Aún sin conocer la violencia de su contenido, la sola idea de que la entrevista se emitiera generó en su momento tanta controversia, que permaneció oculta doce años en el archivo de la cadena Fox. Era 2006 y habían pasado también doce años desde los brutales asesinatos de Nicole Brown Simpson y Ronald Goldman. Con pavorosa liviandad, la ex estrella del fútbol americano O.J. Simpson charlaba en un estudio con su editora, Judith Regan, sobre Si lo hubiera hecho: Confesiones de un asesino, el libro con su versión de lo que ocurrió en la noche del 12 de junio de 1994 que estaba por publicar HarperCollins.
Durante el reportaje, en un relato hipotético, Simpson se sitúa en su camioneta Bronco rumbo a la escena del crimen junto a un cómplice imaginario –Charlie–, y piensa: “Sea lo que sea que esté pasando, esto tiene que parar”. Dice que siempre lleva un cuchillo en el auto por cualquier cosa, “porque no se puede llevar un revólver”, y que fue ese supuesto amigo el que agarró el arma homicida antes de que bajaran en lo de su ex mujer. Que se puso una gorra y unos guantes. Que en la casa había música y velas y, que cuando vio a ese tipo –”sí, Ron Goldman”– no lo reconoció. Que empezó a pelear con Nicole, a preguntarle quién era. Que todo lo había llevado a ese lugar: “Hacía dos semanas que la situación era cada vez más irritante”.
“Recuerdo que agarré el cuchillo, recuerdo eso, que le saqué el cuchillo a Charlie y, para ser honesto, después de eso no recuerdo nada, excepto que estaba ahí y estaban pasando cosas”, dice entonces. “¿Qué clase de cosas?”, pregunta la editora. “Sangre –responde Simpson–. Nunca ví tanta sangre en mi vida”.
Entonces, de la nada, lanza una carcajada: “Odio decirlo, pero esto es hipotético. Lo siento, pero tenemos que volver atrás otra vez. Es difícil hacer que la gente piense que soy un asesino”.
Fox transmitió el especial O.J. Simpson: The Lost Confession? en marzo de 2018, a solo cinco meses de que el protagonista del llamado “juicio del siglo” saliera bajo fianza del correccional de Lovelock, en Nevada, tras pasar nueve años detenido. No había estado preso, sin embargo, por el femicidio de Nicole Brown y el femicidio vinculado de Goldman –un joven mozo no hubiera muerto de no haber sido amigo de Brown y de no haber estado ahí esa noche para devolverle unos anteojos que ella y su familia habían olvidado más temprano en el restaurante donde trabajaba–, sino por secuestro y robo a mano armada, en un incidente que tuvo lugar una década antes, cuando quiso recuperar por la fuerza una serie de trofeos y fotografías de sus tiempos como figura del deporte de manos de unos coleccionistas.
El inconsciente es poderoso. En una espiral delictiva imparable desde que la justicia penal lo absolvió en 1995, tal vez él mismo había buscado la manera de materializar una condena que ya era social. De hecho, la principal razón por la que la cadena de noticias entonces a cargo de Rupert Murdoch canceló la entrevista en 2006 fue la reacción de la opinión pública, que no solo cuestionaba que fuera a oírse la voz del asesino, sino que eso se hiciera para promocionar un libro del que iba a obtener ganancias. ¿Cuánta injusticia contra las víctimas era capaz de tolerar la sociedad?
Aquel reportaje fue un límite. Su anuncio generó el repudio unánime en editoriales de grandes diarios de todo el país y las repetidoras de la señal anticiparon que no lo emitirían. “Estoy de acuerdo con el público norteamericano en que este proyecto fue un error –dijo finalmente el magnate de los medios–. Pedimos disculpas a las familias de Ron Goldman y Nicole Brown Simpson por el dolor que esto pueda haberles causado.” Murdoch también dio de baja la publicación del libro, en lo que la prensa consideró “el asombroso final de una historia sin igual”.
No era realmente el último capítulo de un caso que solo el tiempo puso en perspectiva para entender por lo que era: la crónica de la violencia machista en todas sus formas, transmitida al mundo entero en vivo y en directo. Y que fue astutamente camuflado por el “dream team” de defensores integrado entre otros por Johnnie Cochran, Robert Kardashian –padre de Kim– y Robert Shapiro, como una cuestión racial que Simpson estaba lejos de padecer, pero que calaba hondo en una sociedad en la que esas tensiones siguen hasta hoy sin resolverse.
Si lo hubiera hecho fue publicado al año siguiente por otra editorial, contra la voluntad de la familia Brown, y la Justicia determinó que todas las ganancias por la venta fueran para la familia de Goldman. En 1997, un jurado civil de Santa Mónica ya había declarado lo que fue imposible contra su sagaz equipo de penalistas: que Simpson era responsable de la muerte de Goldman y del ataque en contra de él y de Nicole Brown, y debía pagar US$33.500.000 por daños.
Fuera de toda hipótesis, estaban los hechos. En el documental O.J.: Made in America, por el que Ezra Edelman se alzó con un Oscar que le dedicó a las víctimas, se reproducen testimonios y llamados de Brown al 911 que dan cuenta de sus reiterados pedidos de ayuda desde, por lo menos, 1989. Se habían conocido en 1977, cuando él todavía rompía récords en la Liga Nacional de Football y esperaba una hija con su primera mujer, Marguerite. Se casaron en 1985; ese mismo año nació Sydney y, en el 88, Justin. Para entonces, según el documental de Edelman, Simpson ya abusaba física y psicológicamente de Nicole con una crueldad que –como aún ocurre con frecuencia en estos casos– su entorno y la policía naturalizaban.
El círculo de violencia había empezado mucho antes del femicidio, y había ido escalando. Incluso durante los primeros años de su matrimonio, Simpson, por ejemplo, justificaba sus infidelidades diciéndole a su mujer que había engordado demasiado por el embarazo. Para 1989, la policía de Los Angeles había recibido nueve llamadas de Brown pidiendo que fueran a su casa porque su marido la había golpeado. En una de esas llamadas se la escucha decir, con un terror contagioso: “Es O.J. Simpson, creo que conocen su historial”. En otra oportunidad, los oficiales que llegaron a la mansión de Brentwood la encontraron acurrucada entre unos arbustos, apenas vestida y muy lastimada. “Me va a matar”, les dijo. Pero al astro deportivo devenido en amigable –y popular– comediante no le costó convencer a las autoridades de que solo se trataba de un problema “doméstico”, tal como dictaba la creencia generalizada de la época. Tampoco convencer a su esposa de que iba a cambiar. Lo pagó apenas con una advertencia: 120 horas de servicio comunitario.
Hasta sus padres presionaban a Nicole para que no se separara de su marido. Se dice que Simpson tentó a su suegro con un acuerdo con uno de sus sponsors, la marca de alquiler de autos Hertz, que era tan jugoso como el apodo con el que se lo conoció en sus mejores tiempos de running back (“The Juice”), por lo que ella terminó por llamar a la compañía para asegurarles que los rumores de que el padre de sus hijos era un golpeador eran falsos. Ni siquiera el divorcio, en febrero de 1992, le puso un punto final al acoso. Una de sus amigas describe cómo cuando, tras la separación, ella comenzó una relación con otra figura del fútbol americano, Marcus Allen, Simpson se apareció en su casa y le dijo que había estado espiándolos mientras tenían relaciones, la noche anterior.
Hace 27 años, O.J. Simpson –y no “Charlie” ni nadie más que él– tenía motivos para cometer los asesinatos, los motivos de un violento: ya no podía controlar a Nicole. Y la evidencia que los investigadores descubrieron a la mañana siguiente de los hechos se sumaba a los años de maltrato contra su ex mujer. Mientras sus hijos de 8 y 5 años dormían, apuñaló a Nicole y a Goldman en el patio de la casa de Bundy Drive, Brentwood. Con ella, la saña fue mayor: tenía heridas defensivas en las manos, varios cortes en la cabeza y un tajo tan profundo en el cuello que prácticamente le llegaba a la columna vertebral.
En la escena había huellas ensangrentadas de los mismos zapatos Bruno Magli que usaba Simpson y manchas de sangre coincidentes con su ADN que marcaban un camino hasta la reja de la entrada y continuaban en su camioneta Bronco –la misma en la que protagonizó una persecución cinematográfica y amenazó con suicidarse cuando las autoridades presentaron cargos en su contra–, su propio cuarto en su casa de Rockingham y hasta sus medias. Aunque esa noche su chofer lo había llevado al aeropuerto para tomar un avión con destino a Chicago, cuando regresó de urgencia –luego declararía que tuvo que esperarlo y que lo vio llegar desde la calle antes de que saliera de su casa–, otra cosa llamó la atención de los detectives: tenía una venda en la mano izquierda.
Pero además, un guante de cuero ensangrentado fue encontrado en la casa de Brown en Brentwood y el otro guante del par en la propiedad de Simpson en Rockingham. Esos guantes fueron, sin embargo, claves para la defensa, que durante el juicio de El Pueblo contra O.J. Simpson, por el que el Estado de California lo acusó del doble crimen, aseguró que toda la evidencia había sido plantada por Mark Furhman, un oficial racista que había participado de los allanamientos. El 15 de junio de 1995 la fiscalía le pidió al acusado que se los probara. Igual que en la entrevista que emitiría Fox en 2018, ese día, mientras millones en todo el mundo miraban el juicio por televisión, Simpson sonrió confiado. Apenas se probó el guante izquierdo pudo mostrarle a la audiencia que no le entraba. Después se puso el derecho y, con los dos a medio poner, levantó los brazos y se encogió de hombros en un gesto probablemente aprendido en sus tiempos en el cine junto a Leslie Nielsen. “Demasiado ajustados”, dijo.
Lo muestra la serie American Crime Story basada en los hechos, después de eso, Cochran, que lideraba el equipo de abogados, impuso una frase que quedaría para siempre en la memoria popular norteamericana: “Si no encaja, se debe absolver”. Hay muchas teorías sobre por qué los guantes no le entraron, pero más allá de quién o porqué desgarró el forro o rompió el par extra de hule que se usaba para no corromper la prueba, la más plausible tiene que ver simplemente con la época.
El femicidio de Nicole Brown y el femicidio vinculado Ron Goldman quedaron impunes en gran medida no solo porque la Justicia les dio la espalda, sino porque la sociedad toleró toda la serie de violencias a las que Nicole fue sometida antes, durante y después de su muerte: cuando denunció a su agresor y no fue escuchada ni siquiera por su entorno; cuando fue instada a quedarse en una relación violenta por motivos económicos; cuando se expusieron detalles morbosos sobre su vida privada ante la audiencia del mundo entero; y cuando –incluso luego del juicio civil que lo condenó– se le asignó la custodia compartida de sus hijos a su familia y al propio acusado, con el que crecieron. ¿O acaso hay algo más simbólico que el hecho de que, para la ley, la vida de Nicole y la de Ron tuvieran menos valor que un par de trofeos deportivos?
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