Haji Mohammad Suharto, o Suharto a secas, del que hoy se cumplen cien años de su nacimiento, fue presidente de Indonesia (el segundo de su historia) durante más de tres décadas. También fue un temible asesino de masas. Y el ostenta el título del gobernante más corrupto de la historia pese a los muchos contendientes al cetro.
Indonesia parece un país imposible de gobernar. Dos millones de kilómetros cuadrados de superficie, el país insular más grande del mundo, en ese momento con 220 millones de habitantes (actualmente son 290 millones), 300 grupos étnicos, más de 250 lenguas y dialectos y 17.000 islas. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo ocupado por Japón y después fue una colonia holandesa, hasta la independencia declarada en 1949.
Su primer presidente fue Sukarno, que tomó el control del país con mano férrea. Debía lidiar con los grupos islámicos, los comunistas y la pobreza. En el sur del país los movimientos opositores parecían avanzar. Para controlarlos envió a un joven y ambicioso coronel. Suharto estuvo a cargo de la represión. Muy pronto logró apagar esos levantamientos y ganarse un nombre. Sukarno había encontrado un jefe militar. Suharto ascendió rápidamente. Pero los conflictos internos continuaban y se agravaban.
1965. Una lucha intestina por el poder. Los militares, principal sustento del entonces presidente Sukarno, se dividieron en dos facciones: los comunistas y los occidentalistas. O los apoyados por Mao y los financiados por la CIA. Seis de los principales jefes militares que eran apoyados por Estados Unidos aparecieron muertos. Misteriosamente, el único de alto rango que sobrevivió fue Suharto. Así lideró esta segunda facción. Logró imponerse. Y con eso consiguió vencer al otro grupo y detener la progresiva inclinación hacia el eje comunista de Sukarno. La purga posterior fue arrasadora. Esta victoria y este poder de fuego, le permitieron a Suharno convertirse en el hombre fuerte del país y promover el derrocamiento de Sukarno. Al principio asumió provisionalmente el poder, pero el año siguiente fue elegido (casi) definitivamente. Permanecería 33 años ininterrumpidos como primer mandatario.
Suharto, que hasta ese momento había hecho una sinuosa carrera, desde el apoyo a Japón en la Segunda Guerra, levantamientos fracasados, coqueteos con el comunismo, su fidelidad a Sukarto, el ascenso en las Fuerzas Armadas y el golpe de estado contra su mentor en 1966, tomó el poder para no soltarlo.
En esas luchas que tuvieron lugar entre 1965 y 1966, Suharno desató una masacre en la que se asesinó y se hizo desaparecer a millones de indonesios. Los números son aproximados. Pero las entidades mundiales calculan que en ese período Suharno fue el responsable de entre 600.000 y dos millones de muertes. Pero no se conformó con sofocar ese posible fuente de conflicto y de oposición en los sesenta: esas muertes que lo cubrirían de poder. Suharto fue capaz de ocasionar una masacre por cada década de poder. Hay que reconocer que son pocos los que lo han conseguido. En los setenta fue en Timor Oriental dónde las fuerzas de Indonesia mataron a un tercio de la población, alrededor de 200.000 personas. En los ochenta hubo fusilamientos masivos y desapariciones de disidentes y de quienes llamaban la atención sobre el creciente deterioro social. En los noventa, la represión continuó para intentar callar, sin éxito, a los que protestaban por la crisis que afectaba al país. Como los métodos eran clandestinos y las acciones quedaron impunes se hace difícil para los especialistas determinar el número de víctimas.
A su plan para revivir al país, o a sus modos económicos, lo llamó Nuevo Orden. Indonesia (y la gran mayoría de Asia) resurgió. Los indicadores se elevaban año a año. Había petróleo, nuevas empresas, préstamos del Banco Mundial. Un crecimiento del 7% anual. Suharto se adjudicaba esos méritos. Su gente lo reconocía. Pero cuando una crisis mundial y continental sacudió a Indonesia en 1998, debió resignar el poder después de 33 años de ejercicio despótico. A los indonesios, hasta ese momento no parecían importarles los asesinatos, las violaciones a los derechos humanos y la corrupción rampante. Todo eso supieron no verlo o minimizarlo. Pero no lo hicieron cuando los problemas económicos perjudicaron sus bolsillos, cuando el hambre y la desocupación empezaron a arreciar.
Hasta ese momento Suharto, para mantener el poder, se basaba en el apoyo militar, la sofocación inmediata, cruel y desmedida de cualquier intento de rebelión o de protesta, el bienestar de la mayoría de sus habitantes, y el equilibrio en el complejo entramado internacional.
Alguna vez se deberá escribir la historia de la Guerra Fría a través de los dictadores y crímenes locales que apañaron y hasta incentivaron las dos potencias con tal de que una nación o región no cayeran en manos de su enemigo.
Suharto fue financiado y protegido por Occidente. Él se supo erigir como el bastión anticomunista de la región, el garante de que Indonesia no cedería a la cercanía de la China Maoísta. Pero como tantos otros dictadores de posguerra, Suharto supo también coquetear con ambos bandos. Porque entendió que si se asentaba demasiado de un solo lado, si no pendulaba y desplegaba un confuso juego de seducción con las dos potencias, su poder de negociación y, en especial, su impunidad se debilitaban. Así fue que también hubo acercamientos con la Unión Soviética que tenían una doble finalidad: preocupar a Estados Unidos y alimentar la fricción con China.
En sus apariciones públicas se esforzaba por mostrarse afable. En algún momento lo llamaban “el Militar Sonriente”. Su rasgo personal más distintivo era el Songkok, un sombrero cónico de terciopelo negro que siempre llevaba en su cabeza.
Suharto figura en la lista de los grandes asesinos de masas. Se calcula que en sus más de tres décadas como presidente mandó asesinar entre 500.000 y 3 millones de personas. Para tener una perspectiva de la magnitud de sus crímenes, en ese ranking debajo de él figuran personajes que la historia a inmortalizado como salvajes carniceros: Iván el Terrible, Mao, Mengitsu, Ante Pavelic, Mussolini o Idi Amin.
Eso sí, Suharto puede mostrarse orgulloso de que encabeza otra lista y no navega por mitad de tabla como en la anterior, en la medianía de un décimo puesto. Según Transparency International, la organización que estudia e investiga la corrupción en los países y sus gobiernos, Suharto es el líder mundial de la historia moderna que más cantidad de dinero ha robado en ejercicio del poder. El dictador más corrupto de la historia. El lector debe reconocer el esfuerzo y la imaginación que Suharto ha debido desplegar en la empresa ya que derrotó a hábiles competidores en esa carrera imaginaria.
Su fortuna se calcula entre los 16 mil y los 30 mil millones de dólares. La lista de bienes, empresas, extensiones de tierras y cuentas internacionales parece inabarcable.
Cuando invadió Timor Oriental en 1977, luego de echar a los portugueses y masacrar a todos los opositores y a cualquier que pudiera mostrar resistencia, se dedicó a apropiarse de todas las tierras posibles. Utilizando sus fuerzas militares como guardias personales desalojó todos las propiedades posibles para quedarse con ellas. Se calcula que el 40 % de la superficie de Timor Oriental, en algún momento, fue suya. Algunos historiadores sostienen que no hubo ningún gran negocio ni industria en esa región de la que Suharto no fuera el dueño absoluto o tuviera mayoría societaria.
Trasladó a Timor el modus operandi que había utilizado en Indonesia. Se quejaba de la herencia, acusaba a su predecesor de corrupción y se quedaba con los sitios económicamente productivos. Las empresas terminaban siendo monopolios que manejaban sus amigos, testaferros o familiares, mientras él paseaba su imagen magnánima por el país y aprovechaba las tensiones de la Guerra Fría para eludir las presiones internacionales. El resurgimiento económico, las nuevas inversiones y la explotación del petróleo hicieron que las divisas llegaran en gran cantidad al país. De todo ello, el voraz Suharto se quedó con una (gran) porción.
En 1998, tras 33 años en el poder, la crisis económica provocó que abandonara el poder. Como acto reflejo intentó resistir, aplastó las primeras protestas. Pero comprendió, o lo hicieron comprender, que ya no era lo mismo que antes. La bonanza económica había terminado, su salud estaba resquebrajada y la Guerra Fría había terminado.
La crisis asiática de 1997 hirió de muerte a su régimen. Pérdida de poder adquisitivo, aumentos en los servicios y desempleo. Las protestas callejeras se multiplicaron. Suharto no escuchó. Se presentó a su séptimo periodo presidencial consecutivo y no entendió que los indonesios necesitaban un cambio. Sus ministros seguían siendo los de siempre: sus familiares y amigos. Cada vez más encerrado en sí mismo, menospreció la situación. La muerte de seis estudiantes durante una protesta en una universidad de Yakarta consiguió lo que no habían podido millones de muertes anteriores.
Su plan entonces fue escabullirse. Dejar el gobierno, ceder poder, pero conservar su fortuna y asegurarse impunidad por sus crímenes de masas. Desapareció de la esfera pública y logró eludir los pedidos de explicaciones, las rendiciones de cuentas y a la justicia (que actuaba sin ninguna convicción). Eran muchos los hombres con poder dentro de las fuerzas armadas, la justicia, la política y el empresariado que se habían beneficiado con sus antiguas felonías. El silencio respecto a Suharto también los protegía a ellos. En el año 2000 sus abogados adujeron que el ex hombre fuerte de Indonesia había sufrido un ACV y que no estaba en condiciones de presentarse ante la justicia. Con ese ardid lograron frenar las causas. La justicia sólo le prohibió que saliera de su país. El único miembro de su familia que estuvo preso fue Hutomo Mandala, uno de sus seis hijos. Tuvo que pasar cuatro años en prisión porque fue encontrado culpable de haber contratado un sicario para que matara al juez que llevaba adelante una causa por corrupción en la que estaba procesado.
Pese a los malos pronósticos de salud, el dictador sobrevivió diez años a su remoción del poder. Murió en 2008. Se había retirado de la vida pública. Su fortuna nunca fue encontrada.
En los últimos años algunos de sus hijos intentaron retornar a la política. Quisieron cambiar la historia y convertir a su padre en un héroe nacional. Ellos pretendieron aprovechar su apellido y su escandalosa fortuna para ejercer el poder. Pero los crímenes de Suharto fueron tantos y tan crueles que el olvido es imposible.
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