El poeta inglés William Ernest Hanley, que nació en 1849, fue un hombre de suerte esquiva. A los 12 años, la tuberculosis hizo que le amputaran una pierna. Con la infancia cercenada, se convirtió en poeta núbil y convaleciente. Hizo de su drama una gloria a la que ayudó, con humor, el escritor Robert Louis Stevenson: es Hanley, el poeta, el Long John Silver, el pata de palo de “La isla del tesoro”. Hanley fue editor del “National Observer” y el primero en publicar los trabajos de George Bernard Shaw, H. G. Wells y Rudyard Kipling, entre otros. Escribió un poema épico, “Invictus” que en su acepción latina no quiere decir no derrotado, sino inconquistable. No es lo mismo. Es un poema vibrante: “Más allá de este lugar de ira y llantos / acecha la oscuridad con su horror, / Y sin embargo la amenaza de los años me halla, / y me hallará sin temor. / No importa cuán estrecho sea el camino, / ni cuántos castigos lleve a mi espalda, / soy el amo de mi destino, / soy el capitán de mi alma.”
Nelson Mandela hizo de estos versos su credo durante sus largos años de prisión. Pero también, otra muestra de la esquiva suerte de Hanley, fueron las últimas palabras que se atrevió a pronunciar hace hoy veinte años Timothy McVeigh, antes de ser ejecutado por volar un edificio federal de Oklahoma, Estados Unidos. Allí murieron 168 personas, entre ellas diecinueve chicos que pasaban el día en la guardería de empleados.
En manos de Hanley, el poema es un canto de esperanza. En boca de McVeigh, es un desafiante insulto a la vida.
Ya casi no queda memoria de aquel desquiciado ejecutado con una inyección el 11 de junio de 2001 en la prisión federal de Terre Haute, Indiana, en parte porque a exactos tres meses de su muerte, la voladura del World Trade Center de Nueva York cambió al mundo para siempre y tapó un interrogante todavía sin respuesta: cuál es la magnitud y los alcances del terrorismo interno en Estados Unidos.
McVeigh había nacido en Lockport, Nueva York, el 23 de abril de 1968. Segundo de tres hermanos, y único varón, fue un chico común que se divertía con la tele, el cine, el fútbol americano y el béisbol. Vivía en un hogar roto y fue criado casi por su abuelo, que lo introdujo en el manejo de armas de fuego y despertó en el chico algo más que una pasión: Timothy, que todavía no era el adulto McVeigh, empezó a llevar armas a la escuela para impresionar a sus compañeros, en especial a quienes se burlaban de su baja estatura y de un físico esmirriado. Convertido ya en asesino, diría que en aquellos años nació su odio a las instituciones y a las personas que se aprovecharan de los débiles. Una declaración incierta dado que McVeigh se convirtió luego en un supremacista blanco que ansiaba aniquilar al resto de las razas humanas.
Cuando tenía once años, sus padres se separaron y dejaron que los hijos eligieran con quién vivir. Las hermanas de McVeigh, Jennifer y Patty, se quedaron con su madre. Timothy con su padre. Se graduó en la secundaria Sweet Home y fue un fracaso universitario: abandonó el Bryant & Stratton College, de Buffalo y se empleó en una hamburguesería y como guardia de seguridad. Un destino opaco y nebuloso al que intentó echar un poco de luz con lecturas sesudas de “Soldier of Fortune”, una revista militarista que, con un neologismo elegante, define a los mercenarios.
Su camino iba por las armas y por la extrema derecha, sendero que le marcó una novela del supremacista blanco William Luther Pierce llamada “Los diarios de Turne”. La trama describe un sangriento golpe neonazi contra el gobierno de Estados Unidos, controlado por judíos según los “soldiers of fortune” de la ficción. La revuelta también va en contra del endurecimiento de las leyes de control de armas. Un grupo de terroristas de ultraderecha usa entonces un coche bomba para destruir el edificio central del FBI, en Washington, y lanza ataques nucleares contra Nueva York, Israel y la entonces Unión Soviética. De paso, desatan en Estados Unidos una brutal limpieza étnica. El líder terrorista de la novela, Earl Turner -sus diarios dan título al engendro- muere en una misión suicida: estrella un avión que carga una bomba atómica contra el edificio del Pentágono, sede del poder militar de Estados Unidos. En esas charcas bebió McVeigh. Y quien quiera hallar en la ficción paralelos con la realidad que estalló el 11-S, puede hacerlo sin temor.
El siguiente paso de Mc Veigh era cantado: entró al Ejército, se entrenó en Fort Benning, desplegó sin trabas su fascinación por las armas, se hizo socio de la Asociación Nacional del Rifle y se afilió al Partido Republicano. Participó de una protesta del Ku Klux Klan contra los soldados afroamericanos de su base militar y recibió una amonestación de sus superiores por vestir una camiseta con inscripciones racistas. Fue un soldado brillante junto a dos de sus camaradas: Terry Nichols y Michael Fortier, todos unidos por el odio al gobierno y por la exaltación de la raza blanca. Participó en la Guerra del Golfo de 1991, tras la invasión de Kuwait por las tropas iraquíes; combatió duro y algunas fuentes lo dan como participante en una matanza de soldados iraquíes y miembros de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) que se retiraban de Kuwait.
Lo cierto es que volvió de la guerra convertido en un supremacista blanco aún más convencido, más agresivo, más impulsivo, más belicoso; esgrimía algunas teorías vecinas al desatino, sostenía, por ejemplo, que durante la guerra el Ejército había implantado en sus nalgas, y en las de muchos otros soldados, un chip destinado a controlar sus movimientos y su rendimiento en combate; y exhibía algún indicio, acaso ostensible, de padecer estrés postraumático. Quiso ingresar a la selecta unidad de combate conocida como “Boinas Verdes”, pero fue declarado “no apto” en las pruebas psicológicas. Dejó el ejército el 31 de diciembre de 1991 con dos medallas: la Insignia de Combate de Infantería y una Estrella de Bronce.
Su vida siguió ligada a las armas, a las sectas racistas, a los pequeños grupos, y no tan pequeños, partidarios de la segregación racial que retomaron su marcha rampante durante y tras la reciente presidencia de Donald Trump. Dos hechos apresuraron su destino. El 21 de agosto de 1992, en Ruby Ridge, Idaho, Randy Weaver, un racista traficante ilegal de armas, se tiroteó con la policía luego de vender una pistola a un agente encubierto. Weaver fue arrestado, pero en el tiroteo fueron muertos su mujer, su hijo y un policía. En febrero de 1993 la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas y Explosivos (ATF), tomó por asalto la sede de la Secta Davidiana en Waco, Texas, sospechada también de venta ilegal de armas. Hubo un tiroteo en el que murieron cuatro agentes y seis davidianos y quedó herido el líder, David Koresh. McVeigh quiso llegar a Waco pero se lo impidió la policía en uno de los puestos de control instalados alrededor de la sede de la secta. Dos meses después del tiroteo en Waco, el 19 de abril de 1993, las fuerzas federales volvieron a tomar por asalto el edificio de los davidianos. El resultado de la operación fue un desastre: un incendio destruyó las instalaciones y allí murieron Koresh y setenta y cinco miembros de su secta.
McVeigh estaba ese día en Decker, Michigan. Había trabajado en algunas exposiciones ambulantes de armas y se había instalado en la granja de su viejo amigo del ejército, Terry Nichols. Ambos entraron en la Michigan Militia, uno de los tantos “ejércitos privados” que operaron en el sur y en el medio oeste de Estados Unidos en los años 90, que dirigía el ultraderechista Mark Koernecke. En septiembre de 1994, cuando estaba a punto de aprobarse una ley de control de armas, y tal como ocurría en la novela de su mentor, McVeigh y Nichols decidieron atentar contra el gobierno. Trataron de convencer a otro amigo de sus años en el ejército, Michael Fortier, que no quiso saber nada con semejante disparate. McVeigh, sin embargo, le reveló los detalles de su plan: habían elegido como blanco el edificio federal Alfred P. Murrah, en Oklahoma City, y habían decidido volarlo el 10 de abril de 1995, segundo aniversario de la masacre de Waco.
Lo demás fue bastante fácil para dos entendidos en armas y explosivos, que se movían tranquilos en el mercado ilegal. Robaron de una cantera mil ochocientos kilos de nitrato de amonio y varias cajas de Tovex, un explosivo gelatinoso, con base en el amonio, que reemplazó a la dinamita en las canteras. Combinaron los explosivos con tres barriles de nitrometano que habían comprado en una pista de carreras de Texas. El 15 de abril McVeigh alquiló una Ford F-700, modelo 1993, con un nombre falso, Robert D. Kling y el 16, él y Nichols convirtieron a la Ford en un coche bomba.
Con todo listo, McVeigh preparó su escape. Estacionó cerca del Murrah su antiguo Mercury amarillo, modelo 1977, y dejó a la vista un cartel con la leyenda “No remolcar”, unos recortes de prensa, unos panfletos de propaganda de extrema derecha y una copia de la declaración de la independencia de Estados Unidos con una leyenda al dorso destinada, se supone, a los políticos en general: “Obedezcan la Constitución de los Estados Unidos y no les dispararemos”.
Cerca de las 9 de la mañana del 19 de abril, McVeigh estacionó la camioneta bomba frente al Alfred P. Murrah donde funcionaban oficinas del FBI y una guardería, “America Kids Day Care Center”, donde pasaban el día los hijos de los empleados. McVeigh se alejó a paso normal para que nadie sospechara nada, y hasta pudo escuchar la explosión antes de subir a su auto y escapar. Llevaba encima su pistola Glock de 9 milímetros.
La explosión voló el edificio, pero no lo derrumbó. Murieron 168 personas, y diecinueve chicos, entre ellos, los quince que jugaban en la guardería. Setecientas personas quedaron heridas, 324 edificios cercanos, en un radio de dieciséis manzanas, quedaron dañados y se incendiaron 86 coches.
Noventa minutos después del atentado, McVeigh fue detenido por el agente Charlie Hanger, de la policía de Oklahoma: manejaba un auto sim matrícula y llevaba su arma. El detenido vestía un chaleco de combate negro, jeans negros, botas militares y una camiseta blanca con la leyenda “Sic semper tyrannis”, Así siempre a los tiranos”: es la frase que dijo John Wilkes Booth después de balear en la nuca al presidente Abraham Lincoln, en el teatro Ford, de Washington, en 1865. La camiseta de McVeigh llevaba en la espalda otra leyenda, esta de Thomas Jefferson: “El árbol de la libertad debe ser vigorizado de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos”.
Alegorías aparte, al tercer día de su detención, y cuando estaba a punto de ser liberado, el FBI lo identificó por evidencias forenses como el autor del atentado. Nunca mostró un leve rasgo de piedad. Dijo que las víctimas no eran culpables, pero que trabajaban para “un imperio del mal”. Por supuesto, no había querido matar a los chicos, ni a civiles ajenos al gobierno, pero que sus muertes debían ser tomadas como “daños colaterales”. También habían muerto chicos, dijo, en Waco y en Ruby Ridge. Se convirtió así en el terrorista más odiado de Estados Unidos. Una encuesta elaborada a inicios de 1997 reveló que el 61 por ciento de los americanos sostenía que debía ser condenado a muerte y el 31 por ciento, a cadena perpetua.
El 13 de junio de 1977 McVeigh fue declarado culpable y condenado a muerte. Su cómplice, Terry Nichols, hoy de 66 años, fue sentenciado a ciento sesenta y una cadenas perpetuas por homicidio. Sigue preso en la cárcel de máxima seguridad ADX Florence, Colorado. Michael Fortier, que se negó a participar del atentado y aceptó testificar contra McVeigh, fue condenado a doce años de cárcel por no advertir al gobierno sobre el atentado. Fue liberado por buen comportamiento en 2006. Ingresó a un programa de protección de testigos.
McVeigh fue ejecutado a las siete de la mañana del 11 de junio de 2001 con un compuesto químico inyectable, en la prisión Terre Haute, Indiana, después de haber saboreado su última cena: dos terrinas de helado de menta con chips de chocolate.
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