Escena uno: Marty McFly sube al DeLorean y el Doc fija el destino en un futuro no tan lejano en el que un grupo de investigadores integrado por miembros de la Michael J. Fox Foundation for Parkinson’s Research encuentran la cura definitiva contra esa enfermedad neurodegenerativa. La dupla vuelve a subir a la máquina del tiempo para viajar hasta 1991 y darle el remedio al actor joven del momento: tiene 29 años, se casó hace tres con Tracy Pollan, su novia de la ficción en Family Ties (1982-1989) –la serie que lo catapultó a la fama–, y su hijo Sam está aprendiendo a caminar; acaba de estrenar la última secuela de la trilogía Volver al futuro y en está en medio del rodaje de Doc Hollywood.
Aunque ya lo premiaron con tres Emmys y un Golden Globe, al chico que –en plena era del videoclub– conquistó a millones en todo el mundo como el lobizón que surfeaba en una van en Muchacho lobo (1985), el humilde y ambicioso empleado de El secreto de mi éxito (1987), y haciendo proezas en su skate en la taquillera saga de Robert Zemeckis, le preocupa, y hasta lo abruma, quedar encasillado para siempre en el rol del eterno adolescente prodigio. Lidia con eso abriendo la heladera para abrir otra lata de cerveza. Mucho después, llamará a esa época “the Miller times”, en alusión a su marca preferida. Otra cosa le preocupa, aunque todavía no le resulta un problema: hace días siente un dolor en el hombro y ese temblor en el meñique con el que despertó esta mañana en un hotel de Florida no parece deberse a la resaca.
Escena dos: Marty y el Doc levantan las latas vacías mientras se acercan al actor nacido el 9 de junio de 1961 en la capital de Alberta, Canadá, que está de espaldas frente al espejo del baño de la suite. McFly busca entonces en su bolsillo la medicina que va ahorrarle media vida de enfermedad y de lucha, pero no la encuentra. El Doc entiende que es en vano: el activismo de Michael J. Fox será crucial para dar con la cura del Parkinson en el futuro, y también para buena parte de las investigaciones que contribuirán a mejorar la calidad de vida de muchísimos pacientes más allá de los Estados Unidos.
Hay otro viaje posible. Uno en el que el propio Fox, que hoy cumple 60 años y 30 desde el diagnóstico que puso su mundo en perspectiva, vuelve en el tiempo hasta el consultorio en el que un neurólogo le dijo que le daba, como máximo, diez años de carrera. Son muchas las cosas que el actor se resignó a perder, sobre todo últimamente: ya no puede tocar su amada guitarra, tuvo que dictarle su cuarto libro de memorias No Time Like the Future: An Optimist Considers Mortality (2020) a su asistente, a veces le cuesta hablar, otras necesita usar una silla de ruedas. También confesó, precisamente en su última biografía, que dejará la actuación: “Mi memoria a corto plazo está destruida”, escribe con crudeza y sin rodeos. “Hay un momento para todo, y el tiempo de hacer jornadas de doce horas y memorizar siete páginas de diálogos se terminó para mí”, explica.
Pero los que lo trataron últimamente, como la periodista Hadley Freeman, que le hizo una extensa entrevista en noviembre pasado para the Guardian, asegura que si algo no ha perdido Fox es el humor. “Sigue siendo el tipo divertido, inteligente y alerta que recordaba, y después de un rato de hablar con él, uno deja de notar los efectos del Parkinson”, dice Freeman. ¿No vale la pena entonces ese viaje en el DeLorean para ver a Michael Fox reírse a carcajadas de aquel médico que le aseguró que su vida como actor terminaría en diez años, y mostrarle, de paso, todo lo que consiguió?
“Me tomó un buen tiempo asimilar todo”, ha dicho Fox en varias oportunidades. En un reportaje que dio junto a su mujer a la revista People en 2018, contó sobre esos primeros largos meses después del diagnóstico, que el alcohol fue su salida para mantener el secreto y olvidar lo que le pasaba. Hasta que Tracy le dio un ultimátum. Fue una mañana de 1992. Había vuelto tan borracho después de una noche con amigos, que terminó desmayado en la alfombra, con una lata de cerveza y la mitad de su contenido encima. Cuando lo encontraron su mujer y su hijo, que entonces tenía tres años, Fox pensó que ella iba a estar enojada. “Pero no lo estaba. Estaba aburrida”, dijo.
Aquella fue su última cerveza. Empezó a hacer terapia para aceptar que tenía que convivir con la enfermedad y “a pensar que podía seguir adelante y permitirle a mi familia que se preocupara por mí”. Así se preparó para hacerlo público en 1998, mientras protagonizaba la exitosa Spin City (por la que ganó tres Globos de Oro y un Emmy): los síntomas ya no podían ocultarse. Dos años después, dejó la serie. “Necesito ganar este tiempo para darle batalla a esta enfermedad y estar con mi mujer y mis hijos”, dijo entonces, y anunció la creación de su fundación para investigar la cura y asegurar terapias para los que viven con Parkinson. Estaba a punto de convertirse en uno de los mayores filántropos y activistas de la causa: en las dos décadas que siguieron, la Michael J. Fox Research Foundation lleva recaudados más de US$1.000 millones.
Fox volvió a interpretar papeles geniales, como el ex atleta parapléjico, adicto y resentido de Rescue me (2009), por el que ganó un Emmy, o el abogado inescrupuloso que explotaba su discapacidad para ganar casos en The Good Wife (2010), por el que fue nominado a tres de esos premios. También hizo participaciones especiales en Curb your enthusiasm, tuvo su propio show –que fue cancelado, en gran medida por su propia decisión, después de quince emisiones–, y volvió a hacer el papel de un abogado durante cinco capítulos de la serie Designated Survivor en 2018.
Desde ese año, puso la actuación en pausa. “Si algo cambia o encuentro la manera de hacerlo distinto, genial. Pero si pude llegar hasta acá, no estuvo mal”, dice. Sabe que su manera de encarar los personajes cambió con su enfermedad: “Es como caminar. Antes lo hacía rápido, pero ahora cada paso es como un dilema matemático, así que me lo tomo con calma. Con la actuación es lo mismo. Antes, apuraba los remates, ahora presto atención a todo el diálogo: ¡ya no puedo aparecer en un skate en cualquier momento!”
Pero también que hay algo que nunca cambió en él: su rotunda negativa a compadecerse de sí mismo. Incluso después de que en 2018 pasó por lo que él llama “el momento más oscuro” de su vida. Por entonces le encontraron un tumor en la médula espinal. No era cancerígeno, pero crecía muy rápido y le causaba un enorme dolor. La cirugía era riesgosa. “Si no me operaba, iba directo a una parálisis”, contó. A la intervención, que fue un éxito, le siguió una rehabilitación de cuatro meses en la que prácticamente tuvo que aprender a caminar de nuevo. Y, sin embargo, el autor de Lucky man: A memoir (), Always Looking Up: The Adventures of an Incurable Optimist (2009) y A Funny Thing Happened on the Way to the Future: Twists and Turns and Lessons Learned (2010), no se dio por vencido. Hasta aceptó una participación especial en la película See you yesterday (2019), de Spike Lee. Pero el mismo día en que comenzaba a rodar, se cayó en la cocina de su casa de Nueva York y se quebró un brazo.
Había vuelto especialmente para la filmación de las vacaciones familiares y estaba solo. “Me rompí –recuerda en su último libro de memorias, menos optimista que los anteriores, pero profundamente honesto–. Estaba apoyado en la pared de la cocina, esperando una ambulancia y me sentía como: ‘No puedo caer más bajo’. Fue el momento en el que me cuestioné todo. Me dije: ‘No puedo poner buena cara ante esto. No hay una parte buena, no hay un lado luminoso. Todo es dolor y lamento. El Parkinson, la espalda, el brazo…”. Y por primera vez en años, se planteó si tenía sentido mantener su discurso positivo: “¿Cómo voy a decirle a esa gente: ‘La frente en alto. Busquen el lado bueno. Todo va a salir bien”.
Si Marty McFly y el Doc volvieran a subirse al DeLorean para ver qué pasó con Fox después de la caída, encontrarían que finalmente las cosas salieron bien. Spike Lee lo esperó para el cameo, y él pasó el mal trago viendo maratones de Family Ties con su mujer. Después de todo fue en esa serie en la que se enamoraron cuando ella no se dejó doblegar por la arrogancia de su fama. Es lo que le sigue gustando a Fox de Tracy, con cuatro hijos y 33 años de casados más tarde: “Siempre siguió siendo mi esposa antes que mi enfermera. No me mira con pena ni me pregunta si estoy bien. Más bien me dice: ‘¿En serio te vas a poner esa camisa?’”
En 1995, cuatro años después de que el actor fuera diagnosticado, la pareja tuvo a las mellizas Schuyler y Aquinnah. Y cuando cumplieron cinco –a dos de la primera cirugía cerebral que le practicaron al actor para reducir sus temblores–, decidieron tener otro bebé: Esme nació en 2001. En su último libro, Fox escribe que muchas veces le dicen que Tracy es “una roca” por haberlo sostenido en un largo matrimonio, donde la enfermedad le ganó por lejos a la salud en la ecuación. “No, ella no es una roca: las rocas son sólidas, tercas, inamovibles. Así soy yo. Tracy, en cambio, aprendió a hacer que la roca siguiera girando”.
El mes pasado, cuando su hijo mayor cumplió 32 años, subió una foto junto a él a su cuenta de Instagram: “Sam, desde mi punto de vista no estás haciéndote más viejo, sino más alto. Te amo”. Ya es más grande de lo que era él mismo cuando aquel médico le dijo las palabras que cambiarían su destino. “Era un bebé, ¡tenía tanto por aprender!”, dijo al recordarlo en esa entrevista con Freeman en The Guardian.
Para el actor, que perdió las esperanzas de que se encuentre una cura para su enfermedad mientras viva, el optimismo hoy “está anclado en la gratitud, y lo que sigue es la aceptación. No significa que no puedas comandar el cambio, que tengas que aceptarlo como un castigo o una pena, sino que hay que ponerlo en el lugar que corresponde. Y después, ver todo lo que queda por crecer y mejorar en la vida. Es la única manera de moverse”, escribe, y aclara: “No es que antes no fuera sincero, pero ahora mi agradecimiento es mayor, porque logré superar mis momentos más oscuros”.
Aún tras revelar que sufre delirios y demencia, y que llegó a buscar las llaves de su auto antes de recordar que ya no puede manejar, a confundir a sus gemelas y a hablar solo “con una persona a mi izquierda que resultó no estar ahí”, Fox dice que elige esta vida, la suya, con todo y sus limitaciones. Y que también volvería a elegirla si la máquina del tiempo le permitiera saber su diagnóstico de antemano: “Todavía puedo pensar; con un poco de esfuerzo, me puedo mover; tengo una familia que amo, y me puedo comunicar, puedo expresar afecto y decirles que los quiero. Claro que elijo mi vida, ¿qué más podría pedir?”.
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