Ella quería escribir. Ella escribía. Cartas a un destinatario imaginario, entradas de un diario íntimo, reflexiones dispersas. Un mundo personal intenso y propio. El mundo exterior era hostil y lejano por más que estuviera a unos pocos metros de distancia. Era inaccesible. Pertenecía al pasado o a un futuro hipotético. Anna Frank con sus trece años sólo necesitaba tinta y unas hojas.
"Sólo cuando ya estuvimos en la calle, papá y mamá empezaron a contarme poquito a poco el plan del escondite. Llevaban meses sacando de la casa la mayor cantidad posible de muebles y enseres, y habían decidido que entraríamos en la clandestinidad voluntariamente el 16 de julio. Por causa de la citación, el asunto se había adelantado diez días, de modo que tendríamos que conformarnos con unos aposentos menos arreglados y cómodos".
Annelies Marie Frank. Anna Frank. Una chica de trece años que un día de 1942 decidió empezar un diario personal. Alemana, nacida en Frankfurt, estaba radicada con su familia en Amsterdam desde hacía casi una década.
En 1940 la familia Frank quedó atrapada en Holanda. La ocupación nazi mostró desde un principio que la vida ya no sería igual para ellos. Con el paso de los meses la situación sólo empeoró.
Otto y Edith eran los padres; Margot, la hermana. Una carta, deslizada bajo la puerta de la casa de la familia Frank en junio del 42, los obligó a tomar una decisión. En ella se conminaba a Margot, la hermana mayor de Anna, a presentarse ante las autoridades para ser enviada a un “campo de trabajo”. Aunque no se tuviera todavía real dimensión de lo que sucedía, los Frank sabían que eso no era bueno y que el peligro para su hija era inmenso. Las persecuciones a los judíos se incrementaban día a día. La decisión de Otto y Edith fue extrema. Acondicionaron un lugar, una casa, en la parte de atrás del lugar de trabajo de Otto. Decidieron recluirse para proteger a sus hijas. Resguardar la familia apartándose del mundo.
Dejaron su casa premeditamente desordenada con una carta en la que informaban a unos vecinos que se escapan a Suiza. La pista falsa pretendía desalentar a sus perseguidores.
Sólo tres o cuatro personas de mucha confianza sabrían de su destino; ellos serían su enlace con el mundo exterior.
La vivienda estaba compuesta por distintas habitaciones en una construcción de tres pisos a la que se entraba por una puerta angosta oculta detrás de un armario. El plan estaba pergeñado desde hacía un tiempo. Y los Frank de a poco fueron equipando el lugar. Antes de ingresar querían tener todo dispuesto y aprovisionarlo de las mayores comodidades posibles: el tiempo que pasarían allí era indefinido pero sabían que no sería un lapso breve. Esa carta apuró los hechos. El llamado a Margot hizo que la familia fuera de inmediato a recluirse. Pasarían en esa casa de atrás casi dos años. Ya no saldrían de ahí en libertad.
"Ayer por la noche bajamos los cuatro al antiguo despacho de papá y pusimos la radio inglesa. Yo tenía tanto miedo de que alguien pudiera oírnos que le supliqué a papá que volviéramos arriba. Mamá comprendió mi temor y subió conmigo. También con respecto a otras cosas tenemos mucho miedo de que los vecinos puedan vernos u oírnos".
El miedo. Era una presencia física. Un habitante más de esa casa de atrás. Un compañero abrumador que ya desde hacía unos años estaba con ellos a cada momento. Que se paraba sobre sus cabezas aplastándolos. Las persecuciones se habían incrementado en toda Europa. La vida se había hecho imposible. Las posibilidades de los judíos de escapar a las garras del nazismo y su implacable, cruel y eficaz maquinaria asesina eran cada vez más escasas. El escape o la clandestinidad eran las opciones.
“Hace mucho que sabes que mi mayor deseo es llegar a ser periodista y más tarde una escritora famosa. Habrá que ver si algún día podré llevar a cabo este delirio (?) de grandeza pero temas hasta ahora no me faltan. De todos modos, cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado ‘La casa de atrás’; aún está por ver si resulta, pero mi diario podrá servir de base”.
Los padres le habían regalado a Anna para su último cumpleaños un cuaderno de tapas duras que se cerraba con un pequeño candado. Originalmente un libro de firmas, uno en el que se recopilaban autógrafos. Anna le dio otro uso. Lo usó de diario personal. Allí registró cada uno de sus días en el encierro. También usó otros cuadernos y hojas sueltas.
Escribe febrilmente. En algún pasaje habla de los hobbies que tienen los habitantes de esa casa y de los suyos. "Escribir no es un pasatiempo para mí-dice- Es otra cosa, algo mucho más serio".
El drama de la guerra, las bombas, el miedo, la muerte omnipresente conviven con la ilusión, con los turnos de comida, los enojos con los padres, la sexualidad incipiente, el frío, los problemas de convivencia, las ilusiones. La frescura en medio del horror. El poder de la juventud y de alguien que lo cuenta con el corazón en la mano. Lo que los grandes historiadores bélicos suelen olvidar cuando hablan de campañas, generales y grandes batallas está en El Diario de Anna Frank. Esa dimensión de vida cotidiana que impacta y conmociona mucho más que la recargada épica o el texto lacrimógeno.
"Mi querida Kitty: grábate en la memoria el día de ayer, que es muy importante en mi vida. ¿No es importante para cualquier chica cuando la besan por primera vez? Para mí al menos lo es (…). Peter me estrechó bien fuerte contra su pecho, sentí cómo me palpitaba el corazón. Cuando a los cinco minutos quise sentarme un poco más derecha, en seguida agarró mi cabeza en sus manos y la llevó hacia él. ¡Ay fue tan maravilloso! No pude decir gran cosa, la dicha era demasiado grande. Me acarició la mejilla con su mano algo torpe , jugó con mis rulos. No puedo describir la sensación que recorrió todo mi cuerpo" .
Anna se enamora de Peter, un joven de 17 años que vive en una de las habitaciones de arriba, miembro de la otra familia que está recluida con ellos, los van Pels.
Las charlas, las pequeñas complicidades, las caricias, los besos. Sentirse única y querida en la desolación de la guerra y el escondite. Reafirmar la vida en medio de la muerte.
Ese amor entre Anna y Peter, que el padre de la chica quiere reprimir, que los demás habitantes miran con recelo y procuran evitar los encuentros, es el porvenir, y la esperanza en el terreno árido y seco. Es el recuerdo de que siempre la pulsión vital es más fuerte. Que el antónimo de la abyección es el amor.
"A nosotros nos va bien, mejor que a millones de otras personas. Estamos en un sitio seguro y tranquilo y todavía nos queda dinero para mantenernos. Somos tan egoístas que hablamos de lo que haremos después de la guerra, de que nos compraremos ropa y zapatos nuevos, mientras deberíamos ahorrar hasta el última centavo para ayudar a la gente cuando acabe la guerra, e intentar salvar lo que se pueda".
Anna en un momento recuerda su vida fuera de esa casa de atrás. De su vida anterior, una vida pasada y lejana, a pesar de que sólo pasaron unos meses. Era una vida que parecía irreal. “Una vida de gloria”, escribe.
Valora a las amigas, los profesores, la atención que recibía, las compañías, las golosinas, poder comprarse cosas, darse gustos. Sabe que ahora viven en otra época. Un tiempo atroz del que no se veía escapatoria, opresivo. Pero al que se debía transitar con el impulso de la juventud.
“Cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y al final termino volviendo mi corazón, con el lado malo hacia afuera y el bueno hacia adentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y cómo podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo”.
Esa es la última entrada del diario. Es del martes 1 de agosto de 1944. Tres días después, un sargento de las SS acompañado por tres holandeses miembros de la Grüne Polizei irrumpieron en la vivienda escondida.
Durante años se discutió si habían sido víctimas de una delación o de una desafortunada coincidencia. Poco importa a esta altura.
Golpes, gritos, alguna corrida, llantos. Resignación y dolor. Derrota. Los ocho que estaban escondidos fueron detenidos. También dos de los que colaboraban con ellos.
Pero el destino fue diferente. A Viktor Kugler y Johannes Kleimann los enviaron a la cárcel. Los otros ocho, después de un breve y provisorio paso por una prisión holandesa, fueron deportados a Auschwitz. De ahí fueron dispersados en distintos campos de concentración.
Siete de ellos murieron en el transcurso de los primeros meses. La madre de Ana de inanición. Peter, el novio, en Mauthausen, a muy pocos días de la liberación del campo. Margot, la hermana mayor, donde había sido trasladada junto a Anna, en Bergen-Belsen. Una terrible epidemia de tifus la tuvo entre las primeras víctimas.
Unas semanas después, a mediados de febrero de 1945, Anna no aguantó más. Demasiado delgada, sola, casi sin pelo, vestida con harapos, castigada por el frío y el hambre, también sucumbió bajo el tifus y el terror nazi.
La joven murió en el campo de concentración antes de llegar a los 16 años. El único sobreviviente de toda la familia fue Otto, el padre.
Terminada la guerra, regresó a Amsterdam y esperó por sus hijas. Pero nadie volvió. Sólo llegaron las malas noticias que confirmaron su muerte.
Dos de quienes habían sido sus benefactores y cuidadores en todo el tiempo en que se mantuvieron escondidos, le entregaron los cuadernos y papeles dispersos en los que Anna había retratado su vida cotidiana y la de familia en ese par de años. Los habían recogido y guardado después de la redada que se los llevó.
Otto se sorprendió, no sabía que su hija llevaba un registro tan minucioso de sus días. Ni tan profundo. Descubrió cuál era el deseo de su hija, su vocación literaria. Como una especie de homenaje, le buscó editor a esas hojas privadas para que Anna se convirtiera en escritora después de su desaparición. Lo que él todavía no entendía era que su hija ya era una escritora a pesar de ser una adolescente.
En 1947, Otto logró publicarlos. El título original fue La casa de atrás. En inglés se editó como The Diary of a young girl (El diario de una chica joven) y en castellano como Las habitaciones de atrás.
El texto circuló con una velocidad sorprendente. Los lectores quedaron arrobados con el desparpajo, agudeza y sinceridad de esta joven. Una voz fresca y genuina que contaba el horror de una manera inédita. Y todo se volvía más horroroso en lo no contado, en el dato de que esa chica no había sobrevivido a Bergen-Belsen.
El libro que Otto Frank publicó como homenaje a su hija se convirtió en un suceso mundial. En la actualidad ya han sido decenas de millones de personas los que lo han leído. Fue adaptado al cine y al teatro en innumerables ocasiones. Es uno de los textos más difundidos de los que cuentan esa época. Y, paradójicamente, a pesar de ser su tema principal, el Holocausto está fuera de campo. El 21 de mayo de 1986 se publicó por primera vez una edición científica de los textos de Anna. Allí se comparan el texto del diario, su versión reescrita y la versión de Otto Frank. Esta nueva publicación permite ver lo que Ana hizo con sus textos originales, pero también las elecciones que realizó su padre, lo que adaptó, omitió o cambió (por ejemplo, había suprimido referencias a la madre de Anna y los escritos sobre su despertar sexual).
El triunfo de Anna Frank y su diario es la permanencia en el tiempo, su inmortalidad. Esta historia, dolorosa, tierna y universal, no pierde vigencia. Nunca la perderá. Porque en cualquier época, recuerda, que hay espacios de humanidad aún en medio de la mayor inhumanidad.
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