TÍTULO: JOHN WAYNE: GOLPES, LUCES Y SOMBRAS DEL ULTIMO HEROE DEL CINE
Roma no se hizo en un día, y el nombre más icónico de la historia del cine, tampoco. Había nacido en Iowa 1907 como Marion Robert Morrison, pero ya era Duke Morrison cuando llegó a Hollywood como tiracables, a los 19 años, para terminar rápidamente como extra. Ver imágenes de la época es entender por qué las cámaras no podían perderse la belleza atlética de ese chico alto y carismático. Todavía no hablaba, pero estaba destinado a ser protagonista.
La primera vez que apareció en los créditos de una película fue en 1929 como Duke Morrison. Le decían así desde los diez años, cuando su familia se mudó a California en busca de un mejor pasar. Tal vez fue entonces cuando John Wayne forjó el carácter recio que lo transformaría en el epítome de la masculinidad del siglo XX: nuevo entre sus compañeros de la primaria de Glendale, era un espíritu solitario, que iba y volvía del colegio con su inseparable terrier Duke. Los bomberos que lo veían hacer el recorrido solo todas las mañanas, empezaron a llamarlo igual que a su único amigo. Y el apodo cobró otro significado cuando entró a la secundaria, y a la adolescencia, convertido en cisne: inteligente, con facilidad para los deportes y descaradamente buenmozo, no tardó en ganar confianza en sí mismo y, más tarde, una beca deportiva para ir a la universidad.
No tenía dinero, ni conexiones, pero era todo eso que los norteamericanos definen como popular, y las chicas de la alta sociedad suspiraban por él como pronto lo harían las de todo el mundo. En una fiesta en la playa conoció a Josie Sáenz, la hija del acaudalado cónsul de Panamá, que con los años –y contra la opinión de su familia– se convertiría en su primera mujer y en la madre de sus hijos Michael, Antonia, Patrick y Melinda. Pero faltaba que la vida le diera su primer gran golpe, literal y del destino, precisamente en esas arenas californianas, y que fue de suerte, aunque Duke no pudiera verlo así en ese momento.
Surfeando, se quebró una clavícula, y la lesión no solo lo dejó afuera del equipo de football universitario: también lo hizo perder su beca para la escuela de derecho. Su entrenador se apiadó y le hizo un contacto con un viejo amigo en los estudios Fox al que solía darle entradas para los partidos; al fin y al cabo, Hollywood siempre había estado cerca. Aquel hombre era el mítico director John Ford, y ninguno de ellos lo sabía, pero estaba a punto de nacer una de las mayores colaboraciones de la historia del cine.
“John dirigió mi vida”, diría muchas décadas más tarde Wayne sobre el que fue su maestro, su consejero y su eterno compañero de cartas, copas y aventuras a bordo del velero Araner. Es que Ford iba a encontrar en Duke al cowboy natural para sus Westerns; ágil, temerario, de pocas palabras y tan rápido para desenfundar como para besar a sus compañeras de elenco. Hicieron juntos 24 películas o incluso más, porque sus biógrafos aseguran que es imposible calcular la producción real de una dupla para la que el proceso de filmación era constante.
Pero no fue Ford el que le dio su primer protagónico, ni su nombre artístico, sino el director Raoul Walsh, que lo descubrió moviendo utilería en un set cuando tenía 22 años. Buscaba una cara nueva –y económica– para la superproducción La gran jornada. Profético, Walsh sugirió darle un apellido de héroe para su salto a las carteleras: sería Anthony Wayne, como un general de la Guerra de la Independencia. Los ejecutivos de Fox vetaron la combinación porque sonaba “demasiado italiana”. En John Wayne: American (1995), Randy Roberts y James Olson cuentan que cuando finalmente se decidió que la estrella de la película del año se llamaría para siempre John Wayne, el actor –al que le pagaron US$105 semanales por su trabajo– ni siquiera estaba presente.
No fue un gran debut. La gran jornada se estrenó en medio de la depresión de 1930 y resultó un desastre de taquilla. Sus siguientes películas tampoco fueron éxitos, y le tocó volver a interpretar roles menores. De alguna manera, esos fracasos también templaron su estilo. Cuando otra vez le ofrecieron protagónicos en Westerns de bajo presupuesto, estaba dispuesto a darlo todo: “Antes de que yo llegara, los héroes tenían que pelear limpio. El malo tenía permiso para pegarle al héroe en la cabeza con una silla, o tirarle una lámpara de kerosene o patearlo en el estómago, pero el héroe solo podía vencer al villano con amabilidad y después esperar que se levantara. Yo cambié eso. Yo tiraba sillas y lámparas. Yo peleaba duro y sucio. Peleaba para ganar.” Se inspiraba, dice su biógrafo Garry Wills en John Wayne’s America, en su ídolo de la infancia, la leyenda del cine mudo Harry Carey. Entre 1931 y 1939 Wayne encabezó, de acuerdo a sus propios cálculos, unas ochenta Horse Operas, un género que, tal como se adivina, debía su denominación a que los actores iban siempre a caballo.
Con la continuidad de su trabajo en el cine como garantía, la familia de Josie Sáenz aceptó a Duke a pesar de su origen humilde y de que fuera presbiteriano y no católico. Se casaron en 1933 tras siete años de noviazgo. 1939, el año en que nació su primogénito, Michael, fue también el del despegue definitivo de su carrera: el protagónico de La diligencia, la película con la que Ford elevó al Western a la Clase A, y que Orson Welles declararía haber visto cuarenta veces antes de filmar El ciudadano Kane, lo lanzó al estrellato internacional.
En una carta de la actriz Louise Platt para una muestra sobre el film en 2002, rememora: “Ford decía que John Wayne iba a ser el más grande de todos porque era el perfecto ‘hombre cualquiera’”. Y aunque, según relata Wills, durante el rodaje lo trató “como a un amateur”, pese a que llevara diez años haciendo de cowboy, el resultado fue una de sus actuaciones más notables. Los grandes estudios empezaron a tenerlo en cuenta para otros papeles: Ford había encontrado al actor absoluto.
Otra vuelta del destino contribuyó a consolidar su fama. Cuando en diciembre de 1941 los Estados Unidos entraron a la II Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbour, Duke tenía tenía cuatro hijos y por fin había alcanzado su gran momento en la pantalla grande. Fue eximido sin mayores objeciones de la obligación de enrolarse. No solo se necesitaban hombres en el frente: también hacía falta que Hollywood contara la guerra. Tigres del aire, Dama por una noche y Reunión en Francia fueron algunos de los títulos que convirtieron a aquel “hombre cualquiera” en el ideal del héroe americano que peleaba por la libertad.
Mientras tanto, pasaba su tiempo libre en el barco de Ford, jugando al bridge, fumando hasta cien cigarrillos diarios y tomando sin pretensiones de controlarse. Para eso eran, después de todo, aquellas escapadas al mar con la pandilla: perder de vista a las esposas y a la prensa, pescar un poco y emborracharse todo lo posible. Su matrimonio con la ultracatólica Josie, por supuesto, iba en picada.
Al combo se sumaba el apasionado romance que mantenía con Marlene Dietrich desde que compartieron cartel en De isla en isla en 1940. La diva de las piernas más lindas del cine era todo lo contrario de lo que se supone que podía enamorar al varón en el que se basó el hoy rancio manual del macho recio. Justo por eso, fue verse y que chocaran los planetas. La leyenda dice que el cosificado no fue otro que Wayne: “Querido, conseguime ‘eso’”, le dijo ella a su agente cuando lo cruzó en un set. Hicieron tres películas juntos y fueron inseparables por tres años. Eran parecidos: les gustaba cazar, pescar, navegar, comer y emborracharse juntos, y amaban a sus carreras por encima de todo. Sus biógrafos dicen que fue eso lo que finalmente los alejó.
Wayne estaba separado de Josie desde 1942, pero no quería un escándalo que quebrara su imagen de padre de familia, y la madre de sus hijos accedía porque era demasiado católica para divorciarse. Pero las cosas cambiaron cuando conoció a la actriz mexicana Esperanza Baur Díaz. La guerra había terminado y él era una de las mayores celebridades de Hollywood, si eso no le servía para mostrarse con la mujer de la que se había enamorado, ¿qué sentido tenía? Se divorció de Josie en la Navidad de 1945 y se casó con Esperanza en enero de 1946.
Por esa época protagonizó la llamada trilogía de la caballería de Ford, Fuerte Apache (1948), La legión Invencible (1949) y Río Grande (1953). A los 42 años, estaba listo para roles más maduros. Ahora era un actor de carácter.
No dejaba, sin embargo, de ser el patriota ideal, en películas como Las arenas de Iwo Jima (1949). Ese año Robert Rosen le ofreció el protagónico de Todos los hombres del rey, que rechazó por considerarla “antiamericana”; en su lugar, Broderick Crawford se alzó con el Oscar por el rol. De cualquier manera, John Wayne era la estrella más popular de los años cincuenta dentro y fuera de los Estados Unidos. Y ahora que había un nuevo enemigo público, el héroe nacional estuvo dispuesto a combatirlo más allá de la ficción.
Macartista confeso y orgulloso, según dictaba el clima de la época, había sido parte del grupo conservador que creó la Alianza para la Preservación de los Ideales Americanos en el Cine, de la que fue elegido presidente en 1949. Hay evidencia de su participación concreta y proactiva para sostener las listas negras que dejaron en la calle a miles de trabajadores de la industria. En la película Big Jim McLain (1952), que produjo y protagonizó, él mismo es un investigador del entonces llamado Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC, por sus siglas en inglés), que lucha contra el comunismo en Honolulu. Fue un éxito de taquilla y de propaganda; el mensaje, como siempre, llegaba mejor desde la pantalla.
En su casa, la situación era caótica. Esperanza tenía tantos problemas con el alcohol como él, y estaba además el asunto de la prensa: “No quería –dice su amigo Red Buttons en el documental John Wayne: American legend– que la separación le significara publicidad negativa, y ella era impredecible”. Hasta que conoció a la peruana Pilar Palette y otra vez el amor puso todo en perspectiva. Había viajado a Lima en busca de locaciones para El Alamo, que dirigiría recién en 1960. Fue uno de los más grandes proyectos de su vida, y conocer a Pilar también. Como predestinada por su nombre, por unos años le dio estabilidad, y tres hijos: Aissa, John Ethan y Marisa.
La propia Aissa cuenta en sus memorias John Wayne: mi padre, cómo fue la noche en la que Pilar enamoró a la leyenda. “Él tenía 46 y ella, 20. Ella medía 1,61 m y pesaba unos 45 kilos. Él, 1,96 m y pesaba 104. Sin saber que sus dos primeras esposas habían sido latinas, mamá se sorprendió por su conocimiento de la cultura local. Luego, en un inglés ‘masticado’, le dijo que había estado fantástico en Por quién doblan las campanas. Mi padre esbozó su sonrisa torcida y le explicó que el actor de esa película era en verdad su amigo Gary Cooper”. El divorcio de Esperanza solo se iba a concretar en noviembre de 1954, y Duke estaba impaciente. “Me dijo: ‘Llegó el aviso de mi abogado, ¿querés que nos casemos?’ Y así fue, divorciado en el desayuno y casado en la cena”, se ríe Pilar en el documental American Legend.
Con una familia cada vez más numerosa, Wayne pasaba de un rodaje al otro para sostener su economía. Lo necesitaba también, dicen sus biógrafos, para disciplinarse: cuando no estaba filmando se dedicaba a tomar, comer y fumar. En el medio, sufrió varios fracasos. Su casa se incendió, y su contador lo estafó con una serie de malas inversiones.
Estaba quebrado en 1960 cuando se embarcó en la aventura épica en la que se jugaba también su propia salvación: contar la historia de la batalla de El Alamo. Bajo una presión infinita, la produjo, la dirigió y la protagonizó. El actor Richard Widmark reveló que durante el rodaje le gritaba furioso a los miembros del casting: “¡Por Dios, sean talentosos como yo!”. Puso lo poco que le quedaba en juego: no cobró un peso e hipotecó su casa familiar de Encino. Los US$12 millones invertidos marcaron un récord por dos cosas: fue el film de mayor presupuesto de la historia hasta ese momento, y también el de menor recaudación, con sólo US$2 millones. Quedaba entregarse a una buena crítica que ayudara a recuperar algo, pero tampoco corrió con esa suerte. El Alamo solo recibió un Oscar por sonido. Y el golpe para el gran héroe americano fue tan inesperado como devastador.
Sus viejos amigos comenzaban a morir. Ford estaba enfermo y a punto de retirarse y, Wayne, sin opciones, volvió al papel del cowboy recio que se sabía de memoria. También jugó ese rol en la vida cuando en el 64 le diagnosticaron cáncer de pulmón. Su agente le dijo a la prensa que había sido intervenido para aliviar una vieja secuela de football. Le sacaron el pulmón izquierdo y una costilla, pero nadie podía saber que el arquetipo universal de la masculinidad era débil. “Salió del hospital sonriendo y caminando. Y por lo bajo me rogó: ‘Por favor llevame a casa’. Fue su mejor actuación”, cuenta Pilar Wayne en el documental sobre la leyenda.
Pero cuatro meses más tarde decidió revelar la verdad: lo habían visto en el rodaje de Los hijos de Katie Elder (1965), para la que, aunque se negó a usar un doble, necesitó usar una máscara de oxígeno entre toma y toma. Una vez más, el público lo vio como a un héroe. Ahora también había vencido al cáncer. La Guerra de Vietnam lo encontraría, previsiblemente, del lado de la defensa de los valores republicanos, donde otra vez tomó partido activamente. Protagonizó y dirigió Las boinas verdes (1968), una respuesta a las masivas demostraciones por la paz. La película recaudó US$29 millones; el patriotismo no parecía ser solo cosa suya.
Pero el mundo estaba cambiando, y los valores que representaba, también. En 1969, dirigido por Henry Hathaway, interpretó en Temple de acero a un alguacil tuerto contratado por una chica para matar al asesino de su padre. Su personaje era un outsider en un territorio de reglas nuevas; nadie podía hacer mejor que él ese papel. A los 62 años, por primera vez en una carrera que llevaba cuarenta, se alzó con el Oscar como Mejor Actor. “Ya conocía a este señor dorado –dijo en el escenario, cuando Barbra Streisand le dio la estatuilla–, una vez subí a buscar uno para mi amigo John Ford, otra vez para mi amigo Gary Cooper. Pero no esperaba que me tocara a mí”. Era cierto, a esa altura de su vida, John Wayne ya no contaba con ganar la aceptación de sus pares.
De todas formas, estaba cada vez más solo y enfermo, sus finanzas lo obligaban a trabajar sin descanso, incluso en comerciales y programas de televisión y pronto sufriría dos nuevos golpes. Ese era también el gran rol de su vida: pelear, pelear siempre, volver a dar batalla cada vez. En 1973, se separó de Pilar y John Ford murió, exactamente un día después de recibir su visita. Sus biógrafos aseguran que lo último que hizo fue retarlo: “No podés hacer esos avisos horribles para televisión, ¡vas a arruinar tu carrera!”. El Duke había perdido a su mejor amigo.
Se dice que son cerca de 178 películas las que filmó hasta El tirador, en 1975, que fue su última vez como pistolero y en la pantalla. Débil y con un tanque de oxígeno en el set, tenía días de profundo malhumor y otros en los que parecía estar poniendo en orden su conciencia, como cuando, según varios de sus biógrafos, se acercó al director Don Siegel, a quien en el pasado había insultado y acusado de comunista, y le pidió perdón: “Pibe, te debo una disculpa”. Con Lauren Bacall, Ron Howard y James Steward, hizo un personaje tan real como premonitorio: hablaba de su propio miedo a morir, y tenía una muerte épica, peleando hasta el final en la ley que él mismo había impuesto.
Poco antes de que el cáncer de estómago apagara su vida, con mucho menos heroísmo, pero rodeado del amor de todos sus hijos en un centro médico de California, varios de sus amigos, figuras de Hollywood y líderes de la época de todo el arco político testificaron para que lo condecoraran con la Medalla de Oro del Congreso. Entre otros estuvieron Elizabeth Taylor, Maureen O’Hara, Frank Sinatra, Katharine Hepburn, Gregory Peck y Kirk Douglas. Robert Aldrich, el presidente del Directors Guild of America, dijo en su declaración: “Es importante que sepan que soy demócrata y no comparto ninguna de las opiniones políticas de Duke. Sin embargo, John Wayne está mucho más allá de cualquier especulación política. Por su coraje, su dignidad, su integridad, su talento como actor, su fuerza como líder, su calidez humana a lo largo de toda su ilustre carrera, y la manera en que se ganó un lugar único en nuestros corazones y nuestras mentes. En esta industria, solemos juzgar a la gente, muchas veces injustamente, preguntándonos si saldaron sus cuentas. John Wayne lo hizo una y otra vez y me enorgullezco de considerarlo mi amigo”.
El recuerdo de sus hijos, rodeándolo en su lecho de muerte, es también la imagen del buen patriarca. Aissa relata en su libro que entre sus últimos suspiros, su hermano Patrick, le dijo: “Adiós, papá”. Ella le sostuvo la mano y le preguntó si sabía quién era: “Por supuesto que sí –respondió el actor–. Sos mi chica y te amo”.
Murió, finalmente, el 11 de junio de 1979. Nunca había peleado una guerra fuera de la ficción, pero su imagen sería recordada por mucho tiempo como la del gran héroe americano. En tiempos de cancelación, cuando casi todo en su estilo resulta anacrónico y muchas de sus declaraciones fueron revisitadas y viralizadas con horror por las nuevas generaciones –en una entrevista con la revista Playboy en 1971, por ejemplo, reivindicó la “superioridad blanca” y dijo que películas como Cowboy de medianoche eran “pervertidas”, en medio de comentarios homofóbicos, aunque siempre se rumoreó que su mejor amigo y mentor, John Ford, era homosexual– parece una suerte para quienes lo quisieron y lo sobrevivieron que apenas se sepa sobre su tumba que está en un lugar desconocido de California, mirando al Pacífico. Tal vez solo eso salve hoy a los restos del último macho recio del cine de la profanación.
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