En el 818 de Tong Shan Road, en Shanghai, China, hay una suerte de conventillo. Adentro, en una de las esquinas del laberinto de pasillos, frente a una puerta roja con el número 34, un hombre nacido en Alemania, judío y con acento porteño se detiene por un instante. Golpea tres veces. La puerta se abre. Entra. Es una habitación pequeña, oscura y agobiante. A Pedro Lievendag lo inundan los recuerdos de su infancia. Muchas veces hizo ese viaje en su mente y retrocedió el reloj hasta 1941, cuando llegó a esa ciudad con sus padres y su hermana escapando del horror de los nazis. No tenían opción, contará luego. Allí, agazapada, los aguardaba otra pesadilla: el gueto judío de Shanghai. Pequeño en escala y espanto comparado con las atrocidades que vivían los judíos en sitios mucho peores en Europa. Y por eso mismo, mucho más desconocido. La cámara del documental que grabó su hija hace 17 años (y se llama como la dirección del vecindario) sigue su mirada por esa casa que no eligió. Un minúsculo ambiente donde convivió junto a 17 personas.
Ahora es 2021. Pedro habla con Infobae y vuelve a recorrer los 8517 kilómetros que hizo entre Hamburgo, donde nació, y esa ciudad de Oriente. Cuenta la crueldad de la guerra y el estigma del racismo, pero nunca lo hace como una víctima. Que lo fue: sobrevivió a los nazis; sobrevivió al exilio; sobrevivió a la ocupación japonesa en China cuando llegó a Shanghai y a la entrada de los nipones a la guerra como aliados de Alemania; sobrevivió al rechazo que soportaron los judíos cuando ningún país los quería recibir; sobrevivió a su llegada a la Argentina como un polizón, sin papeles; y, de yapa, el año pasado sobrevivió al COVID-19. De tanto sobrevivir, Pedro se recibió de experto, con medalla de oro, en eso que llamamos Vida.
Días antes de ese retorno a Shanghai, en esa gira de recuerdos junto a su hija, había vuelto a su ciudad natal, Hamburgo, invitado por el gobierno local a pasar una semana allí. Como él, viajaron judíos de muchas partes del mundo. En la filmación, y mientras prepara la valija en forma metódica, advierte un poco irónico: “No es que tenga manía con estas cosas. Simplemente, soy alemán”.
Una vez en Alemania, otros fueron los sentimientos que dejó aflorar. “Mis recuerdos de Hamburgo eran vagos. Mi infancia debe haber sido muy bonita. Pero por otro lado, como judíos no podíamos sentarnos en cualquier banco ni lugar a partir de cierta fecha”. Llegó, en esa oportunidad, a otra puerta en la calle Gottschestrabe 18, la casa donde nació y vivió en su niñez. Sabía que el edificio de cuatro pisos había sido destruido durante la guerra y reconstruido en lo que se llamó “El Milagro Alemán”. Se paró frente al timbre, pero algo lo detuvo. “No tenía ganas de entrar”, dijo. Y se marchó. Sí quiso ver la casa de su abuela Minna, cerca de allí. Tocó el timbre y al señor que lo atendió le explicó quién era, que allí habían vivido sus abuelos y si podía pasar un momento. “La respuesta fue típicamente alemana: ‘Nein (no)”, dijo con resignación mientras caminaba hacia su hotel.
Sí pudo recorrer el cementerio judío (Jüdischer Friedhof Ohlsdorf) donde reposan los restos de sus abuelos y la sinagoga donde rezaban. “Fue quemada en la Noche de los Cristales, mi abuelo Hartog entró corriendo para salvar su talit y libros de rezos. Pocos días después falleció, no se si fue suicidio o muerte natural… Creo que al irme de ahí volví a mirar a Hamburgo con menos odio, con más comprensión”, asegura.
“Hamburgo tenía unos 17 mil judíos en 1933, poco después de la llegada del nazismo al poder. Era, en ese momento, la ciudad con mejor nivel de vida de Alemania -repasa Pedro-. Yo nací en 1935. Y nos quedamos con mi familia hasta 1941. Fuimos de los últimos mil judíos que pudimos salir de Alemania. Mi familia se quedó hasta último momento porque por el lado paterno eran holandeses, y del materno, checoslovacos. Pensaban que por ese motivo tendrían un resguardo especial. Quedarnos fue lo peor que nos podía haber pasado”.
El tiempo de la persecución nazi lo tiene grabado. “No quiero hacer una larga historia. Mi padre, Siegbert, se escondió hábilmente de la Gestapo. Iba de un lado a otro en tren. Una vez, la Gestapo vino a casa y mi madre, Adele, les dijo que no sabía dónde estaba. En el ínterin metieron presa en una cárcel nazi a mi hermana Úrsula, que tenia 10 años mas que yo, sólo por salir a navegar con amigos que no eran no judíos. Consideraban que ella, como judía, manchaba a los arios con su presencia. ¡Mi hermana tenía 14 años! La historia la escribió un sobrino mío. Mi hermana y ellos viven en Estados Unidos, decía que a un país fascista ella no iba. El único boludo que vino para acá fui yo”, dice y se ríe fuerte.
Después de tres semanas, su hermana salió de la cárcel. La familia pensó que era un buen momento para decirle adiós a Alemania. Para que los autorizaran a viajar, el padre tuvo que ir a la Gestapo. “Llevó, en una cajita, las medallas que había ganado combatiendo por Alemania en la Primera Guerra Mundial: una cruz de hierro y otra de plata. Estaba considerado un héroe: fue herido y gaseado 5 veces. Y se salvó. Cuando le mostró las condecoraciones al nazi que lo atendió, éste le preguntó en que batalla las habia ganado. Había sido en Somme y en Verdún, las batallas más terribles. Tuvo la suerte que el nazi también había estado en ellas. Y le dijo ‘Salí en siete días, tomátelas y hacemos de cuenta que yo no te vi. Sos un judío de mierda pero me doy cuenta que fuiste un gran soldado’”, recuerda Pedro aquella brutal despedida.
Partieron de Hamburgo a principios de enero de 1941. Primero tomaron un tren a Berlín. Y allí, en pleno invierno, subieron a un vuelo rumbo a Moscú. Pero a cada paso había un obstáculo que sortear. “Era tal la tormenta de nieve que nos tuvimos que desviar. Llegamos al día siguiente en otro vuelo. Cuando pisamos Moscú, a mi padre le dijeron que sabían que los judíos tenían dinero. Lo obligaron a dárselos y pudimos pasar. En Moscú tomamos el Transiberiano y llegamos a Haarbin. En el tren cumplí mis seis años. Era el invierno más jodido de los últimos 15 años. Hacía 40 grados bajo cero… Eso no se te borra jamás. Yo estaba en pantalón corto, y mi padre me enseñaba que no tenía que pishar al aire libre porque se podía congelar”, vuelve a reír.
-¿Por qué viajaron tan lejos, a Shanghai?
-Porque para los judíos sólo estaba abierta esa ciudad. Era el único sitio del mundo donde no nos pedían documentos ni visa. Todos los demás países, que después se alababan de ser amigos de los judios de Alemania, no nos dejaban. El primero que cerró sus puertas fue Estados Unidos, con las famosas cuotas. A mi que no me cuentan historias porque las conozco. Y que no me cuenten de Argentina tampoco, porque tuve que entrar al país en forma clandestina. Llegué al Tigre el 15 de enero de 1948 a las 4 de la mañana en una lancha. Justo para mi cumpleaños número 13, mi Bar Mitzva.
A Shanghai arribaron “el 2 o 3 de febrero, un mes después”, fuerza la memoria. Aunque la primera impresión fue sentir que se habían salvado, el cambio cultural fue brutal: “Papá me dijo ‘Pedro, en este lugar más de siete días no aguantamos’. Tenía razón en el siete nomás, porque nos quedamos siete años”.
Shanghai era un “puerto libre” para los judíos que huían de los nazis. Tenía fama de ser una ciudad insalubre y peligrosa. Existía una élite de comerciantes británicos y norteamericanos. Se instalaron allí unos 4 mil judíos rusos y más de 17 mil de judíos alemanes y austríacos. La mayor parte de ellos vivían hacinados. Los más pobres directamente en barracas. Las secuelas de la guerra entre China y Japón -que había destruido barrios enteros- les dió una oportunidad para prosperar.
Los refugiados solían reunirse en el Café Louis, un sitio manejado por la familia Eisfelder, que habían llegado en 1938. Pronto comenzaron a establecerse pequeñas fábricas, muchos trabajaron como médicos y profesores. Y otros, como arquitectos o constructores del barrio Hongkew, donde se estableció la mayoría. Tal movimiento comercial hizo que un área fuese conocida como Little Vienna.
“En Shanghai, mi papá y otro inmigrante compraron una casa que alquilaban a terceros. Hasta finales del ’41 vivimos fuera del gueto, no existía el gueto. Mucho no me acuerdo, pero estábamos bien. Iba al colegio, no recuerdo a cual, sí que lo odiaba. Era un colegio de inmigrantes europeos, de centro Europa, de Hungría, Alemania, Austria, Polonia, de todas partes”.
Hongkew se hallaba en una zona dominada por Japón, que catalogó a los judíos como “refugiados apátridas”. “Con los chinos que vivían allí, la relación era muy buena. Pero cuando el 7 de diciembre del 41 los japoneses entraron en la guerra al atacar Pearl Harbor, nuestra situación cambió. Y nos obligaron a ir al gueto. La verdad, creo que lo hicieron porque eran aliados de los alemanes. No tenían interés, pero algo tenían que hacer con nosotros. Sin embargo, ni ellos ni los chinos conocían la palabra antisemitismo. Inclusive, los nazis mandaron un capo de las SS a Shanghai en 1943 y para convencerlos que podían poner una cámara de gas y así terminar con el problema de tener que alimentarnos. Los japoneses se opusieron, porque pensaron que algún día eso les podía jugar en contra”, cuenta.
El gueto fue constituido en un sector de dicho barrio. “Éramos unos 22 mil judíos hacinados en el sector más pobre de de Hongkew. Por una vez, nuestra familia tuvo suerte. Como entregamos nuestra casa, nos dieron una vivienda con inodoro, que tenía que alcanzar para los 17 que estábamos ahí. En realidad, era una habitación chica. A mi edad no me molestaba. Dormía en un catre militar que desarmaba a la mañana para que hubiera más lugar. No sabía lo que era un colchón. Había gente que vivía de a 200 en una habitación enorme. La única división entre ellas era con ropa colgada. Y sin embargo nacían chicos, moría gente… Pero no tenían un inodoro como nosotros. La mayor parte de la gente se las arreglaban con un tacho que a la mañana vaciaban en un carro que pasaba por la calle y al grito de ‘¡morá morá!’ llevaba todo eso para usarlo como abono en el campo. Pero en invierno, uno se despertaba con los gritos de dos carros: el de los excrementos y el que se llevaba a los muertos por el frío que pasaban por las noches…”. La memoria de Pedro, en este punto, se ensombrece.
Uno de los peores momentos, dice, fue cuando escuchó discutir a sus padres: “Para sobrevivir, papá tuvo que vender las alianzas del casamiento con mi madre”. El otro episodio, ominoso, no tendría retorno: “Fue ver fallecer a mi tío en las calles de Shanghai. En su desesperación, le robó comida a otro judío. Lo apalearon, lo metieron preso en la prisión de los judíos y murió en plena calle, vestido con un traje hecho con bolsas de harina”.
Las condiciones sanitarias del gueto eran deplorables. A los 8 años, Pedro enfermó de tifus. “Debo haber tomado agua en mal estado. Vivíamos con picaduras en las piernas porque había alacranes, una especie de ciempiés venenosos… Cuando tuve tifus me atendieron en el hospital del gueto. Estuve un mes y cuando salí no podía ni caminar. Por eso en Buenos Aires, a los 16, tuve tuberculosis. Lo mismo le pasó a mi hermana. Pero ella, pobre, la pasó mucho peor, porque ya vivía como grande todos los problemas”.
“En el gueto no la pasamos bien. Pero el ser humano se acostumbra a todo. Los japoneses nos daban una comida de mierda. Era mijo cocido en aceite rancio y no se que otra cosa. Si no querías comer, no comías. Pero al cuarto día te juro que comías eso o cualquier cosa. Pasamos hambre. El resto del tiempo era ir al colegio, que estaba afuera y era el único lugar al que dejaban salir. Hasta que mi padre se encontró con mi profesora en la calle y le preguntó qué tal iba yo en el colegio. ‘¿qué hijo? Hace meses que no aparece’, le respondió. ¡Sabes la paliza que me dio! Así que mi viejo averiguó en qué colegio le pegaban más a los alumnos. Y entré a un colegio de curas franciscanos misioneros que estaba dentro del gueto. Me anotó y fui por un año y medio. Cada dos días, algo ligaba… Si lo escribís no te lo creen: 7.20 hacías cola para entrar. Pasaba el cura y si no estabas bien parado, te daba una bofetada. Al segundo día te parabas bien. Y en el aula tenían un bambú y con eso te pegaban en la mano... ¡Y si llorabas, te pegaban otra vez hasta que parabas! Pero así y todo, estábamos mil veces mejor que en el gueto de Varsovia”, relata.
Algo que los japoneses no les impidieron a los judíos del gueto fue profesar libremente su religión. “No estaba prohibido. Una vez di testimonio acá en un templo de Buenos Aires, y una persona me preguntó si podíamos festejar los días sagrados judíos. Y le respondí que sí. Especialmente el Yom Kippur, porque ese día no comemos ni bebemos por 24 horas”, sonríe.
Sin embargo, aún desde el fondo de aquellos años aciagos, Pedro logra rescatar lo positivo. “En el gueto hice amistades por el resto de mi vida. El momento más feliz era cuando volvía de la escuela y me reunía con ellos para jugar. Tengo una foto donde somos 8 o 9 pibes. Soy el único sobreviviente. Uno de ellos fue un íntimo amigo mío durante 70 años: Pedro Halevy. Nació el 9 de enero de 1935 en Austria. Era estudioso, tocaba el piano, tenía buenos modales. Se fue a vivir a Israel... Otro era Wolfie Gottel, que vivía en Chile y nos encontrábamos todos los meses en un restaurante chino”.
No fue la única sorpresa: “Después de estar en Buenos Aires unos años, trabajando en el cuero, yo iba a almorzar a un restaurante céntrico donde comían los jóvenes que se dedicaban a la exportación. Un tipo se sentó al lado mío, lo miré un poco y le dije: ‘Vos viviste en Shanghai’. Se quedó: ‘Si… vos y yo fuimos al mismo colegio. Te digo algo, a vos te fajaban todos los dias, a mi dia por medio’, Hicimos una amistad muy linda. Era un italiano que había estado en un gueto en Shintao, otra ciudad de China, que era mucho más bravo que el nuestro. Porque los italianos ya habían salido de la guerra y el padre tenía una flota de barcos que no quería entregar a los japoneses”.
La rendición total de los nazis entre el 7 y el 9 de mayo de 1945 los ilusionó. Pero el conflicto, en el Lejano Oriente, duró hasta el 15 de agosto de ese año, cuando Japón capituló y, ahí sí, finalizó la Segunda Guerra Mundial. Los Lievendag, en ese momento, se podrían haber ido de China. Pero no lo hicieron. Pedro explica que siguieron viviendo ahí por una simple razón: “No teníamos dónde ir. No teníamos un mango. Al final salimos porque estaba llegando Mao y no teníamos ganas de estar cuando entrara a Shanghai. Yo digo que ser comunista a los 18 es aceptable. Pero ser comunista después de los 25... hay que ser boludo, eh. Igual salimos sin problemas de China. Nos podíamos llevar lo que quisiéramos. Igual no teníamos nada. ¿Qué podés tener después de vivir cinco años en un gueto? Con suerte una pelota de trapo”.
Después de todo lo que vivió, Pedro lamenta una cosa de su paso por Shanghai: “¡No aprendí chino! Fue por gil, nomás, jaja. Pero hablaba bastante bien el japonés y lo escribía. Es más fácil que el chino, y además era obligatorio. Ahora recuerdo frases. Cuando veo japoneses se las digo y se ríen”.
El otro problema que enfrentaban los Lievendag era la falta de documentación. Pero con el fin del conflicto, para quienes habían sufrido tanto la situación se contempló. “Cuando terminó la guerra no teníamos papeles para irnos. Después nos mandaron unos para emigrar a Australia. Ahí teníamos primos con mucha plata, hablábamos inglés y podíamos entrar libremente como judíos. En vez de eso mi madre eligió venir a la Argentina porque su mamá ya vivía acá. Mi abuela vino en 1940 siguiendo, a su vez, a su hermana. No podíamos entrar libres, no sabíamos el idioma y los parientes eran buena gente... pero no tan buenos”.
De Shanghai viajaron en 1947 a los Estados Unidos en barco. Los norteamericanos les dieron una carta donde demostraban que eran personas desplazadas. La primera escala fue en Honolulu, Hawai. “Ahí vi un árbol por primera vez, porque en el gueto no había, y de Hamburgo no recordaba nada. Los yanquis nos recibieron con regalos, pero no teníamos ni ropa”, cuenta Pedro.
También en los Estados Unidos, asegura, se podrían haber quedado. Pero su madre insistió con viajar a nuestro país. “En esa decisión intervinieron cosas hasta psicológicas, en fin… Mi hermana, que con mi papá trabajaron un tiempo para el ejército norteamericano, se quedó”.
Finalmente, como contó, el 15 de enero de 1948 llegaron a la Argentina en una bote a vela desde Carmelo, Uruguay, como ilegales. “Desde el Tigre al centro nos acompañó un contrabandista, porque no sabíamos hablar español. Nos tomamos el 60 y después otro colectivo a la casa de mi abuela, que vivía en la calle Cochabamba. Encontramos vivienda en la casa de mi tía, nos dejaron en la parte de servicio. A mis padres no les molestaba porque eran más educados que yo, pero le dije a mi viejo ‘el año que viene no me pidas que estudie, yo quiero hacer plata y que nos mudemos de acá’”.
El primer trabajo que consiguió fue en una fábrica textil de Villa Lynch, en el turno de 12 de la noche a 6 de la mañana. “Qué no hice después, hasta contrabandeaba cigarrillos… Un día, a mis 19 años, un pariente me dijo que una empresa de exportación de cueros buscaba gente joven con idiomas. Yo tenía un perfecto alemán e inglés. El dueño me preguntó cuánto quería ganar, le dije y me tomó. ¡El triple le tendría que haber pedido!”
Su vida continuó ligada a la industria del cuero. Se casó a los 23 años con “una mujer maravillosa, Emia Marta Krom, Meneka, abogada y profesora de la facultad de Derecho, porque antes no me alcanzaba la guita”. Como si no hubiera pasado por suficientes pruebas, a los 48 años enviudó. Tenía 4 hijos. Pero a Pedro la vida siempre le dió una mano más: “A los pocos meses me presentaron a otra persona maravillosa, y nos enganchamos los dos. Nunca nos casamos, pero hace 37 años que estoy junto a Verónica Bontha”. Hoy tiene 7 hijos y 16 nietos.
Después de tantas peripecias, Pedro Lievendag, a los 86, cuenta que piensa escribir un libro, “y te lo voy a vender barato a vos”, bromea. Este hombre se empecinó cada segundo de su existencia en ver la mitad del vaso lleno. “Una vez, en una charla en una escuela, un chico me preguntó cómo podía hablar del Holocausto con una sonrisa. Y le dije que no hablaba del Holocausto, sino de lo que pasaba un chico de 10 años, con las cosas alegres y las muchas tristes que sucedían”. Pedro bien podría haber inspirado a Roberto Benini y su film La vida es bella, o anticipado aquella famosa frase de Héctor Alterio en Caballos Salvajes: “¡La puta que vale la pena estar vivo!”. Él, por supuesto, tiene la suya: “La vida sigue, no se detiene solamente en la tristeza”.
Fotografías gentileza del Museo del Holocausto de Buenos Aires
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