Ese chico que, con un grito silencioso eternizado en la foto, sostiene la cabeza baleada de Robert Kennedy, es Juan Romero. La noche del asesinato, el 5 de junio de 1968, hace hoy 53 años, Juan estaba por cumplir sus 18. Era camarero en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Era, también, un admirador de Bobby Kennedy por la defensa que el entonces senador por Nueva York y precandidato presidencial hacía de los inmigrantes hispanos en Estados Unidos. Y fue, tal vez, la última persona a la que Kennedy estrechó la mano, antes de caer abatido por los disparos de Sirhan Bishara Sirhan, si es que el entonces joven palestino de 23 años fue el único en disparar aquella noche.
El chico Romero pensó siempre que, tal vez, si no hubiese intentado dar la mano a Kennedy, el seguro candidato a presidente en las elecciones de aquel año1968 no habría muerto. Era un disparate, pero fue la culpa que lo persiguió toda su vida. Esta es su historia, la de otra víctima, no fatal, de aquella noche trágica.
Juan Romero nació en Mazatán, Sonora. Cuando tenía diez años, su familia emigró a Los Ángeles y se instaló en una barriada del Este de la ciudad, sacudida por la violencia y la delincuencia. En sus años de estudiante de la Roosevelt High School Romero vio nacer, sin participar, las primeras manifestaciones contra la discriminación de los estudiantes de origen mexicano. El padre de Romero no quiso que su chico se metiera en problemas: ni en los políticos, ni en los sociales en una zona en la que la delincuencia era común; trabajaba en el Hotel Ambassador y logró que Juan entrara como lavaplatos primero y como camarero poco después. Cada día, después de la escuela, Juan era un empleado más, uno de los más jóvenes, del lujoso hotel que había albergado en su momento seis entregas de premios Oscar y había escuchado cantar a leyendas como Frank Sinatra, Judy Garland, Marilyn Monroe, Sammy Davis, Barbra Straissand y Bing Crosby, entre otros.
Ese fue el hotel, base de campaña en Los Ángeles, que Robert Kennedy eligió para seguir paso a paso las primarias de California, que ganó por sólo tres puntos. Minutos antes de caer baleado en la cocina del hotel, Bobby dijo: “Ahora vamos a la convención de Chicago. Y vamos a ganar allí también”. En la cocina lo esperaba Romero, para estrecharle la mano. De nuevo. Lo había hecho el día anterior en la que, revelaría luego, fue una experiencia fantástica.
Pese a su abstinencia política, el chico veía en la casa de sus amigos mexicanos del barrio del Este, retratos del asesinado presidente John Kennedy junto a los de su hermano; sabía que Bobby tenía a un estrecho colaborador en Los Ángeles, César Chávez, un líder hispano de los trabajadores rurales y los estudiantes mexicanos. Chávez había lanzado una huelga, exitosa, en favor de los recolectores de uvas y verduras: logró que el salario subiera a 1,75 dólares la hora. Chávez había lanzado un eslogan con el que terminaba sus discursos: “¡Viva la huelga! ¡Viva la causa!”. Las dos frases eran repetidas a menudo por Bobby, en un español champurreado y gracioso.
Para conocer a Bobby Kennedy, Juan Romero sacrificó tiempo y dinero. Le cambió a un colega todas las propinas del día, quince dólares de 1968, y se comprometió a levantar todas sus mesas, a cambio de que le permitiera llevar al candidato cualquier cosa que pidiera al room service. El 3 de junio, Bobby Kennedy pidió la cena en su habitación, y allí fue Juan con el pedido. Años después, recordaría: “Cuando entré estaba hablando por teléfono. Bajó el auricular para decirnos: ‘Come on in, boys. Entren, chicos’. Te miraba diferente, te miraba con distinción. No vio ni mi edad, ni el color de mi piel. Me miraba como a un estadounidense. Me dio un fuerte apretón de manos y sonreía de modo muy especial. Salí de allí sintiendo que medía como tres metros”.
Bobby Kennedy sabía que lo iban a matar. Al menos, que iban a atentar contra su vida en algún momento. Primero, creía en el factor imitación: alguien iba a tratar de repetir la historia de su hermano presidente en Dallas. Pero después se convenció de los poderosos intereses que iban contra su candidatura, que ya era inevitable.
La leyenda cuenta que la tarde del día en que fue baleado, mientras llegaban los resultados de la votación en California, Bobby dijo a los suyos: “Acabo de ver allí afuera a los tipos que me van a matar”. Tal vez haya sido una broma, pero se refería a tres agentes de la CIA, David Morales, Gordon Campbell y George Joannides, de la división Anti-Castro de la CIA en Miami. Días antes, el novelista francés Romain Gary le había dicho a Pierre Salinger, ex jefe de prensa de John Kennedy y que colaboraba ahora con Bobby: “A tu candidato lo van a matar”. Y hubo algo más. El día del crimen, en una charla informal entre periodistas, Jimmy Breslin, del “New York Daily News” y John Lindsay, de “Newsweek” mantuvieron un diálogo, breve y revelador, que quedó registrado. Breslin preguntó, y se preguntó, si Bobby tenía lo suficiente para llegar hasta el final. Y Lindsay le dijo: “Por supuesto que tiene lo necesario para llegar hasta el final. Pero no va a llegar hasta el final: alguien lo va a matar. Yo lo sé, ustedes lo saben, y es tan cierto como que estamos sentados aquí. Y él está allí afuera, esperando que lo maten”. Todo esto fue narrado por el historiador Richard Mahoney en un libro fundamental sobre los hermanos Kennedy: “Sons and Brothers”.
Sin saber nada de esto, Juan Romero se atrincheró en la cocina del Ambassador a esperar que pasara Bobby en la noche del 4 al 5 de junio. La cocina del hotel era una ruta alternativa si es que el candidato no podía abandonar el hotel, o subir a sus habitaciones, por el hall central, repleto de gente. Alguien más conocía esa posibilidad: Sirhan, que, por la tarde del 4 de junio, preguntó si Kennedy podía optar por la cocina del hotel como camino a la salida del hotel o a su cuarto.
Y a Kennedy lo llevaron por la cocina del hotel, tal como estaba pensado, en los primeros minutos del 5 de junio. Allí lo esperaba Romero. “Vi que Bobby saludaba a todas las manos que tenía enfrente. Me propuse felicitarlo y ver si me recordaba. Estiré mi mano derecha lo más que pude y, cuando llegó a mí, estrecho mi mano, dio un paso y, cuando soltaba mi mano, escuché los disparos.” Los disparos fueron al menos trece. La pistola de Sirhan podía disparar solo ocho. Enigma para expertos, jamás develado.
Kennedy cayó de espaldas, los brazos extendidos en cruz, quienes estaban a su alrededor buscaron refugio y Romero se quedó solito frente al senador caído. “Me arrodillé junto a él y puse mi mano entre el concreto y su cabeza para que estuviera cómodo. Vi que sus labios se movían, así que me acerqué y le escuché decir: ‘¿Está todo el mundo bien?’ Le dije ‘todo el mundo bien’. Él dijo ‘Todo va a ir bien’ Y sentí su sangre correr entre mis dedos. Así me di cuenta de que estaba herido, y grave. Yo tenía en el bolsillo de mi camisa un rosario que mi mamá me había regalado. Y pensé que él iba a necesitarlo más que yo. De modo que lo até alrededor de su mano derecha”.
Todo fue registrado por las cámaras de dos fotógrafos, Boris Yaro, de “Los Ángeles Times” y Bill Eppridge, de “Life”. Segundos después, Romero fue apartado por una desesperada Ethel Kennedy, embarazada de su undécimo hijo, y por los primeros médicos que fueron pedidos de urgencia ante el mismo micrófono desde el que Kennedy había anunciado su victoria en California. El senador fue llevado inconsciente al Hospital Buen Samaritano. Murió veintiséis horas más tarde, a los 42 años.
La historia de Juan Romero siguió caminos poco luminosos. Aquella madrugada declaró ante la policía del condado de Rampart, donde había ocurrido el asesinato. En la mañana, cuando subió a un bus que lo llevaría a Roosevelt High, notó sangre seca en sus manos, que no limpió hasta muchas horas después. Nunca pudo quitar de sí, la sombra de haber contribuido a la muerte de Bobby Kennedy, un trauma hondo en un chico de 17 años que la adultez no pudo superar. Empezó a recibir centenares de cartas, de todo tipo. Algunas lo felicitaban por su acción. Otras lo culpaban por la muerte de Kennedy. Le llegaron miles de crucifijos que intentaban reemplazar el rosario que había dejado en la mano de Bobby. Centenares de personas lo buscaban a diario en el hotel para fotografiarse con él. Dijo basta. Dejó Los Ángeles y se mudó a Wyoming donde hizo una vida nueva. Se casó, tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos varones.
Terminó por regresar a California para instalarse en San José y dedicarse a la construcción y a la pavimentación de caminos. Entabló amistad con el periodista Rigo Chacón. Los dos visitaban en cada aniversario de la muerte de Kennedy, un parque céntrico donde se alza una estatua de Bobby. Romero solía dejar flores en ella porque era el escenario en el que Kennedy había hablado poco antes de su muerte, para decir a una multitud que la pobreza y el analfabetismo eran indecentes y que él veía cierta “erosión en la decencia nacional”.
También fue amigo de Steve López, columnista de “Los Ángeles Times”, que fue quien escuchó la confesión de Romero: la sensación de culpa le había enturbiado la vida, lo había cercado y lo había dejado en cierto modo detenido en aquella noche de junio de 1968. Una nueva pareja, otro intento por rehacer su vida, le había abierto una hendija de aquella puerta cerrada. Recién a inicios del 2000, le dijo a López, pudo volver a ver las dramáticas fotos de Yaro y de Eppridge. “Fueron cincuenta años muy largos. Pero lo que vi en aquella foto, fue a un chico que ayudaba a alguien que lo necesitaba mucho y que en ese momento no tenía a nadie a su lado”. Romero dijo a su amigo periodista que no había sido un tipo perfecto, pero que había intentado vivir según los valores que Kennedy había defendido.
Fue Steve López quien, en 2010, convenció a Romero para que, juntos, visitaran en el Cementerio Nacional de Arlignton, la tumba de Bobby Kennedy, no muy lejos de la de su hermano John. Romero, entonces, compró el primer traje de su vida y viajó a Arlington. “Sentí que necesitaba pedirle perdón por no haber podido evitar que lo balearan. Y allí, con mi traje nuevo, me sentí igual que el día que lo conocí. Orgulloso, como de tres metros”.
Romero volvió varias veces a Arlington, para poner en paz a su pasado. María Shriver Kennedy, sobrina de Bobby ex primera dama de California, casada con Arnold Schwarzzeneger, dijo que siempre sintió mucha empatía por Romero, por lo difícil que le fue superar aquella noche. “Es difícil comprender por qué, alguien queda aferrado a algo para siempre. Para mí, su imagen será siempre la de una persona que intentó ayudar a otra”. Aunque nunca lo conoció en persona, deseó que Romero hubiera comprendido que había hecho algo humano en un momento trágico; esperaba que, finalmente, hubiera hallado paz.
El Hotel Ambassador, escenario de esta historia, fue demolido en 2005. En su lugar, se alzan hoy las Robert F. Kennedy Schools.
Juan Romero murió el 1 de octubre de 2018, por un ataque cardíaco. Tenía 68 años.
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