Tres millones de soldados alemanes. Más otro medio millón de húngaros, rumanos, croatas e italianos. 145 divisiones. 3.600 tanques. 27.000 aviones. 17.000 piezas de artillería. Y 750.000 caballos. El ejército más grande de la historia.
El 22 de junio de 1941, hace ochenta años, la Alemania Nazi invadía la Unión Soviética. La Operación Barbarroja. Fue la mayor movilización militar de la historia. Tres millones de hombres entraron a tierras soviéticas a sangre y fuego. Un frente de miles de kilómetros. El Blitzkrieg, la guerra relámpago que tanto le había redituado en el otro extremo europeo, en el Oeste. Caballos, tanques, armamento, hombres frescos y ávidos. Parecía que nada podía salir mal. Pero ese fue el principio del fin.
Pocos hechos históricos encierran una paradoja tan flagrante como este: fue el mayor éxito momentáneo de la Alemania Nazi pero también se convirtió en su perdición. El día que Adolf Hitler creyó su mayor victoria fue también el momento en que su caída se volvió inevitable. La Campaña del Este, su prolongación, terminó enredando y debilitando de manera irreversible al Tercer Reich.
Los alemanes ingresaron a territorio soviético con confianza. Eran vitales, reían, estaban seguros de la victoria. La oposición era menor a la prevista. A veces hasta se sorprendían por ingresar a poblados sin ser atacados. Estaban bien alimentados y equipados. las victorias fortalecían su ánimo.
Sólo serían ocho semanas. Además ¿quién en esas circunstancias no cree que va a triunfar? Es hasta un mecanismo natural de autodefensa.
Las cartas que enviaban los soldados alemanes desde el frente a su familia desbordaban de mensajes optimistas y de confianza. Había lugar nada más que para la victoria.
Al plan lo mató su ambición desmesurada. Y su crueldad extrema. Puso a un pueblo en tal posición de desesperación que no le dejó más opción que la lucha y la resistencia. Aún aquellos que hubieran aceptado con mayor mansedumbre otro destino, no estaban dispuestos a aceptar la muerte, propia y de sus seres queridos. Muerte que estaría cubierta de sufrimiento atroz.
La ofensiva fue bautizada en honor a Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico durante el Siglo XII. Barbarroja había unido los territorios del imperio y era un referente del nacionalismo, de aquellos que buscaban la reunificación y la expansión bajo un poder unívoco y fuerte.
La voluntad no era la de mera conquista o la de inutilizar un enemigo o la aumentar territorio propio. El deseo, la ambición de Hitler, era destruir a los soviéticos y al comunismo, aniquilarlos, hacerlos desaparecer. Un mes antes de la invasión juntó a cientos de sus principales jefes militares y les impartió un discurso en el que dejó claro que no había reglas que respetar, que se sintieran autorizados a olvidarse de las convenciones de Ginebra y de La Haya.
Esto produjo un fenómeno nunca antes visto. Los saqueos, los abusos, las violaciones, los asesinatos a sangre fría ya no fueron excepciones, fruto del estado de enajenación de unos soldados sin demasiada preparación en medio de una experiencia límite, sino un plan de estado.
La guerra vuelve a los hombre espantosos e inconcebibles, no hace falta un gran esfuerzo de imaginación para prever qué es lo que puede suceder si se les da vía libre. “Esta es una guerra de exterminio. Si no comprendemos esto, derrotaremos igual al enemigo, pero treinta años después tendremos que volver a luchar contra los comunistas. No hacemos la guerra para preservar al enemigo”, les dijo Hitler a sus comandantes.
El 13 de mayo de 1941 se emitió el Decreto Barbarroja en el que explícitamente comandantes y soldados recibían carta blanca. Las ejecuciones sumarias y las represalias estaban permitidas y quienes las llevaran a cabo recibían inmunidad. La excusa era que sólo se debía replicar los métodos soviéticos, que la legalidad había sido rota por el enemigo.
Había otra eximente moral para los nazis. Los eslavos, según su concepción, era inferiores. Así que su destino no importaba demasiado. Era hasta justo que perdieran sus tierras, posesiones, dignidad y vida.
La Premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich en La Guerra No Tiene Rostro de Mujer, en el que recoge testimonios de mujeres que participaron de la Segunda Guerra Mundial, transcribe un testimonio: “Los alemanes no tomaban mujeres militares prisioneras. Las fusilaban o las paseaban, mostrándolas a las tropas. Nosotras nos guardábamos dos cartuchos para suicidarnos (siempre dos por si el primero no funcionaba). Capturaron una de nuestras enfermeras. la encontramos un día después: le habían arrancado los ojos, le habían cortado los pechos. Le habían metido un palo. Hacía mucho frío, ella era muy blanca y tenía el pelo canoso. Tenía 19 años”.
Otro aspecto de la Operación Barbarroja y del inicio de la campaña hacia el Este es que marcó el punto de inflexión de la Shoa. La matanza de los judíos fue a partir de ese momento sistemática y desembozada. Aprovechaban para liquidar a su paso a los que se cruzaban y se encargaban de hacerlo en los territorios que dejaban a sus espaldas (aún cuando la guerra en el frente ruso se había perdido, el exterminio del pueblo judío persistió hasta los últimos días de la guerra).
Si bien fue Hitler quien impulsó la invasión, sus líderes militares acompañaron su entusiasmo y visión triunfalista. Más allá del poder de convicción del Führer, los comandantes compartieron la decisión. No los atemorizó la fortaleza bélica del enemigo, las características de carácter de su población, las monstruosas dimensiones geográficas de la empresa. Ni por supuesto el Pacto de No Agresión firmado dos años antes. ¿Cuántos de ambos bandos creyeron que ese pacto entre Hitler y Stalin iría a honrarse?
Se tiende a creer que las grandes decisiones de la historia son tomadas tras cabildeos, estudio de las fortalezas y debilidades propias y ajenas, investigación y hasta certezas científicas. Luego de profundas discusiones entre especialistas. Pero no siempre (o muy escasas veces) es así. En el lanzamiento de la invasión a Rusia hubo planificación pero mucho más de improvisación, de instinto, de impulso poco sustentado en el razonamiento. Se basó en el desenfrenado y maniático afán conquistador de Hitler. Su odio hacia el comunismo, Stalin y los soviéticos hizo que subestimara la fortaleza y habilidad de ellos.
El principio que lo guiaba era que nadie podía estar a su altura. Lo que nunca se sabrá con precisión es si ninguno de sus hombres tampoco lo pensó, o si lo hizo y no se animó a expresarlo ante las frases contundentes de su líder o si lo dijo en voz alta y fue acallado por la claque. Respetados historiadores sostienen que hubo miembros encumbrados del poder nazi que expusieron sus dudas, pero que fueron raleados y alejados del centro de la toma de decisiones.
El factor sorpresa fue una de las claves del éxito inicial. También la desorganización del Ejército Rojo. Las constantes y arbitrarias purgas de Stalin lo habían debilitado de manera evidente. A mediados de 1942 no estaba en su mejor momento.
Debían ser ocho semanas de avance triunfal. Y la derrota del enemigo sorprendido sería inevitable. La invasión se retrasó unas semanas porque el mal clima hizo que hubiera terrenos pantanosos y llenos de lodo que impedían un avance veloz. Esa demora fue uno de los aspectos claves para que nada saliera como lo habían calculado.
Con su planes imperiales, con el Reich de los Mil Años en mente, Hitler recurrió a su ambición y a ejemplos anticuados para fundamentar su accionar. Pero hubo algunos elementos y antecedentes demasiado cercanos que no tuvo en cuenta.
El Japón reciente daba dos ejemplos contundentes de cómo le podía ir a los nazis en su campaña por el este. La invasión nipona a China de 1936 había sido muy exitosa al comienzo pero se había encontrado con una barrera infranqueable: la falta de fronteras. Las grandes extensiones territoriales de China, la convertía, en la práctica, un territorio inconquistable. Siempre había un lugar más al que escapar, en el que refugiare y agruparse, un lugar más invadir para el enemigo. Y esos lugares más remotos tenían climas más extremos y geografías más complicadas para el invasor. Era la guerra sin fin.
El otro antecedente era la defensa soviética en 1939 y 1940 frente a los japoneses. El Ejército Rojo había dado muestras de que mantenía su fortaleza. Hitler y sus hombres subestimaron el equipamiento y la fortaleza militar de los soviéticos.
La invasión a territorios soviéticos no tuvo en cuenta que estos eran demasiados vastos. Tampoco el temperamento de un pueblo con un fuerte nacionalismo y acostumbrado al sacrificio, con un estoicismo innato, con una capacidad de soportar sufrimiento mucho mayor que la media. La táctica de arrasamiento tampoco contribuyó. Los que subsistieron sólo querían venganza.
El avanza inicial fue implacable. Los éxitos nazis se acumulaban. Caían los ejércitos y unidades que le salían al paso, eran arrasados pueblos y aldeas. Otro testimonio recogido por Svetlana Alexiévich: “Supe lo que era el odio. Experimenté ese sentimiento por primera vez ¿Por qué estaban en mi país? Vimos llegar una columna con prisioneros de guerra y al pasar dejaban centenares de cadáveres en la carretera. Centenares. A los que caían desfallecidos los remataban allí mismo. A los otros los arreaban como si fueran ganado. No nos daba el tiempo para enterrarlos a todos, de tantos que había. Durante días yacían en el suelo. Los vivos convivían con los muertos”.
En Leningrado se estableció el sitio más cruento y largo de la historia. Casi 900 días. Cientos de miles murieron de inanición. Esa era la apuesta. Los que no cayeran bajo las balas nazis debían hacerlo por el hambre. Parecía que todas las defensas soviéticas serían vulneradas. Los alemanes estaban frescos, eran millones, tenían mucho armamento (muchos de los tanques eran franceses: los habían tomado luego de vencerlos).
Pero los meses pasaron y el triunfo no se obtuvo de la manera esperada. Y llegó un refuerzo que la confianza nazi no previó: el Capitán Invierno. El frío feroz hasta inutilizó armas (algunos artilleros hacían pis sobre sus ametralladoras para descongelarlas). Los altos mandos no habían considerado esta eventualidad: los soldados no tenían abrigo, la comida empezó a escasear, el equipamiento no servía para temperaturas de hasta 40 grados bajo cero. La llegada del frío extremo empezó a cambiar la ecuación.
Cuando apareció el primer frío, algunos empezaron a dudar. Ludwig S., soldado alemán desde un lugar cercano a Moscú, escribió: “Como no hemos recibido todavía nuestros uniformes de invierno, cada soldado se las apaña como buenamente puede. Utilizamos telas y pieles o les quitamos los guantes a los prisioneros. El que todavía no lo haya hecho tendrá que prepararse para que se le congelen los huesos. Los primeros copos de nieve cayeron el 6 de este mes” (este extracto de carta como los siguientes pertenecen al notable libro Cartas de la Wehrmacht en el que Marie Moutier compiló cartas enviadas por soldados alemanes desde el frente).
Los soldados veían lo que se venía. Sus jefes no lo percibieron o prefirieron seguir adelante pese a que todo indicaba que sólo los aguardaba el desastre.
Los soviéticos resistían y pronto pasarían al ataque. Los alemanes por su parte estaban desgastados. Su moral no era la misma del principio. La confianza se desvanecía. El enemigo respondía y resistía.
El cansancio erosionaba el ánimo. La logística estaba fallando: ya no era tan sencillo proveerlos de alimentos, nuevas municiones, ni de abrigo porque directamente eso era algo que no habían planeado. Y el frío, directamente, los mataba. “Todos debemos esperar q que, tarde o temprano, llegue nuestra hora. Hay que hacerse a la idea. Nuestro futuro es cada vez más incierto. la esperanza se va desvaneciendo. O vencemos o morimos. Ya nos hemos hecho a la idea. El mundo nunca ha vivido una guerra como esta”, escribe Walter a su familia desde el campo de batalla, ya a fines de 1941. Otro soldado alemán, Rudolph pone en su carta: “Esto lleva más tiempo del esperado. Estamos a un kilómetro del Volga. La ciudad está completamente destrozada. No quedó nada en pie. Estamos obligados a destruirlo todo”.
El general Zhukov alistó todos los hombres de reserva que pudo para defender Moscú. La ciudad no debía caer. Esos más de 100.000 hombres y su resistencia fueron los que posibilitaron que el tiempo pasara y que el frío, por fin, se hiciera presente. Hasta había echado mano de lo que ellos llamaban “Los batallones de los débiles”, que eran los integrados por aquellos que habían sido exceptuados de las primeras convocatorias. Todos debían defender la ciudad. Zhukov había tomado otra previsión: había traído batallones desde Siberia; para ellos cualquier clima parecía benigno.
Son varios los historiadores de renombre, como Anthony Beevor, que afirman que fue en este lance, en la Operación Barbarroja, en esta empresa inhumana la clave para que los nazis perdieran la guerra.
Millones de muertos de ambos lados, familias destruidas, el hambre y las enfermedades cobrándose víctimas. Ciudades tomadas, otras devastadas. Posiciones recobradas, ataques y contraofensivas. Tanques, municiones y generales. Pero detrás de los elementos bélicos, de las decisiones estratégicas y los campos de batalla hubo gente. Historias humanas que a veces quedan tapadas por los grandes números, por un resultado final.
Como le dijo una de esas mujeres rusas a Svetlana Alexievivh cuando las entrevistó más de cuatro décadas después de los hechos: “Me gustaría olvidar. Me gustaría al menos vivir un día sin la guerra. Sin nuestra memoria. Al menos un día así...”. Pero eso es imposible. Está lejos de la posibilidad humana. El horror persiste. A los sobrevivientes los acompañó, los aplastó durante el resto de sus días.
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