Con un sólo disco, Thriller, ser convirtió en el Rey del Pop. Revolucionó el mercado de la música. Se metió en los hogares como ningún otro hasta ese momento, y después. Tamaño éxito no llegó por casualidad. Michael Jackson logró llegar a ser el Número Uno del show business porque, como nadie, comprendió en qué época se desarrollaba su carrera. El resto fueron canciones imbatibles, un productor de lujo como Quincy Jones, videos que rompieron todos los esquemas, bailes imposibles, un sofisticado trabajo de marketing y, claro, una misteriosa personalidad, lo catapultaron al estrellato. Todo duró hasta que se corrió el telón de lo que sucedía dentro de Neverland, su mansión. Apareció otra faz, la monstruosa: sobre el artista recayeron acusaciones de pedofilia. Pero ya muerto, lo único que había para cancelar o condenar era su arte. ¿Y es eso posible, realmente?
Mientras duró su fulgor, Michael Jackson fue el mejor en lo suyo, provocó con su música un impacto nunca visto hasta entonces. Y claro, fue un freak, un fenómeno de circo, con excentricidades y deformaciones que lo convirtieron en un caso de indagación y estudio.
Su aparición fue un impacto. Junto a sus hermanos integró los Jackson 5, comandados (arriados) por la impiadosa mano de su padre, Joe Jackson, quien no dudaba en maltratar y hasta abusar física y psicológicamente de sus hijos para conseguir, en su rol de manager, lo que no pudo ni como boxeador ni como músico: éxito.
Ver los videos de esas primeras actuaciones conmociona. La idea inicial era que los hermanos alternaran en la voz principal según el tema; luego esa tarea quedó en los extremos. La voz principal, decidió el rígido Joe, se alternaría entre el hermano mayor, Jermaine, y el menor del grupo, Michael. Pero cuando este con apenas 11 años se puso al frente de algunas canciones, marcó una diferencia notable con los demás. Era deslumbrante ver el manejo escénico, la simpatía, la afinación de ese chico. I want you back sigue siendo a casi medio siglo de su aparición un prodigio, una gema pop (o soul) imposible de perfeccionar. 100% Motown.
Los éxitos se fueron acumulando, cada single de los hermanos llegaba al tope de las listas. El padre se daba gustos postergados, aumentaba su control estricto y seguía desplegando su furia sobre sus hijos. El interés del público, pasados unos años, fue decayendo. Michael sacó varios discos solistas, además de los que seguía editando con sus hermanos. Consiguió algunos módicos sucesos. Pero no mucho más. Debía sortear otro inconveniente: crecer a la vista del público. Los cambios de la adolescencia -principalmente el de la voz- lo habían instalado en un sitio incierto. Parecía que su carrera, como tantas otras, había dado lo mejor demasiado temprano, que luego solo sería camino descendente. Otro niño prodigio que no encontró el pasaje a la adultez.
Spoiler: aunque todos conozcamos que él encontró el éxito y uno mucho mayor al que consiguió de chico, también sabemos, que lo del pasaje a la vida adulta no lo pude resolver. El síndrome Peter Pan se lo devoró.
Luego del fracaso de la remake de El Mago de Oz entró a grabar su quinto disco. En 1979, producido por Quincy Jones, editó Off the Wall, un álbum extraordinario que con el tiempo fue opacado por el monstruoso éxito de Thriller. Desde la tapa un Michael veintiañero con el peinado afro, la sonrisa abierta y su nariz original, ancha como la de un boxeador, invita a ingresar a un mundo sonoro fascinante. Ese disco, que tuvo éxito y lo situó en otro lugar, es un gran logro artístico.
En 1983 llegó el terremoto. Thriller fue un suceso inigualable. Cambió la industria de la música. Además de las canciones, de la producción de Quincy Jones, lo que ese disco demuestra es que Michael entendió su época (y el negocio musical como nadie). En la gala televisiva en la que se celebraban los 25 años del legendario sello Motown realizó su Moonwalk, ese baile-caminata grácil, inesperado, en el que parecía desplazarse suspendido en el aire, un movimiento ingrávido, único, que fue uno de sus sellos.
Michael entendió que no se trataba solo de las canciones. Lo visual tenía un peso fundamental. Los bailes, los efectos y, en especial, los videos lo catapultaron al infinito. La repercusión de Thriller superó cualquier escala de las conocidas hasta entonces (hasta la semana pasada era el disco más vendido de la historia: fue desplazado por el grandes éxitos de The Eagles). Decenas de millones de copias vendidas en todo el mundo. Los videos pasados en loop a cualquier momento (los que éramos jóvenes recordamos el programa que Alejandro Romay creó en el prime time de Canal 9 conducido por Domingo Di Núbila, quien tenía dificultades para producir el nombre del artista y en el que los videos se estiraban a más no poder).
Michael Jackson se convirtió en el rey del pop y en el rey de la era MTV. Cada video de sus temas era un suceso. No solo Thriller: Billy Jean, Beat it, Smooth Criminal o el collage de Man in the mirror. También los de sus éxitos posteriores, como Black and White o Scream junto a su hermana Janet. Cada video era una pieza fílmica de excepción que siempre corría los límites un poco más.
Unos años después, en 1987, apareció Bad. Otro gran video, cinco temas llegando al número uno de las listas, el paso imposible de Smooth Criminal, millones de copias vendidas. Pero al lado de Thriller todo empalidecía, todo parecía discreto. En esa carrera por superarse, por ser cada vez más grande, más bombástico, vender más, conseguir impacto mayor, se fue perdiendo Michael Jackson. La megalomanía lo devoró.
Ese mega éxito puso el foco también en sus extravagancias. La reclusión, las costumbres extrañas, los problemas de madurez, la convivencia con animales exóticos. La apariencia física lo obsesionaba. Todos los pasos en ese aspecto lo hacían alejarse de sus orígenes. La nariz, masacrada por decenas de operaciones, se convirtió en una masa informe: eso sí, pequeña. Nada quedaba del apéndice de base ancha, con amplios orificios nasales, con líneas redondeadas. También fue cambiando el color de su piel. Fue empalideciendo progresivamente. Se habló de procedimientos médicos inusuales; Michael alegó vitiligo para explicar el súbito blanqueamiento.
Su vida privada era misteriosa y al mismo tiempo foco de escándalos. Romances de diseño, para la prensa del corazón –Brooke Shields, Madonna, etc.-, luego casamiento con la hija de Elvis Presley, hijos con una enfermera.
Pero mientras él seguía tratando de crear la obra perfecta, encerrado en su obsesión de la pieza pop ideal, del nuevo paso que sorprendiera, la oscuridad de su mundo privado se fue conociendo públicamente. En sus escasas apariciones públicas, una de las compañías que se repetía -cambiaban los nombres pero el concepto era el mismo- era la de la estrella infantil del momento. En algún momento fue Gary Coleman, el de la serie Blanco y Negro, en otro Macalauy Culkin, el travieso chico de Mi pobre angelito.
No pasó mucho tiempo hasta que se conocieron denuncias de abuso sexual, actitudes impropias y violación de niños. En el primer caso se habló de extorsión. El argumento era plausible: ¿quién no querría sacarle dinero a un multimillonario como él? Esas primeras denuncias se resolvieron con acuerdos entre partes, extrajudiciales y confidenciales. Pero las denuncias y las sospechas seguían arreciando. Hasta que tuvo que ir a juicio. Como no podía ser de otro modo, el proceso se convirtió en un suceso mediático. Los periodistas aguardaban cada mañana en la puerta de su casa, en la del juzgado, con tal de obtener una declaración de algún testigo o de un abogado. Por la noche varios programas de televisión recreaban lo que había sucedido esa día en las audiencias y recreaban las declaraciones testimoniales más relevantes. La conducta de Michael era cada vez más errática. Un día hasta apareció en el juzgado en pijama. En esa ocasión fue absuelto.
Aquello que había sido sofisticación, inmadurez, extravagancia y talento mutó en algo sórdido, patológico, delictivo. La frescura del Michael de los primeros años se perdió por siempre en los meandros de la fama, el dinero, la ausencia de realidad, la búsqueda por el hit perfecto, la incomodidad sexual, el aislamiento y los abusos.
El mundo no parecía esperar mucho más de Michael. Aunque cada aparición suya fuera un cimbronazo, un registro altísimo en la escala Richter de impacto mediático. Sus recitales seguían siendo eventos inigualables, imperdibles, en los que el afiatado ensamble entre bailarines, músicos, efectos, adelantos tecnológicos y el carisma de la mayor estrella que dio la música moderna provocaban un influjo hipnótico y hacían creer que uno pertenecía a una cofradía, secreta y exclusiva, que sólo integraban unos cientos de millones de personas más en el mundo.
El 25 de junio de 2009, mientras preparaba una larga serie de conciertos que iba a ofrecer en Londres, murió en su casa. Un abuso de calmantes, una intoxicación por exceso de fármacos.
En ese entonces ya era un mito moderno. Hacía tiempo, décadas, que había entrado en esa categoría.
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