Tardó mucho en aprender a hablar. Sus papás se preguntaban qué tenía ese chico en la cabeza. Empezó a balbucear las primeras palabras a los tres años, cuando toda la familia sospechaba de un retraso mental. Así que la mamá le metió en el alma la pasión por la música y, en especial, por el violín. Un tío ingeniero le acercó libros de ciencias y un estudiante de medicina, amigo de la familia, le llevaba libros y revistas científicas.
Probablemente, el largo silencio infantil de Albert Einstein se debía a que el chico estaba pensando a qué mundo había llegado. Eso es muy de los chicos. Y era de Einstein. Cuando por fin empezó a hablar, cayó enfermo y tuvo que pasar varios días en cama. El padre entonces, le regaló una brújula. Y Einstein confesaría años después que aquella aguja que siempre apuntaba al mismo sitio sin estar atada a nada lo fascinó. Y lo intrigó. Y empezó a interesarse por el fenómeno del magnetismo: así empezó la vida del genio.
En cuanto a lo que tenía aquel chico en la cabeza, era un cerebro poco común. Y el destino del cerebro de Einstein también fue poco común: terminó oculto en un frasco, sumergido en formol, en manos de un tipo que, con todo respeto, algún clavo flojo tenía en la estantería, que lo mantuvo escondido, lo cortajeó en láminas, lo fotografió hasta el cansancio en busca de la cualidad que había hecho a su dueño un amo del universo.
Chismecito del ambiente: a Einstein no le dieron el premio Nobel de Física en 1921 por su teoría de la relatividad especial, ni por la de la relatividad general. La leyenda dice que el científico encargado de evaluarla para darle el Nobel, no la entendió. Y los jurados temieron, o tuvieron cierta aprensión, a que, con el tiempo, esa teoría se mostrara errada.
En líneas muy generales, Einstein dedujo un universo en el que tiempo, espacio, masa, energía y luz eran casi una sola cosa. Pero mientras los primeros cuatro elementos eran elásticos, por así decirlo, mutables y hasta impredecibles, lo único constante era la velocidad de la luz. De allí su famosa fórmula: E=MC2.
La energía de un cuerpo en reposo, E, es igual a su masa, M, multiplicada por la velocidad de la luz, C, al cuadrado.
Tenía razón. Einstein incorporó sus teorías físicas al estudio del origen y evolución del Universo, sobre la producción, transformación y velocidad de la luz, y sobre los misterios más inquietantes del cosmos: cómo es que mueren las estrellas, qué son y qué suceden con los agujeros negros. Varias de sus teorías recién pudieron ser probadas ya entrados los años 80 del siglo pasado, cuando los adelantos técnicos permitieron, por ejemplo, lanzar el telescopio espacial Hubble, capaz de medir lo que el genio había medido en su cabeza, o con las últimas fotografías de los agujeros negros captadas en 2019.
A Einstein le dieron el Nobel por sus revelaciones sobre los efectos fotoeléctricos: la emisión de electrones que se produce cuando la luz incide, en determinadas condiciones, sobre una superficie metálica. Para hacerlo más fácil, cada vez que se abre una puerta cuando atravesamos el haz de una célula fotoeléctrica, o se prende o apaga una luz según esté el sol bajo o alto, celebramos el Nobel a Einstein.
Eso tenía aquel chico en la cabeza. El genio tuvo una vida amorosa y familiar de novela, llegó a decir, en cuanto a preferencias femeninas, “cuanto más plebeyas, sudadas y olorosas, mejor”; tuvo una hija que desapareció de la escena familiar y nunca se supo si murió o fue entregada en adopción; de su correspondencia se deduce que se sintió atraído por su hijastra y también que, entre sus numerosas relaciones extramatrimoniales, aventuras casuales y encuentros sexuales con simple espíritu recreativo, mantuvo una relación con una espía rusa.
También fue, de una manera muy especial, el padre de la bomba atómica. Siempre lamentó haber contribuido a su desarrollo, pero nunca se arrepintió. Eso de lamentar haber hecho algo y no arrepentirse, es tan revolucionario para la moral, como la teoría de la relatividad lo es a la física. De todos modos, en otra historia novelesca que deberá ser contada, Einstein hizo que Estados Unidos llegase primero a la era nuclear, antes que los alemanes de Adolf Hitler, que iban muy bien encaminados.
Einstein murió con cierta grandeza, al menos con gran independencia. El 16 de abril de 1955 sufrió un aneurisma de aorta abdominal y una tremenda hemorragia interna. No quiso que una cirugía, riesgosa, intentara salvarle la vida. “Quiero irme cuando quiero. Es de mal gusto prolongar la vida de modo artificial. Ya hice mi parte, es hora de irme. Y lo voy a hacer con elegancia.”
Murió dos días después, a los 76 años, en el hospital de Princeton, donde había enseñado desde que llegó a Estados Unidos en 1932. Pidió ser cremado y que sus cenizas fueran arrojadas al río Delaware porque no quería que la gente fuera a “adorar mis huesos”. Así se hizo. O casi. No todo Einstein fue cremado.
Y es aquí donde interviene el ladrón de su cerebro, el tipo con el clavo flojo en la estantería. Se llamaba Thomas Harvey, fue el patólogo encargado de la autopsia de Einstein y siempre dijo que su gesto, extrajo el cerebro del genio y se lo guardó sin que la familia, ni nadie, lo supiese, estaba destinado a enriquecer a la ciencia. Lo suyo no era un robo, sino un acto científico. Harvey, como la familia de Einstein cuando era un chico mudo, quería saber qué tenía el genio en la cabeza.
Es verdad que, a menudo, los hospitales extraen órganos cadavéricos para hacer estudios patológicos. Pero no lo hacen de modo furtivo, sigiloso y clandestino como Harvey, que podía tener el clavijero dañado pero no era tonto, y cuando estalló el escándalo ya había convencido al hijo mayor de Einstein, Hans Albert, para que le dejara conservar el cerebro del papá con fines científicos.
Algo irregular habría de haber, porque el hospital de Princeton despidió a Harvey de inmediato. El tipo ya había sido contratado por la Universidad de Pennsylvania y allá fue, con el cerebro de Einstein bajo el brazo, Bueno, no bajo el brazo, pero sí diseccionado en 240 láminas finísimas, capaces de ser analizadas en el microscopio y conservadas en celoidina, una variante elástica y resistente de la celulosa. Después hizo doce juegos de doscientas diapositivas cada uno con muestras del tejido cerebral de Einstein y las envió a los más prestigiosos investigadores de la época. Todo para saber qué tenía Einstein en la cabeza.
Harvey dividió el resto del cerebro en dos partes y las metió en un recipiente con alcohol, formol o lo que sea que conserva el cerebro de los genios, y se llevó todo a su casa y lo escondió en el sótano. Alguna vez contó que los dos tiestos, algunos avezados arriesgan que eran dos tupperware, que había salido al mercado en 1947 con su requerido “Tazón Maravilla”, estaban escondidos en una caja que había sido de botellas de sidra, ocultas bajo un enfriador de cervezas.
Harvey vivió obsesionado con su tesoro, su mujer lo acusó de maníaco, lo abandonó, lo dejó en la ruina, mientras los pedidos hechos a sus colegas para que analizaran las muestras cerebrales caían en la nada. Muy pocos aceptaron examinar las muestras, para dictaminar que el de Einstein no parecía un cerebro muy diferente al del resto de los mortales y que pesaba 1.230 gramos, un poco menos que el rango normal.
Recién en 1978 llegó algo de luz a un episodio tan oscuro. El periodista Steven Levy, del New Jersey Monthly logró entrevistar a Harvey, que por entonces era supervisor médico en un laboratorio de pruebas biológicas y tenía 66 años, había nacido en octubre de 1912. Lo primero que hizo Levy es lo que hace todo periodista, chequear sus datos: ¿tenía el señor Harvey consigo el cerebro de Einstein? Sí, claro, en la caja de botellas de sidra bajo el refrigerador de cervezas, aquí en el sótano. El escándalo que provocó la nota, que con astucia Levy tituló “Yo encontré el cerebro de Einstein”, el tipo era buen titulero, hizo que al menos un grupo de científicos de la Universidad de Berkeley pidieran Harvey algunas de sus muestras para analizar. Total, entre tenerlas escondidas en el sótano, en dos “Tazón Maravilla” de Tupperware, y ver qué se podía sacar de ellas, la decisión no era difícil.
La doctora Marian Diamond encaró el trabajo con un fervor y en 1985 publicó un estudio en el que revelaba que Einstein tenía más células gliales que el común de los mortales. Las células gliales, o neuroglias, son más chiquitas que las neuronas, las triplican en cantidad y les dan apoyo: vamos, que ayudan a que las neuronas funcionen mejor. Bueno, Einstein tenía cantidad de ellas.
La historia de Harvey y del cerebro en el tupper se publicó también en la prestigiosa revista Science, por lo que al celoso guardián de los restos de Einstein empezaron a llegarle pedidos de muestras y una perentoria exigencia del ejército de Estados Unidos para que cediera el cerebro a esa fuerza, ante el temor de que cayera en manos de los soviéticos. Un disparate de la Guerra Fría, pero así marchaba el mundo entonces.
Harvey se nefregó en todo, menos en lo de las muestras. Las cortaba con un cuchillo de cocina que sólo usaba para eso, bueno fuera, y las enviaba por correo a los científicos que se las pedían sumergidas en el líquido que mejor conserve esas cosas y en unos frascos de mayonesa que, al parecer, Harvey consumía de modo compulsivo. Años después, la BBC dio a luz un documental sobre la vida de Harvey, que ya rondaba los 80, donde se lo veía deambular por el sótano de su casa, con un frasco de mayonesa en la mano, y cortar una pieza del cerebro de Einstein sobre una tabla de quesos con aquel cuchillo de cocina de uso único.
Todavía faltaba un capítulo, igual de delirante, para poner fin a la odisea. En 1996 el periodista y escritor Michael Paterniti volvió a encontrar a Harvey que ahora tenía 84 años y trabajaba en una fábrica de plásticos de Kansas. Y lo convenció para que ambos encontraran a la nieta de Einstein, Avelyn, que vivía en California, para entregarle lo que quedaba del cerebro de su ya legendario abuelo. Una gran nota para Paterniti, que entonces era colaborador habitual de New Yorker, GQ y Esquire.
Harvey y Paterniti treparon a un viejo Buick Skylark, el último modelo había salido de fábrica en 1976, y se largaron de costa a costa, desde New Jersey hasta California, en un viajecito de seis mil cuatrocientos kilómetros a través de lo más profundo de Estados Unidos. Antes, por cierto, metieron al cerebro de Einstein en otro tupper y en el baúl del Buick. Paterniti contó aquel viaje en su libro “Viajando con Mr. Albert”, que fue un éxito y que se vendió incluso en la Argentina.
A Paterniti le pareció que el viaje de seis mil kilómetros había sido de dieciséis mil, qué esperabas muchacho, en compañía de Harvey que pasaba horas en silencio. “El Harvey que yo conocí era una persona amable y cordial. Pero caía en silencios profundos y podía pasar todo el tiempo que llevaba cruzar de un estado a otro sin decir una palabra. Creía que había hecho un favor a la ciencia al proteger y conservar el cerebro de Einstein en beneficio de las generaciones futuras”. Por fin dieron con Avelyn, la nieta de Einstein, que, como era previsible, no quiso saber nada con el cerebro, el tupper y el formol, que una cosa es el amor filial y otra muy diferente tener en casa al cerebro de abuelito.
Harvey murió el 5 de abril de 2007, a los 94 años, y la familia Einstein donó todo al Museo Nacional de Salud y Medicina del Ejército de Estados Unidos, que se alza en Maryland y donde se exhibe al público. Entre el material donado, había catorce fotografías del cerebro tomadas desde diferentes ángulos que hasta entonces eran desconocidas: un as inútil en la manga de Harvey.
Catorce años después del trabajo científico de Marion Diamond, la revista Lancet publicó otro trabajo que tituló: “El excepcional cerebro de Albert Einstein” que reveló que lo que se pensaba que era un cerebro casi normal, con abundancia de células gliales, tenía otras particularidades. Según los investigadores, los lóbulos parietales de Einstein presentaban una morfología atípica. En 2012, un equipo de especialistas de la Universidad de Florida llegaría a una conclusión similar, y ampliada.
Los neurólogos, encabezados por el profesor Frederick Lepore, de la Universidad de Rutgers y por la antropóloga Dean Falk, de la Universidad de Florida, lo dijeron sin eufemismos: Einstein había sido un “genio parietal”. Dijo Lepore: “La mayoría de las personas tenemos tres giros prefrontales, mientras que Einstein tenía cuatro, tenía uno extra en su lóbulo frontal medio. También sus lóbulos cerebrales son distintos al normal”. Los “giros” a los que hicieron referencia los científicos son “elevaciones” de la superficie cerebral que se producen al plegarse la corteza: están separadas por surcos.
El estudio de Lepore y Falk fue publicado en la revista Brain, donde Lepore admitió que la idea de un “genio parietal” provenía de la científica canadiense Sandra Witelson, de la Universidad de McMaster. Witelson, que había estudiado la anatomía de la corteza cerebral de Einstein, afirmó que el lóbulo parietal inferior de Einstein era más ancho de lo normal y parecía mejor integrado: es la parte del cerebro encargada del conocimiento espacial y del pensamiento matemático. “Las fotos que examinamos –reveló Lepore- muestran que todos los lóbulos parietales de Einstein eran excepcionalmente grandes, pero también lo eran los lóbulos temporales, occipitales, y el frontal”.
Al final, la obsesión de Harvey, sus tupper y su formol, sus frascos de mayonesa, su cuchillo de cocina y su tabla para quesos, sirvieron para que la ciencia se acercara a desentrañar el misterio del genio. Harvey, lo justo es justo, dedicó su vida a preservar los restos de Einstein y derivarlos exclusivamente a la ciencia, como había prometido a Hans Einstein, el hijo del genio. Tal vez lo haya rozado la chifladura, pero fue obsesivo y fiel con su propósito inicial.
Lo que la ciencia no puede responder es si Einstein nació con esas características cerebrales especiales, o si se desarrollaron a lo largo de una vida dedicada a pensamientos complejos, desatados por una brújula y por su curiosidad de chico. Nadie lo sabe. Lepore, Falk y su equipo insisten en que el cerebro de Einstein era excepcional, pero admiten que no es posible atar esa excepcionalidad a su genialidad. James Gallagher, editor de la sección Salud de la BBC, cadena que reveló gran parte de esta historia, aumenta la incógnita: “No sabemos qué efecto tiene sobre la estructura cerebral el pasar veinte o treinta años de tu vida pensando en complejos problemas matemáticos. Es muy difícil separar causa y efecto. Además, hablamos de un solo cerebro de un solo genio”. No parece que haya muchas posibilidades de estudiar los cerebros de muchos genios más para crear una casuística.
Además de abrirle la cabeza al mundo sobre los orígenes del Universo, y acaso sobre su futuro, Einstein dejó algunas frases brillantes que pintaron su época. Una, que puede aplicarse a estos días del siglo XXI: “Lo correcto no siempre es popular. Y lo popular, no siempre es lo correcto”. Otra, pinta sí, la época que le tocó vivir como intelectual judío alemán, declarado apátrida por negarse al servicio militar, perseguido por el nazismo en auge en los años 30: “¡Qué triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Y otra, bien puede sintetizar la historia de su cerebro, zangoloteado durante cinco décadas: “La diferencia entre la estupidez y el genio, es que el genio tiene límites”.
SEGUIR LEYENDO: