A la edad para verlo todo, tenía 14 años, quedó ciego. No quiso bastón. No quiso Braille. Quiso ver lo que ya no pudo: cómo la pelota que lanzaba entraba sin tocar el aro metálico de básquet, o cómo se movía el contrincante en el círculo endiablado de la lucha libre, o cuál sería el rostro de su primer amor.
Erik Weihenmayer hizo lo que pocos hacen: convertir su drama en una epopeya. Es cierto que lo irremediable no te deja otra salida, pero también es verdad que no todos salen por esa puerta. Eso fue lo que hizo que, hace veinte años, el 25 de mayo de 2001, Erik se convirtiera en la primera persona ciega en trepar al techo del mundo, el Monte Everest, de algo más de 8.800 metros de altura. Tenía 33 años y era uno de los pocos montañistas capaces de escalar las legendarias “Siete Cumbres”, las montañas más altas de cada uno de los continentes.
Bajo sus pies estuvieron, además del Everest, el Aconcagua, en Argentina, el Kilimanjaro de Tanzania, el Elbrus, de Rusia, el macizo Vinson de la Antártida, el Rosciuszko de Australia y el Monte Jaya de Indonesia.
A Erik tipo no le faltaron ni brazos, ni piernas, ni voluntad ni espíritu, ni cuerpo indomable para domar las montañas que no podía ver, pero el montañismo precisa de los ojos tanto como de las manos y piernas. No se trepa con el cuerpo. También se escala con los sentidos. Menos la vista, parece que a Erik le sobran los demás. En especial, el del gusto, porque merced a un maravilloso cachivache de la ciencia, ahora puede “ver”, con la lengua. Es apenas una parte de la extrañísima vida de un chico al que le dijeron un día: “A los catorce años te vas a quedar ciego” y a lo que el chico respondió, al menos en su interior, “No me van a tener”.
La retinosquisis congénita, también llamada retinosquisis juvenil, es una enfermedad maldita, si es que hay alguna que no lo sea. Es un raro mal hereditario, ligado al cromosoma X, por el que las madres actúan como transmisoras de la enfermedad, pero no la padecen. Los afectados son, casi siempre, los hijos varones, que tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de presentar la enfermedad, mientras que una hija de la misma madre portadora no la padecerá. En cambio tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de portar ella el gen anómalo y transmitirlo a sus descendientes. Los varones aquejados por el mal, transmiten el gen a todas sus hijas, que serán portadoras, pero nunca a sus hijos. En este capricho estúpido de la genética, el diagnóstico del mal es letal: la ceguera a edad temprana, a la que se llega con dolorosa y consciente lentitud o, en la alternativa más piadosa, una disminución tan acendrada de la visión que, para los efectos legales, se califica como ceguera.
Esta emboscada de la vida es la que sorprendió a Erik cuando era muy chico. Nació en Princeton, New Jersey, la ciudad que vio florecer el genio de Albert Einstein, el 23 de setiembre de 1968. Era un bebé cuando alertaron a sus padres sobre el avance del mal. La familia se mudó a Coral Gables, Florida, en 1972 y tres años más tarde, cuando Erik tenía siete años, a Hong Kong. Erik estudió en la Hong Kong International School, a medida que su visión disminuía, hasta que la familia, de espíritu nómade, volvió a Estados Unidos y se instaló en Connecticut, un estado pequeño, rico, marino, deportivo, que en algún momento llegó a albergar la mayor cantidad de empresas de seguros por habitante. Allí Erik fue capitán del equipo de lucha libre juvenil y representó a su estado en el Campeonato Nacional Juvenil.
A los 16 años, ya ciego, Erik aceptó la compañía de un perro guía y cedió un poquito de su orgullo adolescente al sistema Braille. Fue lo que cambió su vida. “Mis padres me impulsaron a no quedarme sentado. Poco después de quedar ciego, recibí un boletín en Braille que hablaba de un grupo que contactaba a chicos ciegos para escalar montañas, no muy grandes, pero montañas. Recuerdo que pensé: ‘¿Quién puede estar tan loco como para llevar a un chico ciego a escalar?” Así que, me inscribí'. Descubrió una habilidad natural para escalar piedras sólo con sus manos y piernas para aferrarse y sostenerse, un ejercicio de enorme peligro, que parecía ejercer sobre él, el peligro, una atracción muy especial. Mientras hacía sus pininos en el montañismo, estudió en el Boston College, se graduó en Inglés y Comunicaciones, ambos le serían de mucha utilidad en el futuro, y conoció a Ellie Reeves que se convirtió en su mujer.
Se unió al Arizona Mountaineering Club, donde pasó gran parte de su tiempo libre con el montañismo como pasatiempo, hasta que dejó de serlo: en 1995, a los 27 años, la emprendió contra el Monte Denali, el pico más alto de América del Norte también conocido como Monte Mckinley. “Después de una hazaña tan estimulante, decidí que quería comprometerme con una vida como aventurero a tiempo completo”. Y empezó a prepararse para su sueño: el Everest. Le iba a llevar los siguientes dieciséis años porque para esa aventura también hace falta dinero. Y mucha preparación.
El aventurero se hizo un tipo inquieto y un gran explorador manual de las rocas que escalaba, “veía” con las manos, sentía en los dedos la firmeza de la piedra, tal vez adivinara incluso sus secretos. Terminó fascinado por la montaña, embrujo que suele tentar a todos los escaladores. Al año siguiente del McKinley escaló El Capitán, una de las cimas más difíciles de Estados Unidos. En 1997 se dio a otra locura, esta vez en compañía: convenció a su entonces novia, Ellie Reeve, para que subieran juntos el Kilimanjaro. La chica dijo sí y allá fueron. Hicieron cumbre y allá arriba de todo, celebraron su boda con la montaña y el cielo por testigos.
En 1999 trepó al Aconcagua, el pico más alto de América del Sur y en 2000 el Monte Vison, en la Antártida. Ya ambicionaba las Siete Cumbres y encaró la meta más difícil: el Everest. Las estadísticas no lo ayudaban: decían que, de todos los que intentaban hacer cumbre, sólo el diez por ciento lo lograba. Y ninguno era ciego. A Erik todo le dio lo mismo y en marzo de 2001 llegó a Nepal para desafiar a la montaña y a la lógica. Él y su equipo no la pasaron bien. Además de los pequeños dramas físicos que implicaba intentar el ascenso con un ciego, se las vieron difícil para contratar a los guías sherpas que, en la montaña, pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Los sherpas son una antigua población extendida entre Nepal, India y China. De hecho, emigraron hace más de cinco siglos de la provincia china de Sichuan, viven al pie y en los escondrijos montañosos y conocen las piedras mejor que a sí mismos. Cuando vieron la facilidad con la que se movía Erik, pensaron que no era verdad lo de la ceguera. Recién aceptaron ser contratados cuando comprobaron no sólo que no mentía, sino que su cuerpo podía resistir el desafío. Pero hubo más problemas. Weihenmayer se topó con cierta hostilidad de sus pares escaladores que también dudaban de su habilidad. No iban muy errados. Trepar el Everest con un ciego implicaba la posibilidad de arruinar una expedición cara y peligrosa. Los montañistas querían saber, y que Erik se los explicara, cómo un ciego iba a evaluar el clima, la eventual caída de hielo, ni escudriñar las zonas por donde moverse.
Weihenmayer sacó a relucir sus experiencias como montañista, su decisión inquebrantable de alcanzar la cima y el clima de la expedición cambió por completo. La escalada, colmada de historias, está relatada en la autobiografía de Erik, pero los miembros de la expedición y el equipo de Erik se turnaron para guiarlo a través de las brechas, las grietas y las trampas del hielo, y a menudo le gritaron las instrucciones a distancia. De manera que el 25 de mayo de 2001 Erik fue el primer ciego en hacer cumbre en el Everest… también de oído.
La revista Time le dedicó una de sus portadas, en la que se lo ve en plena escalada, con uno de esos títulos secos y certeros con los que el periodismo americano hace escuela: “Blind Faith” “Fe ciega”. El año siguiente al de la cumbre en el Everest, Erik trepó al Elbrus y al Kosciuszco. Dos de los últimos de su lista, para convertirse en uno más de los apenas ciento cincuenta montañistas en haber escalado las legendarias “Siete Cumbres”. Finalmente, en 2008 hizo cumbre en el Monte Jaya, o Pirámide Carstensz y colorín, colorado.
Lo demás fue fundar entidades, ayudar al prójimo en dificultades, seguir con el espíritu de aventurero a tiempo completo, llevar a chicos ciegos a escalar montañas y aprender a “ver” con la lengua. Eso sí que es raro.
Aquí es donde entra en la vida de Erik el profesor Paul Bach y Rita, hijo neoyorquino de un poeta catalán, un tipo brillante de la neurociencia. Bach y Rita fue uno de los primeros científicos en estudiar la neuroplasticidad, la capacidad del cerebro para cambiar y adaptarse, y el primero en proponer la idea de sustitución sensorial para tratar a pacientes con discapacidades, causadas a menudo por problemas neurológicos; una de sus creaciones fundacionales fue una silla sensorial que permitía “ver” a las personas ciegas.
Uno de los últimos inventos de Bach y Rita, murió en 2006, consistió en una cámara, un microprocesador, un mando y un apéndice electrónico que debía colocarse en la boca. El aparato, hoy mejorado, se llama Brain Port y trata de dar información al cerebro a través de un sentido distinto al habitual, y porque el habitual está dañado. La cámara de Brian Port toma las imágenes y el procesador las traduce en suaves impulsos eléctricos que el usuario nota en su lengua por un dispositivo intraoral.
“Parecía de ciencia ficción -dijo Erik que fue uno de los primeros usuarios- Me permitió, y también a otras personas, ver en mi viaje en kayak por las aguas del Gran Cañón que hice en 2014. Ver, pero no con los ojos, con la lengua”. La investigadora Amy Nau, de la Universidad de Pittsburgh asegura que las imágenes no se ven, pero “se sienten a través de los receptores de la superficie de la lengua”. El entrenamiento y la adaptación al equipo es lento y trabajoso, comparado, dicen sus diseñadores, a aprender un idioma. Pero a Erik le dio buen resultado: “Al principio, las sensaciones eran aleatorias, pero después, empezó a surgir algo, vibraba como una forma redonda. Ese fue el día que volví a “ver” una pelota de tenis”.
Erik Weihenmayer es hoy un gran conferencista, un motivador, un inspirador. Escribió varios libros sobre su vida de aventurero, retratada también en un par de films, y trata de orientar a directivos de grandes empresas a vencer sus dificultades. Creó, entre otros grupos, el “Adventure Challenge”, una especie de competencia atlética para discapacitados y no discapacitados. Trata de enderezar, a través de “Soldiers tu Summit”, la vida de los soldados heridos o traumatizados por el combate. Por cierto, los lleva al pie del Himalaya. Su equipo “Team No Limits” encaró una competencia a través de los desiertos y montañas de Marruecos para llegar segundo en un teleshow de la ABC, “Expedition Imposible”.
A los 53 años, todavía no se llamó al sosiego del aventurero, que comprende cuando la aventura languidece. El tipo no para. En 2005, hace dieciséis años, ayudó a fundar “No Barriers”, una organización sin fines de lucro que ayuda a personas de diferentes orígenes y habilidades para que enfrenten desafíos, ayuden en la solución de problemas ajenos y formen equipos capacitados para servir a los demás.
Erik también escribió el lema de No Barriers, su acto de fe. Dice: “Lo que está dentro tuyo, es más fuerte que lo que está en tu camino”.
El tipo sabe de qué habla.
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