Es una obra de arte. Se estrenó hace ochenta años y no la vencieron ni el tiempo, ni los empujones de la técnica, ni la muerte, que se llevó ya a todos sus protagonistas, guionistas, productores y a su director, Orson Welles, que tenía 25 años cuando la filmó.
Es una obra de arte que empieza con un gran yerro. Charles Foster Kane, El Ciudadano, muere solo y en soledad, con apenas un murmullo en sus labios: “Rosebud”. Eso mueve a un periodista a rastrear el significado de esa palabra y el pasado de Kane. Ese es el nudo del filme. Pero, si Kane muere solo, ¿quién le oyó murmurar “Rosebud”?
La leyenda dice que le advirtieron a Welles del yerro y que él decidió dejarlo (o tenía que hacer la peli de nuevo) y que pocos críticos y espectadores se dieron cuenta. El desacierto, sin embargo, puede haber desatado una revolución en el mundo del cine: el espectador ve a Kane, y le escucha murmurar “Rosebud”. Y si lo ve y oye el espectador, no hace falta más.
El periodista que rastrea la vida de Kane encuentra a un chico pobre, que se hace rico de golpe porque su madre vive sobre una mina de oro y se convierte en un poderoso hombre de la prensa. Primer atractivo del filme. Kane quiere ser político, además de dirigir un diario sensacionalista, el New York Inquirer. Segundo imán de la peli. Lo guía el bien común, que va a parar a la basura cuando El Ciudadano se lanza a conquistar poder. Sus andanzas políticas y periodísticas mezclan ambición, corrupción y poder, negocios sucios, extorsiones, cierta decadencia ramplona exhibida en fiestas suntuosas, sobornos, chismerío.
Kane tiene una amante, con la que luego se casa, a la que quiere convertir en gran estrella de la ópera. La muchacha no tiene ni talento, ni vocación, ni agallas. Pero Kane tiene una cadena de diarios, una red de emisoras y una enorme fortuna. Más atractivo: la realidad no existe, se puede crear otra, como Kane crea a Susan Alexander, su amante y soprano frustrante.
Esto de que la prensa recrea la realidad, es un dulce inevitable para los populismos en acción de cualquier época y cualquier país. Sin embargo, Kane llega a comprender que su Susan es un desastre en escena y él mismo escribe una crítica demoledora. Susan intenta suicidarse, el matrimonio se rompe, Kane destroza la habitación de su ex mujer en su lujosa mansión y palacio Xanadú.
Su vida se derrumba. Muere con el enigmático “Rosebud” en los labios. La última escena une ese nombre con el de un trineo sobre el que Kane fue feliz en su infancia lo que plante otro atractivo inevitable: qué nos hace ser como somos.
La película no tuvo demasiado éxito en Estados Unidos. Meses después de su estreno Japón bombardeó Pearl Harbor y hasta el final de la guerra no existió una valorización estética de la película de Welles. Fueron los franceses, cuándo no, quienes mejoraron la reputación de El Ciudadano y el éxito en Estados Unidos llegó con su reestreno en 1956.
Antes, todo fue escándalo. La historia de Kane pretendía narrar la del magnate periodístico William Randolph Hearst, que le apuntó a la película con todos los cañones de sus diarios. Intentó incluso sobornar a los estudios RKO para que destruyera la película antes de su estreno, presionó, con éxito, para que Welles eliminara algunos fragmentos, en especial el que hacía referencia a la muerte de un magnate amigo de Kane en una de sus lujosas fiestas. El magnate del cine Thomas Ince había muerto en una de las fiestas de Hearst. También trató de desprestigiar a su director y protagonistas con los artículos de la gran chismosa de Hollywood, Louella Parsons.
De poco sirvió que quedaran claras cuáles eran las diferencias entre Kane y Hearst, que eran varias. En enero de 1941, después de una exhibición privada para unos pocos elegidos, la revista Friday publicó un artículo que comparaba las coincidencias entre Kane y Hearst, una por una. Hearst también era amante de una actriz, Marion Davis, de no mucho talento a la que quería imponer como gran actriz, como Kane quería hacer soprano de coloratura a su Susan Alexander. Y ese era el verdadero motivo por el que Hearst saboteaba el estreno de Ciudadano Kane.
Por supuesto, Welles se encargó de proclamar que había sido Hearst quién más había divulgado la idea de que la película era sobre su vida, y que Parsons, su chismosa favorita, quien había identificado a Kane con Hearst.
Era inevitable porque había un pequeño detalle, no tan pequeño, relacionado con la enigmática palabra “Rosebud – Capullo de rosa”. Ese era el nombre que Hearst daba a las partes íntimas de su amante, Marion Davies.
Más allá del escándalo y del descaro creativo de Welles (la película, considerada hoy como la mejor de la historia del cine, ganó sólo un Oscar, al mejor guion y estuvo nominada a nueve) Ciudadano Kane o El Ciudadano, revolucionó la técnica narrativa, con flashbacks enriquecidos por el montaje y por los efectos visuales, la sala de ópera colmada por ejemplo, que estaban casi en embrión en el cine.
El trineo freudiano que arde con el nombre “Rosebud” y cierra la película lo tiene Steven Spielberg. Lo compró en 1982 por cincuenta mil dólares.
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