Poco movimientos culturales (y sociales) tienen tan marcado sus mojones de inicio y de cierre como la Música Disco. No hace falta explicar que ni empezó después de la publicación de un artículo periodístico, ni murió para siempre después de un masivo acto en el que se abjuró del estilo y se quemaron miles de discos, el Disco Demolition Day. Pero, sin dudas, esos dos momentos fueron los que de manera más evidente señalaron sus momentos iniciales y finales.
El 7 de junio de 1976, hace 45 años, la revista New York, uno de los lugares desde donde el Nuevo Periodismo se dio a conocer, publicó una nota de tapa que pretendía ser una mirada sobre una nueva costumbre, un nuevo rito de la juventud. Tribal Rites of the New Saturday Night (Ritos tribales de la nueva noche del sábado) escrito por Nik Cohn seguía a un joven en los aprestos y en la acción de una salida nocturna durante un fin de semana. Ese artículo periodístico más oscuro de lo que el recuerdo indica hizo que la música disco y las costumbres de los jóvenes en sus salidas sabatinas fueron conocidos por todos gracias la posterior adaptación cinematográfica.
La revista New York nació como suplemento dominical del New York Herald Tribune para independizarse en 1968 fundada por Clay Felker y Milton Glaser. Su ambición era competir con el New Yorker y ser a la vez su contracara. Una escritura musculosa, creativa, revolucionaria, que echaba mano a los recursos que hasta ese momento habían sido de exclusivo uso de la ficción. Para eso, además de buscar temas que los demás pasaban de largo, contrató y le dio lugar a los mejores periodistas de esa generación: Tom Wolfe, Jimmy Breslin, Gloria Steinem entre otros.
Nik Cohn era periodista de rock en Inglaterra y en 1976 viajó a Estados Unidos con la intención de hacerse un nombre allí. Le propuso a Felker una nota novedosa. Seguir a un joven en su salida sabatina y mostrar cómo era ese mundo nuevo de las discotecas, la música bailable, los peinados, la ropa ostentosa. La manera de divertirse de los jóvenes de la clase trabajadora. Describir su oasis semanal (y el infierno de los otros seis días). La música disco era mucho más que esos ritmos contagiosos que sonaban en las radios con bajos, secciones de vientos y grandes cantantes. Había un mundo detrás de Giorgio Moroder y Donna Summer.
La tapa traía una pintura James McMullan. En tonos azules mostraba un baile en la pista un club nocturno. Una fila de chicas mirando atentas a un bailarín, tratando de seguir sus pasos. El piso brilloso. Y en el centro él, de perfil (no le vemos la cara: un año y medio después todos le pondremos la cara de Travolta): camisa blanca, chaleco azul y celeste, pantalones granates y zapatos marrones con plataforma. La pintura de McMullan es tan buena que parece tener movimiento, que esa rodilla en el aire y ese aplauso van a proseguir en el siguiente segundo a nuestro primer vistazo.
Eran otros tiempos. Los artículos de tapa de una revista provocaban conmociones, tenían consecuencias, intervenían en la conversación pública. El tema es una especie de clásico periodístico: el estudio de las nuevas costumbres de los adolescentes y jóvenes en las que se mezcla el registro literario, la información periodística y hasta el análisis antropológico. Textos que no están dirigidos a sus protagonistas, sino a lectores maduros que acceden así a un mundo desconocido.
Entre esos lectores hubo uno que vio más allá. El productor Robert Stigwood compró de inmediato los derechos del artículo para una futura adaptación cinematográfica. Stigwood sabía que no podía ser uno de esos proyectos que se alargan, que llevan años de desarrollo. La historia estaba fechada. Si no lograba llevar a la pantalla el fenómeno mientras se estaba produciendo, no tenía posibilidades de éxito. Para apurar las etapas, contrató al autor del artículo para el guión y a John Avildsen, un artesano hábil que venía de dirigir Rocky, el gran éxito de ese tiempo. Pero Cohn debió ser reemplazado. Ni su tratamiento ni su primer draft de guión funcionaban. Stigwood pensó que se debía a que no tenía experiencia en el cine. Contrató a guionistas profesionales. Pero el problema de Cohn, ya se verá, era otro.
Tiempo después, poco antes del rodaje, Avildsen fue reemplazado por John Badham, un director joven con una sola película en su haber: la interesante y algo alocada The Bingo Travelling All-Stars & Motor Kings, que con James Earl Jones y Richard Pryor cuenta las andanzas de un equipo de béisbol de la Negro League. Badham fue el que encontró el título definitivo. El proyecto se llamaba, inicialmente, como el artículo de Cohn, luego sólo Saturday Night hasta que Badham encontró el Fiebre de Sábado por la Noche.
Pero el éxito de la película no se basó en su guión convencional ni en la eficaz dirección. Uno de los elementos fundamentales fue el timing: cómo conectó con su época y cómo influyó en la misma. Es uno de esos artefactos que pretenden mostrar un tiempo pero lo que consiguen supera sus ambiciones. Logran intervenir esa realidad que transitan y logran que el hecho y la escena real tomen conductas, modos y frases de la película que pretende representarlo. Así como los mafiosos norteamericanos adaptaron frases de El Padrino, los jóvenes emularon a Tony Manero en sus salidas nocturnas.
Nada de esto hubiera sucedido sin los dos elementos claves: el protagónico de John Travolta, su caminar y su baile, que lo convirtieron de manera inmediato en una súper estrella. Y la música de los Bee Gees. Ambas fueron decisiones muy sencillas para el productor. No sólo fueron las primeras opciones. Eran las únicas.
Stigwood era el manager de los Bee Gees y hacía poco había firmado un contrato con Travolta, hasta el momento un actor televisivo, de un millón de dólares por tres películas. Muchos en la industria creyeron que era un trato temerario. Pero los hechos mostraron que fue un acierto extraordinario.
El álbum de la película vendió más de 30 millones de copias. Se convirtió en el disco más vendido de la historia hasta la aparición de Thriller de Michael Jackson. La reencarnación disco de los Bee Gees, con el falsete a tope, es una de sus grandes facetas.
Es probable que Stigwood al leer la nota de Nik Cohn en la revista New York haya visto, más que la posibilidad de representar un fenómeno cultural y social, un vehículo perfecto para fusionar a dos de sus artistas más importantes: los Bee Gees y Travolta. A partir de esta película, Stigwood fue durante un largo tiempo uno de los personajes más influyentes de Hollywood, un magnate que fue de los primeros en entender el negocio como es actualmente. Él aspiraba a tener participación en cada parte del negocio: publicación de las canciones, representación, management, producción de discos y películas y manejo de artistas. Una voracidad ilimitada.
Pero la historia de la película, su rendimiento extraordinario en taquilla y su influencia en las costumbres de los jóvenes que iban a boliches, la banda sonora de los Bee Gees, el súbito estrellato de Travolta, Tony Manero y su baile con el traje blanco y el brazo extendido y el índice apuntando al cielo, es otra historia. Muy rica pero, tal vez, más conocida. Volvamos a Nik Cohn y el artículo periodístico que dio inicio a todo.
“En los últimos meses, pasé gran parte de mi tiempo observando a esta nueva generación. Fui de barrio en barrio, de disco en disco, tratando de aprender los patrones de conducta, los viejos/nuevos ritos”. Así comenzaba el artículo. Cohn escribe bien. Sus párrafos tiene fuerza y elocuencia. Su prosa es musical. Vemos al personaje de la note moverse, lo acompañamos en su raid nocturno. Su noche de sábado se desenvuelve ante los ojos del lector.
Nik Cohn fue hasta la disco 2001 Odissey en Brooklyn. Toma uno de esos jóvenes y nos cuenta su vida y sus salidas nocturnas. Un mundo complicado, con pandillas y violencia, con dificultad para ganarse la vida, y una vez por semana la posibilidad de ser alguien, de destacarse en una pista, con una vestimenta adecuada, aunque la tensión siempre está presente.
James McMullan acompañó a Cohn en sus primeras visitas a esa disco de Brooklyn. Estudió la fauna y sacó varias fotos. Eligió a sus personajes. Luego, pintó a sus protagonistas en la pista. Las pinturas se pueden ver casi como un story board de la película. Lo increíble es que el trabajo de Cohn fue saludado por Clay Felker con entusiasmo, pero no así el de McMullan. Felker no veía la historia. Pensaba que sólo se trataba de unos bocetos de gente bailando. Milton Glaser, el reconocido diseñador gráfico y el otro director de la publicación, creía que McMullan había logrado atrapar algo diferente. Glaser tenía razón.
Pese a su oficio y su visión de rayos X, Felker no sospechó de Cohn. No logró ver que en ese artículo había algo raro. La revista New York siempre había querido diferenciarse del New Yorker, mostrando que la otra, pese a su prestigio, era el pasado. Pero a los fact-checkers del New Yorker no se le hubiera pasado el engaño de Cohn.
“Vincent era el mejor bailarín de Brooklyn: la figura definitiva. Tenía catorce camisas estampadas, ocho pares de zapatos, tres sacos y hasta había bailado en el programa America Bandstand”, escribe Cohn. El periodista británico inventó gran parte de lo que contó. Estuvo en el lugar de los hechos, miró el movimiento, pero el personaje principal de su historia no existía. O al menos no en Brooklyn. Tomó como modelo a un joven mod que había conocido en Derry, una ciudad de Irlanda del Norte, hacía casi una década. El apuro por el cierre, la ansiedad por ganarse un lugar en un nuevo mercado como el norteamericano, la posibilidad de una nota de tapa y la falta de rigor en cuenta al chequeo de la información y el apego a la realidad de algunos de los máximos exponentes del Nuevo Periodismo, permitieron que la historia no sólo se publicase, sino que tuviera un éxito fenomenal. Y que fuera el punto de partida de uno de los grandes fenómenos de la década. Si alguien quisiera definir los setenta en cinco nombres, uno de ellos sería el de Tony Manero.
“El artículo podría haber sido nada más que otro caso de un británico malinterpretando la cultura popular norteamericana y haciendo una fortuna con ello. Pero la historia era una mentira descarada”, escribe Peter Shapiro en el notable La Historia Secreta del Disco.
En su primera visita a la disco de Brooklyn, cuando estaba por ingresar, una lucha de pandillas taponó la puerta. Hubo cuchillazos, trompadas y corridas. Cohn quedó a un costado. Alguien vomitó en sus pantalones nuevos. Pero observó a un joven vestido de manera impecable con un peinado urdido esperaba que todo se tranquilizara, que la puerta se liberara para poder ingresar. Cohn ese día prefirió no entrar pero volvió a Odissey 2001 a buscar a ese personaje que había visto en la puerta pero no lo encontró. Observó los movimientos, los hábitos y los ritos dentro del boliche. El juego de seducción, las tensiones, las jerarquías. En los días siguientes fue, de día, por el barrio para descubrir a su gente y su geografía. Sin embargo su personaje principal era ficcional. O, era la menos, una compilación, una antología de distintas personas que había conocido en los últimos años y que le permitía contar la historia que él deseaba.
En 2006, Nik Cohn confesó su transgresión: “Mi historia fue un fraude. Es ficción. Está basado en la observación y en la investigación de la cultura Disco. En esos años, la línea divisoria entre ficción y no ficción era más difusa”. Y, en esos años, los editores querían textos hermosos y filosos. Por eso, evitaban hacer algunas preguntas incómodas o que podían tener respuestas indeseadas.
La historia tenía mucho de ficción aunque el ambiente era real y sucedía en ese tiempo. Lo que también es real y no hay trampa ni artificio es esa búsqueda, universal, por un lugar en el mundo en el que uno, por fin, pueda brillar.
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