Iba por el mundo buscando la mejor comida. Eso, comida. Porque hablar de mejores platos no sería correcto. A veces, consideraba, esa comida no venía presentada en fina vajilla, emplatada. A veces se comía con la mano o desde bandejas plásticas, servilletas o platos de cartón. Los restaurantes con estrellas Michelin, pero, también, los puestos callejeros o las casa de familia. Sin prejuicios.
Anthony Bourdain fue el enfant terrible de la gastronomía mundial. Encanto y opiniones contundentes. Una mirada diferente que, con premeditación, intentaba separarse del resto. Libros, programas de televisión, conferencias, programas de televisión globales. Una novia hermosa, una hija que lo adoraba, dinero, fama, viajes, algo que se parecía al mejor trabajo del mundo y prestigio. Parecía que Bourdain lo tenía todo. Por eso, cuando tres años atrás se quitó la vida en un hotel francés, la noticia sorprendió al mundo. Pero también lo habitaba una enorme disconformidad. Nunca le alcanzaba, su búsqueda era incierta, condenada a la insatisfacción.
Luego vinieron los rumores, los intentos de explicaciones y hasta algún reparto de culpas. Pero, se sabe, los reales motivos de un suicidio son insondables.
Si él se dio a conocer por develar lo que estaba oculto en las cocinas de los restaurantes más refinados, guardó sus secretos, sus heridas abiertas, los fantasmas que no podía dominar. Le resultó más sencillo mostrar el lado oscuro del mundo de la alta gastronomía que el propio.
Él decía que era el Chuck Wepner de la cocina. Wepner era un boxeador mediocre (le decían “El sangrador de Bayona”, imagínense cómo sería su estilo si el detalle preponderante de su personalidad era la cantidad de veces que sangraba por pelea) que tuvo el gran momento estelar de su vida cuando enfrentó a Muhammad Ali. Nadie confiaba en él, se estimaba que fuera un pobre partenaire. Pero no solo hizo una gran pelea, sino que derribó a Ali en el noveno round (aunque terminó perdiendo en el round 15). Esa pelea de Wepner inspiró a Stallone para crear a Rocky Balboa. Y así se veía Bourdain ante los grandes chefs del mundo. Podía ponerse a la par de cualquier grande pero con mucho esfuerzo y sacrificio. El genio culinario pertenecía a otros. Sin embargo, Bourdain gracias a su desparpajo, su exposición y su mirada de rayos X mejoró su destino y se convirtió en una de las personas más influyentes de la gastronomía mundial. No fue Wepner. Fue Rocky Balboa.
Sus fortalezas eran diferentes a la de los grandes chefs. La frontalidad, el animarse a decir lo que los otros no, una mirada distinta, carisma, bucear en lo desconocido. Naturalmente su arrogancia le vino bien para abrirse y, después, para brillar en tv. Seguro de sí mismo, podía ser encantador y arrollador a la vez. Se ganaba enemigos con facilidad. Grandes chefs, los vegetarianos, los crudívoros y cualquier fanático que no aceptara la diversidad sería hostigado por él. “Tu cuerpo no es un templo, es un parque de diversiones. Disfrutá del viaje”, afirmaba.
Anthony Bourdain nació en Nueva York el 25 de junio de 1956, hace 65 años. Su padre era ejecutivo de la industria discográfica y su madre trabajaba en el New York Times. Siendo chico, en un viaje a Francia para visitar a sus abuelos, descubrió el placer de la comida. En sus memorias cuenta que fue como una especie de epifanía. Después de esa sopa fría (la idea le parecía un despropósito) ya no pudo volver a mirar igual un plato de comida. Su vida de estudiante fue complicada. También su juventud. Abusó de todas las drogas posibles hasta desarrollar una adicción a la heroína que casi le cuesta la vida. Pero cuando pudo salir de la heroína lo hizo gracias a la metadona. Una nueva adicción. “Creí que nunca iba llegar a mis treinta años”, confesó en uno de sus libros.
Estudió y se recibió en The Culinary Institute of America. Luego pasó por decenas de cocinas profesionales aprendiendo el oficio, sufriendo con el ambiente hostil, las presiones y los maltratos. Empezó como lavaplatos, luego le tocó hacer papas fritas. A fines de la década del ochenta todo estaba mejor. Su vida personal se había ordenado y lo nombraron chef ejecutivo de Le Brasserie des Halles, un reputado local de Manhattan con sucursales en otras grandes ciudades. Pero fue poco después cuando se hizo conocido. En la revista New Yorker publicó un artículo titulado “No coma antes de leer esto” en el que desnudaba el mundo de la alta cocina, los chefs y los restaurantes conocidos. Mostraba el detrás de escena de los gestos solemnes de los maitres, de los platos escasos pero hermosamente decorados. Hablaba de maltratos, abusos, jornadas de 16 horas y tensión permanente.
A partir de ese momento su vida cambió. Publicó varios libros, se convirtió en un personaje público y, en especial, empezó a trabajar en televisión.
Una anécdota sobre su sentido del humor y su forma de pensar. Le gustaban las bandas punk de la Nueva York de los 70, las que él vio y escuchó en su juventud, las que expresaban su rebeldía e inconformismo. Duras, frontales, ruidosas. Ramones, New York Dolls, Television, Richard Hell. Al ritmo de las canciones de ellos se trabajaba en su cocina. Para que se entendiera utilizaba a otro ícono de la Gran Manzana: “Billy Joel no entra en mi cocina”, decía, haciendo referencia a las baladas del autor de “El hombre del piano”. Un día, mientras Bourdain estaba en uno de los viajes a los que lo obligaba su programa televisivo, Billy Joel, sabiendo de esta frase, fue a su restaurante, comió y antes de irse se ofreció a sacarse una foto con todos los integrantes de la cocina del restaurante. Después consiguió el WhatsApp de Bourdain y le envió la imagen. “Imposible hablar mal de él de nuevo. ¿Cómo vas a odiar a alguien que hace eso, qué tiene ese sentido del humor? Eso sí, su música me sigue pareciendo horrible”, dijo Bourdain.
Simpático, con un uso artesanal del sarcasmo, elocuente, audaz y seguro de sí mismo, revolucionó el mundo de los cocineros mediáticos. Él no estaba detrás de un anafe con delantales impolutos, ayudantes y sombreros blancos, hablando de gramos, pizcas y dos cucharaditas de algo. Bourdain salía a la calle y establecía su propio canon.
Tuvo programas en varios canales (A Cook´s Tour, No Reservations, The Layover) hasta que recaló en CNN con Parts Unknown en el que visitaba diversos lugares del mundo para conocer sus costumbres y sus comidas. Probaba de todo: platos carísimos, creaciones de Ferrá Adrian, choripán, insectos o recto de cerdo. También fue jurado en The Taste. Cuando lo consultaban por el secreto de su conexión con los lugareños, él explicaba: “Hacemos preguntas muy simples: ¿Qué te hace feliz? ¿Qué comes? ¿Qué te gusta cocinar? Las respuestas son realmente asombrosas”.
Publicó varios libros sobre sus vivencias y viajes; también obras de ficción e investigaciones históricas. El primero de sus libros, Confesiones de un chef es un gran texto. Hay verdad, es descarnado, hace revelaciones sobre sus adicciones y también retoma aquel artículo del New Yorker.
Se propuso una misión. Descubrir qué era lo mejor de cada lugar, conocer lo local. Eso no siempre se daba en los restaurantes de mayor prestigio: allí muchas veces solo se imita (y pálidamente) creaciones de otros lados. Él buscaba las comidas y sabores que distinguían a un pueblo. Barack Obama, que fue de invitado a un programa que grabaron en Vietnam, dijo de él: “Taburetes de plástico, unos fideos baratos pero deliciosos, y cerveza de Hanói. Así es como recuerdo a Tony. Nos dio una lección sobre la comida y, lo más importante, su capacidad de unirnos a todos. Nos enseñó a no temer a lo desconocido.”
Pasados los cincuenta se casó con Otavia Busia, también perteneciente al mundo gastronómico. Al poco tiempo nació Ariane Busia-Bourdian, su hija, que hoy tiene 14 años. Una década después de la boda se divorciaron. Según dieron a conocer fue en buenos términos y permanecieron siendo amigos. “Llevábamos vidas demasiado separadas”, dijo Bourdain.
En el último tiempo estaba en pareja con Asia Argento, veinte años menor que Anthony. Una pareja explosiva. Ella fue la directora del último capítulo completado de su programa, el que hizo en Hong Kong. Eran tiempos de alta exposición para Argento. Una de las voceras del #MeToo, denunció haber sido abusada por Harvey Weinstein.
Unas semanas antes del suicidio del chef, Asia fue fotografiada de la mano con otro hombre. Las acusaciones, entonces, se enfocaron sobre ella. Apenas se supo de la muerte de Bourdain, su amiga la actriz Rose McGowan emitió un comunicado en su nombre hablando sobre los estragos de la depresión y el profundo dolor que sentía. Tiempo después pudo hablar. Necesitó defenderse de las acusaciones, de los que buscaban un culpable. “La gente dice que yo lo asesiné. Entiendo que busquen una razón. A mí me gustaría encontrar una. No la tengo. Quizás eso me daría alivio. La nuestra era una relación adulta. Los dos salíamos con otra gente. No era un problema para nosotros. Y la pasábamos muy bien cuando estábamos juntos. Porque Anthony viajaba más de 260 días al año”, dijo Asia, que también debió salir en defensa propia cuando fue señalada por haber vuelto demasiado pronto a su trabajo como jurado en la versión italiana de X Factor.
El 7 de junio de 2018 Anthony Bourdain había almorzado en un restaurante con una estrella Michelin. Estaba en Francia filmando un nuevo capítulo de su programa de CNN. Lo acompañaba como tantas otras veces su amigo el chef Eric Ripert. A la noche prefirió quedarse en su habitación del lujoso hotel en el que paraban. No tuvo ganas de bajar a cenar. En la mañana del 8 de junio, Ripert lo esperaba para desayunar en el salón principal mientras miraba su teléfono. A las 9 de la mañana lo llamó al celular. Bourdain se estaba retrasando y tenían que comenzar la jornada de rodaje. Como no recibió respuesta intentó con el interno de la habitación, que también sonó una decena de veces sin que nadie atendiera. Avisó al conserje del hotel. Fueron hasta la habitación y golpearon la puerta con fuerza. Un empleado del hotel abrió la puerta con una llave maestra. El hombre entró solo. Ripert, que aguardó en el pasillo, sospechaba con qué se encontraría. En eso breves momentos de espera pasaron frente a él todos los gestos de desánimo que no había visto los días anteriores. El hombre del hotel salió caminando despacio con el gesto espantado. Había visto a Anthony Bourdain ahorcado. La policía llegó de inmediato. No había signos de violencia ni en la habitación ni en el cuerpo. Los análisis toxicológicos demostraron que no había tomado drogas los días previos.
Después de su suicidio se hizo público otro foco de preocupación del cocinero. Su patrimonio se estaba evaporando. Sin que sus allegados pudieran explicarlo, había pasado de tener 16 millones de dólares a poco más de un millón. En el último lustro de vida había perdido más del 90% de su patrimonio.
Le gustaba mucho El Padrino. Había leído el libro de Mario Puzo. Las películas las vio decenas de veces. Era capaz de repetir parlamentos completos y describir con pasión cualquier escena de la trilogía. Alguna vez expresó un deseo: “Quiero morir exactamente como Brando en El Padrino. Corriendo en el patio con mi nieto, con una cáscara de naranja en la boca. Que sea en Italia y transformado en un patriarca que usa el cinturón muy por encima de la cintura, que hace vino malo y caerme en medio de los tomates que yo mismo cultivo en el patio”.
Pero no fue así. No llegó. No aguantó. Tal vez él sabía que eso solo era un deseo que no se le cumpliría. Solía repetir que quería vivir como una persona normal, pero, aclaraba, que no sabía qué era eso, cómo se hacía.
Y en una de sus últimas entrevistas, cuando el periodista estaba a punto de apagar el grabador, le dijo: “Nunca hay final feliz”.
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