Habían pasado dos días y medio. Había habido mucha muerte. Asesinatos. En terraplenes, descampados, la Escuela de Mecánica de la Armada, Campo de Mayo y otras unidades militares. El general Juan José Valle decidió entregarse. Se atribuyó la jefatura de los sublevados. Eran las 4 de la mañana del 12 de junio de 1956.
En representación del gobierno, el capitán de navío Francisco Manrique lo fue a buscar. Le aseguró que los fusilamientos se detendrían y que le respetarían la vida.
Lo trasladaron al Regimiento 1 de Palermo. Lo juzgaron sumariamente. Con toda velocidad. A media tarde ingresó en la Penitenciaría nacional.
Le quedaban pocas horas de vida.
El presidente de la nación era el general Pedro Eugenio Aramburu. El almirante Isaac Rojas, el vicepresidente. Se autodenominaban Revolución Libertadora. Diez meses antes habían derrocado el gobierno de Perón. Tras la caída de Perón, el General Lonardi asumió la presidencia. Su lema fue Ni vencedores, ni vencidos. No era una declaración de principios. Sólo un slogan. De todas formas, Lonardi duró poco. En dos meses, Aramburu y Rojas se adueñaron del poder. La idea de Lonardi de un peronismo sin Perón no tenía espacio para los que detentaban el poder.
No necesitaban lemas.
Una de sus primeras medidas fue dictar el decreto-ley número 4161: prohibía cualquier mención del peronismo y sus líderes, y cualquier manifestación con símbolos de esa agrupación política. Los diarios no nombraban a Perón. Utilizaban un eufemismo creado por el gobierno. No decían Perón. Decían El tirano prófugo. En sus considerandos, la norma afirmaba que esos nombres y esos símbolos “ofenden el sentimiento democrático del pueblo argentino, constituyen para éste una afrenta que es imprescindible borrar…”. Imponía penas de hasta seis años de prisión.
Los servicios de inteligencia o algún delator avisaron al gobierno. Esperaban el levantamiento. Sabían que se produciría la noche del 9 de junio. Como medida preventiva, para restarle apoyo popular al alzamiento, varios líderes sindicales fueron detenidos el 8 de junio. Después dejaron que todo siguiera su curso. Deseaban tener la excusa para dar un escarmiento a los peronistas.
La sublevación tenía tres focos principales. Capital Federal, La Plata y Santa Rosa. Tenía más entusiasmo que organización. Además, la eliminación del factor sorpresa la hirió de muerte antes de empezar.
A pesar de todas las señales que habían recibido los días previos continuaron con un plan que dependía demasiado de la esperanza de un efecto dominó improbable, más que en adhesiones efectivas.
Todo debía empezar con la toma de una radio y la proclama de Valle emitida. Esa sería la señal de largada. Simultáneamente se pondrían en marcha distintas sublevaciones en el país que debían terminar en el derrocamiento del gobierno de Aramburu.
Pero las fuerzas oficiales, al estar alertadas, desbarataron cada intento. En los enfrentamientos murieron tres hombres de las fuerzas oficiales y dos de los sublevados.
A las pocas horas, tanto Raúl Tanco como Valle, asumieron su derrota. Trataron de esconderse. En eso les iba la vida. La radio ya había emitido el comunicado del gobierno. Desde la medianoche regía la ley marcial y se instauraba la pena de muerte. Aramburu y Rojas esta vez violaron el artículo dieciocho de la Constitución nacional vigente (“queda abolida para siempre la pena de muerte por motivos políticos”, decía). Uno de los pocos que hasta el momento habían dejado indemne. El gobierno en diciembre de 1955 había eliminado del código de Justicia Militar la pena de muerte para los culpables de rebelión armada. El fundamento que se dio es que ese castigo extremo “era violatorio de nuestras tradiciones constitucionales que ha suprimida para siempre la pena de muerte por causas políticas”.
Tanco se refugió en la embajada de Haití. Valle, en medio de la noche, escapó de Avellaneda y se alojó en el departamento palermitano de un amigo. Desde allí siguió los hechos de las horas posteriores.
Aramburu el día del levantamiento se encontraba en Santa Fe. Sin embargo, dejó –tal como lo demostró el historiador Norberto Galasso- firmado el decreto 10.362 que decretaba la Ley Marcial, y preparados los decretos 10.363/56, que establecía la pena de muerte, y el 10.364 que daría los nombres de los que serían fusilados. Los decretos eran correlativos y fueron publicados así en el Boletín Oficial con posterioridad. Esto demostraría que estaban preparados con antelación a los hechos.
Valle no fue el único fusilado. Los seis que estaban al mando del coronel Yrigoyen, que habían actuado en Avellaneda, fueron fusilados en Lanús, durante la madrugada del 10 de junio. El coronel Cogorno, jefe de los sublevados en La Plata, fue ultimado el 11 de junio. Otros siete fueron juzgados en Campo de Mayo. El juez determinó sumariamente penas de prisión muy severas. El gobierno lo desautorizó y por decreto ordenó fusilar a seis. Los ejecutaron en la madrugada del mismo 11 de junio. Otros siete fueron fusilados en la Escuela de Mecánica de la Armada.
En total fueron asesinados dieciocho militares y once civiles.
La madrugada del 10 de junio, en los basurales de José León Súarez, la policía bonaerense, a cargo del teniente coronel Desiderio Fernández Súarez le ordena al jefe de la Regional San Martín, comisario Rodolfo Rodríguez Moreno, que fusile a 12 civiles, de los cuales siete logran huir pero cinco mueren. Los llevan en camiones hasta el lugar y los mandan bajar. Luego, empiezan a dispararles. Pretendían pretextar un intento de fuga. No se supo casi nada de ese suceso hasta que un día, alguien le dijo a Rodolfo Walsh: “Hay un fusilado que vive”. Walsh inició una investigación tras la cual descubriría que eran siete los fusilados que vivían. Escribió una obra maestra del periodismo de investigación y de la literatura argentina, Operación Masacre.
En la Escuela de Mecánica del Ejército, el general Ricardo Arandía consultó telefónicamente a Aramburu— que había regresado ya a Buenos Aires el 10 al mediodía—sobre los detenidos. En Campo de Mayo, en tanto, el general Juan Carlos Lorio presidía un tribunal que realiza un juicio sumarísimo. Concluyó que los sublevados no deben ser fusilados. Pero Aramburu ratificó su decisión. Lorio pidió que se dejara por escrito. Aramburu y su gobierno, entonces, firmaron el decreto 10.364 que detalla la lista de once militares que deben ser fusilados. Este es el único documento que queda oficialmente inscripto en la historia. No existen registros de esos juicios sumarios. No existe hoy registro del informe forense que debió determinar la causa de la muerte de esos argentinos.
El gobierno había hecho correr el rumor: si los responsables del levantamiento se entregaban se acababan los fusilamientos. Valle escondido en un departamento en medio de la ciudad sentía el peso del fracaso y de la culpa. Un enviado negoció la entrega con el Capitán Francisco Manrique. Después de hacer las averiguaciones correspondientes, Manrique le aseguró que su vida sería respetada. De madrugada, ese 12 de junio, Valle se entregó.
Aramburu y Valle habían sido compañeros en el Colegio Militar. Egresaron juntos. Por un tiempo fueron amigos. Después los distanciaron las diferencias políticas. La noche del 12 de junio, la esposa de Valle fue hasta la quinta de Olivos para clamar por la vida de su esposo. No fue recibida. “El presidente está durmiendo”, le contestaron (algunos investigadores sitúan esta escena dos días antes y la protagoniza la esposa del Coronel Ibazeta, otro de los ejecutados).
Valle, en su celda, escribe una carta a Aramburu. No pide clemencia. Sorprende la lucidez y el análisis de la situación del condenado a muerte:
“Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. Debo a mi patria la declaración fidedigna de los acontecimientos. Declaro que un grupo de marinos y militares, movidos por ustedes mismos, son los responsables de lo acaecido. Para liquidar opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó audacia o perversidad para adivinar la treta. Así se explica que nos esperaran en los cuarteles apuntándonos con las ametralladoras, que avanzaran los tanques de ustedes aun antes de estallar el movimiento, que capitanearan tropas de represión algunos oficiales comprometidos en nuestra revolución. Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos. Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos. Y si les sonríen y los besan será para disimular el terror que les causan. Aunque vivan cien años, sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos, bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones. La palabra “monstruos” brota incontenida de cada argentino a cada paso que da. Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral. (…) Es asombroso que ustedes, los más beneficiados por el régimen depuesto, y sus más fervorosos aduladores, hagan gala ahora de una crueldad como no hay memoria. (…) Como cristiano me presento ante Dios que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos, y como argentino, derramo mi sangre, por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos. (…) Ruego a Dios que mi sangre sirva para unir a los argentinos. Viva la patria.”
Escribió la carta en su celda del sexto piso de la cárcel de Las Heras. Ya sabía que le quedaban pocas horas de vida. Le escribió, también, a su esposa: “Querida mía. Con más sangre se ahogan los gritos de libertad. He sacrificado toda mi vida para el país y el ejército, y hoy la cierran, con una alevosa injusticia. Sé serena y fuerte. No te avergüences nunca de la muerte de tu esposo, pues la causa por la que he luchado es la más humana y justa: la del Pueblo de la Patria (...)”.
Mientras las horas pasaban hubo intentos por detener la ejecución. Las llamadas se cruzaban pero el presidente y el vicepresidente, Aramburu y Rojas, querían que el escarmiento quedara claro, aleccionador a los posibles futuros sublevados. Además sostenían que si habían fusilado a los de rango inferior, tan sólo por participar o por dirigir una unidad, el mismo castigo debía aplicarse a los líderes, a los que habían comandado el intento.
Miembros de la Corte Suprema, otros jefes militares y las más altas autoridades eclesiásticas pidieron que se detuviera la ejecución. Un obispo habló directamente con Aramburu asegurando que había iniciado una gestión con el Papa. Pero ninguna solicitud de clemencia prosperó.
Valle pidió un confesor, monseñor Devoto, obispo de Goya. Hablaron, se confesó. En la despedida, el obispo se dejó ganar por la emoción. Lo abrazó entre lágrimas. Valle lo miró y con una sonrisa le dijo: “Ustedes son unos macaneadores. ¿No están todo el tiempo proclamando que la otra vida es mejor?”. A su hija, Susana, de dieciocho años, la dejaron verlo veinte minutos. Ella lloraba. Él la retó. “Mirá, si vas a llorar andate, porque evidentemente esto no es tan grave como vos los suponés; porque vos te vas a quedar en este mundo y yo ya no tengo más problemas”. Ella fumaba. Pero nunca lo había hecho delante del padre, ni siquiera se lo había contado. Él tuvo un último gesto cómplice. La sentó en su falda, le pidió un cigarrillo y fumaron juntos. Valle le entregó a su hija las cartas que había escrito esa tarde. “La temperatura de sus manos, no era ni fría ni caliente, estaba absolutamente normal. Papá estaba convencido de lo que iba a hacer”, recordó Susana en una entrevista.
Después llegó el llamado para que pase frente al pelotón, “para que estos esbirros peronistas vean el destino que les espera.” dijo alguien. Le dio un beso a su hija y le acarició el pelo.
El 12 de junio de 1956, a las 22.20 horas, Juan José Valle se enfrentó al pelotón de fusilamiento. Lo hizo con tranquilidad y dolor. Con la serenidad de la que hablaba en la carta.
Mientras tanto Perón, desde el exilio, descalificó el intento. Él no lo había autorizado y hasta veía con malos ojos que algunos militares intentaran utilizar al peronismo pero sin su presencia. Todavía con varios de los cuerpos sin enterrar, se apresuró a condenar a los sublevados. No mostró compasión ni lástima. Condenó la ingenuidad y el apresuramiento. Para él había algo de traición y de torpeza en todo el operativo. Y quedaba todavía el dolor (y hasta el resentimiento) por haber sentido que no fue defendido en septiembre del 55 en los días de su caída. Ese mismo 12 de junio, Perón le escribió a John William Cooke: “Este golpe es la consecuencia lógica de la falta de prudencia que caracteriza a los militares. Ellos están apurados. Nosotros no tenemos por qué estarlo. Esos mismos militares que hoy se sienten azotados por la injusticia y la arbitrariedad de la canalla dictatorial, no tenían la misma decisión el día 16 de septiembre, cuando los vi titubear ante toda orden y toda medida de represión a sus camaradas que hoy los pasan por las armas”.
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