antigua cicatriz carcelaria. Pero el agente especial del FBI Melvin Purvis, un hombre que se ponía guantes blancos antes de disparar –como una simbólica barrera entre la ley y el crimen–, no tuvo dudas. Su presa, con una bala en la espalda y otra en un ojo, caído con la cabeza en el cordón de la vereda, los pies en las piedras de la calle, y una pistola Colt automática en la mano derecha que no llegó a disparar, era Dillinger, 31 años, ladrón de bancos. La emboscada, en la puerta del cine Biograph, Lincoln 2433, Chicago, y en el anochecer del 22 de julio de 1934, ordenada por el mítico, discutido y eterno Edgar Hoover y planeada por Purvis y su grupo, no podía fallar. Dillinger, traicionado, cayó en una trampa perfecta.
Pero ya llegaremos a ese punto…
Ahora estamos en Indianápolis, Indiana, y es el 22 de junio de 1903. John Wilson Dillinger y su primera mujer, Mary Ellen Lancaster, han tenido un hijo y lo han llamado John Herbert Dillinger. Desdichado casi desde el principio –su padre huyó tres años después y su madre era alcohólica–, creció en la calle, sin un dólar, y buscando una salida se alistó en la Armada. Pero no estaba hecho para tales disciplinas: desertó pocos meses después, y fue dado de baja sin honra militar. Pero ese paso le alcanzó para conocer las armas: sus herramientas de las que viviría, mataría y moriría.
Apenas cumplidos sus 21 años se casó con Beryl Ethel Hovious, de apenas 16, decidido a ser "un hombre de familia", como suele decirse, conseguir trabajo e insertarse en un mundo regido por las leyes. Pero no tuvo suerte… o no la buscó, acaso obedeciendo a su inconsciente. Porque una noche de 1924, un ladronzuelo de poca monta, Ed Singleton, le pidió ayuda para asaltar al tendero Frank Morgan, un honorable y muy conocido vecino. Chapuceros sin experiencia ni cerebro, cayeron presos al otro día. Ed pudo pagar un abogado que le consiguió una mínima condena: dos años. Pero John, sin medios, por el mismo delito pasó nueve años entre rejas…
Allí, en el patio, rodeado de "lo peor de cada casa" (Serrat dixit), aprendió a jugar al béisbol. Y fue tan bueno que, según un entrenador que lo vio, "en condiciones normales pudo ser un gran profesional".
Pero otras cosas también aprendió…
En la lavandería de la prisión, varios penados le enseñaron, además de otras sombrías destrezas, una especialidad peligrosa pero muy rentable: asaltar bancos.
El objetivo y el momento no podían ser más propicios. Desde 1929, los Estados Unidos soportaban el flagelo de La Gran Depresión: despidos masivos, familias que perdieron sus casas hipotecadas y sus ahorros, y un panorama que se agravaba día a día.
En mayo de 1933, John salió en libertad condicional y formó su primera banda con aquellos compañeros que había conocido con traje a rayas: Harry Pierpont, Russell Clark, Charles Makley, Walter Dietrich y John Hamilton.
Primer atraco: un banco en Blufton, Ohio. Botín escaso y rápida caída: el 22 de septiembre, John fue a parar a la cárcel estatal, listo para ser juzgado. Pero cuatro días más tarde, cuatro de aquellos compañeros, recién fugados de una prisión de Indiana, robaron uniformes policiales, se presentaron ante el sheriff Jessie Sarber, y le dijeron que debían llevar a John a la misma cárcel que habían burlado. Sarber, desconfiado, sospechó, y les pidió sus credenciales. La única que logró fue un balazo…
Rescataron a John, y en su celda encerraron al sheriff y a su mujer. Hasta entonces no habían violado ninguna ley federal, pero Hoover y su FBI recibieron un pedido de búsqueda e identificación de la banda. La captura estaba en marcha…
Pero también el asombroso raid de John Dillinger y los suyos. Armados con pistolas y ametralladoras robadas del arsenal de la policía de Auburn, Indiana, asaltaron media docena de bancos según el plan y el método urdidos en sus días carcelarios.
Elegir bancos pequeños, por lo común con escasa custodia, en pueblos aislados de las grandes ciudades.
Entrar de golpe, por sorpresa, mostrando armas, gritando "Todo el mundo al suelo", y mientras dos controlaban al aterrado público, otros dos o tres vaciaban las cajas chicas y el tesoro, abierto por el gerente con una pistola en la nuca.
Todo debía suceder a velocidad de rayo: no más de cinco minutos, mientras otro personaje de la banda vigilaba la calle. Por supuesto, el banco elegido debía estar muy cerca de una calle o carretera anchas: vías para un veloz escape hacia refugios seguros.
Se habían impuesto no derramar sangre (clave para condenas menores). Pero John Hamilton mató a un policía en Chicago, y el oficial William O'Malley cayó muerto en el tiroteo del asalto al Primer Banco Nacional del Este de Chicago.
Sin embargo, lejos de despertar temor y odio entre la población, la Banda Dillinger fue admirada, y su jefe, idealizado como un moderno Robin Hood: un ladrón justiciero…, aunque jamás nadie recibió ni medio dólar de los atracos.
La raíz del fenómeno fue La Gran Depresión. Muchos bancos quebraron, y otros, entre las turbulencias de la crisis, incautaron los depósitos de sus clientes, y también las casas de quienes no podían levantar las hipotecas. Y así como la Ley Seca (1919 a 1933) elevó a la enésima potencia el contrabando de licor, el gansterismo y los crímenes de la Mafia, sus delitos convirtieron a Dillinger, para cierta cultura popular, en un vengador, alabado también por sus fugas, su estampa, su atractivo sexual… Pero el principio del fin no estaba lejos.
Después de arrasar algunos bancos en Florida y en Tucson, Arizona, se alojaron en el Historic Hotel Congress de esa ciudad con nombres falsos, y dispuestos a repartir el botín entre manjares, el mejor whisky –o bourbon– y el mejor champagne.
Era el 23 de enero de 1934.
Y en pleno festín, estalló un incendio. Imposible escapar. Algunos bomberos los reconocieron por las fotografías publicadas en los diarios, avisaron a la policía, y Dillinger, Pierpont y el resto fueron esposados y encerrados en la cárcel de Crown Point, Indiana, para ser enjuiciados por el asesinato del oficial O'Malley.
En la habitación del hotel encontraron armas a granel, y 25 mil dólares –una fortuna en esos años–.
La carrera del Enemigo Público Número 1 parecía terminada. Sobre todo porque la prisión de Crown Point tenía fama de inviolable. A prueba de fugas…
Pero el tres de marzo, dos meses después de caer en la celda, Dillinger sacó de la galera otro de sus trucos. Con paciencia y una hoja de afeitar, talló un pedazo de madera hasta darle forma de revólver, lo oscureció con pomada de lustrar zapatos, y en un descuido del guardia que le llevaba su ración de comida, lo amenazó con ese engendro, lo obligó a abrir la celda, lo encerró, se abrió paso, amenazante, y escapó en el auto de la sheriff Lillian Holley: un poderoso y recién estrenado Ford V8…
Pero cometió un error. Cruzó el límite entre Indiana e Illinois con un auto robado. Violó una ley federal. Y el FBI se lanzó con todo a su captura. Pierpont y Makley fueron condenados a muerte. Clark, a cadena perpetua. La primera banda de Dillinger estaba aniquilada.
Pero él, libre, se refugió en Chicago con su novia, Evelyn Frechette, y se asoció con varios pesos pesados del crimen: Homer Van Meter, Lester Joseph Gillis, Baby Face Nelson, Eddie Green y Tommy Carrol.
Los asaltos a bancos siguieron. Pero el FBI –y en especial el implacable agente Melvin Purvis, el hombre de los guantes blancos– ya no perdería la partida ni haría el ridículo.
El tres de abril mataron a Eddie Green e hirieron a Dillinger, que huyó con su novia a Mooresville, Indiana, donde vivía su hermanastro. Evelyn cometió otro error: fue a Chicago a visitar a un amigo, y el FBI la atrapó. Multa de mil dólares, y dos años en prisión. Un último intento de Dillinger no pudo terminar peor: Nelson mató al policía Carter Brown, y el resto huyó y se dispersó.
Las bandas estaban terminadas.
Pero antes del telón final, Hoover y Melvin Purvis, en una reunión, discutieron acerca de Dillinger. Hoover le preguntó porqué estaba tan seguro de atraparlo. Y Purvis desplegó dos concepciones de esa batalla. Las que acabarían por decidir el resultado. Según el agente de los guantes blancos, Dillinger era un criminal de los viejos tiempos. Una fuerza ciega sin más armas que su codicia, su astucia y sus balas. En cambio, en los nuevos tiempos, la ley disponía de armas tradicionales, pero también de flamantes métodos de identificación, de archivos, de seguimiento, de agentes infiltrados, de información local llevada al plano federal: todo dato de todo el país y al mismo tiempo.
Es leyenda que Purvis terminó esa reunión con estas palabras: –Por eso Dillinger está perdido. Por eso lo emboscaré y lo mataré.
Poco tiempo después, al empezar julio de 1934, el Enemigo Público se refugió en el burdel de su novia Anna Sage, una inmigrante rumana ilegal. El 22 a la mañana decidieron ir al cine. Dillinger optó por el film policial Melodrama en Manhattan, en la sala Biograph, función nocturna. Fueron él, Anna y una amiga. Anna, vestida de rojo.
En la calle Lincoln, Melvin Purvis y sus hombres, ocultos, rodearon el lugar. Al salir –olfato para el peligro–, Dillinger sospechó algo raro. Pero apenas tuvo tiempo de llevar su mano derecha al bolsillo en que llevaba su Colt. Dos balazos lo borraron para siempre.
¿Por qué Purvis y los suyos estaban allí? Estrategia pura. El FBI sabía que Anna Sage regenteaba un burdel y vivía en los Estados Unidos de modo ilegal. El acuerdo fue tajante: "Entregue a Dillinger, o será deportada inmediatamente".
La señal fue el vestido rojo.
El fin de esta historia. ¿O no?
En 2019, a 85 años de la balacera, la sobrina de Dillinger, Carol Thompson, exigió que exhumaran el cadáver de su tío, enterrado en el cementerio Crown Hill de Indianápolis. La mujer se basa en los dichos de un forense llamado J.J. Kearns, quien indicó que el cadáver era de un tal James Lawrence. La teoría -que para el FBI es un conspiración- es que Anna Sage, en connivencia con Dillinger, engañó a Purvis y fue al cine con otro hombre. La pandemia puso en stand by el procedimiento. Pero quizás pronto haya novedades.
Sí es segura una cosa: testigos será imposible encontrar: una de las granjas que sirvieron de escondite para el gangster fue vendida cinco años después de su muerte a una empresa cerealera. Su dueña, Rose, falleció de cáncer en 1943. Anna Sage, la Dama de Rojo, no dejó huellas: se supone que regresó a Europa. Melvin Purvis se retiró, escribió sus memorias y murió de un infarto en 1950. El cine Biograph fue convertido en un teatro llamado Victoria Gardens. Y el bar Lou Malnati’s, en cuya vereda cayó Dillinger, aún conserva un cartel con su foto. Y cada 22 de julio, el aniversario de su muerte, sirve copas a mitad de precio.
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