Alguien lo describió como hecho de piel y lentejuelas. Aunque no tuviera ninguna de las dos cosas es una imagen bastante precisa para ese vestido. Color piel, o nude, y 2500 cristales Swaroski cosidos a mano. Marilyn Monroe presentándose desnuda, aunque vestida, ante el presidente de su país, John Fitzgerald Kennedy en una escena de un erotismo imperecedero. Una escena íntima frente a miles de espectadores.
Fue la noche del 19 de mayo de 1962. El Madison Square Garden de Nueva York estaba repleto. Más de 15 mil personas que habían pagado entre 100 y 1000 dólares por su ubicación. Era una gala para recaudar fondos para el Partido Democráta. La atracción principal era el presidente Kennedy quien cerraría el evento con un discurso. Antes decenas de prestigiosos artistas animarían la noche. Ella Fitzgerald, Maria Callas, Judy Garland, Henry Fonda, Harry Belafonte, Bobby Darin y Danny Kaye entre otros. La conducción estaba a cargo de Jack Benny y de Peter Lawford.
Pero entre todas esas estrellas, una brilló con más estridencia que el resto: Marilyn Monroe. Se trató de uno de esos raros momentos en que el que lo está viviendo sabe que está siendo testigo de algo memorable. Esas 15 mil personas supieron de inmediato que la irrupción de Marilyn en el escenario sería inmortal.
No fueron más de 90 segundos. Apenas un minuto y medio. Fue más largo el tiempo de espera desde que la llamaron hasta que apareció, que el que estuvo sobre el escenario. No importó. Electrizó la noche. Marilyn puso magia y hechizó a la audiencia.
Peter Lawford, el cuñado presidencial, formal, rígido, con esa solemnidad tan típica del galán clásico de cine, la anunció. Cuando giró para recibirla, mientras la orquesta musicalizaba la entrada y un seguidor se encendió en la boca del escenario, nadie entró. Con oficio, Lawford, giró nuevamente hacia el micrófono, hizo dos o tres chistes breves y la volvió a presentar. Esta vez con una broma dirigida a ella. Buena, eficaz e ingeniosa, pero que tomaría otro cariz apenas tres meses después: “Mr. President, the late Marilyn Monroe”. Late en inglés significa tanto “demorada” como “muerta”. Ese doble sentido que causó gracia en ese instante se tornaría premonitorio.
Iluminada y eterna, entró dando cortos y rápidos pasos sobre sus tacos de una decena de centímetros. El pelo platinado y una tapado blanco de piel cubriendo su torso. Peter Lawford le quitó el tapado y la dejó sola. Al ver el vestido, al ver su imagen, la multitud aulló. Parecía desnuda.
Se la percibe divertida, radiante. Se pone la mano sobre los ojos, hace pantalla para que las luces no la encandilen y poder ver al destinatario de su siguiente movimiento. Toma el micrófono de pie, sube sugestivamente su mano por el cuello de este, y comienza a cantar el Feliz Cumpleaños. En el piano la acompaña Hank Jones, eximio músico de jazz. La orquesta la dirige el compositor Richard Adler (quien en los ensayos pidió que se abortara el número porque le parecía procaz). Pero nadie escucha más que esa voz.
Marilyn interpreta a una crooner melosa y enigmática. Estira cada sílaba. Le pone sexo a cada sílaba. El destinatario es el presidente de Estados Unidos, al que sindican como su amante, y a ella parece importarle poco.
En las grabaciones se escucha de fondo el ulular del público, conmocionado por la presentación. Hay una atmósfera de erótica energía. Un momento que sólo alguien nacido con un toque mágico puede lograr. En otro hubiera sido un espacio para la parodia, lo burdo o el ridículo. Luego engancha con otro tema popular, Thanks for the memories, pero con la letra modificada para la ocasión con un mensaje para Kennedy.
Enseguida ingresa una torta enorme, de varios pisos y se convoca al escenario al presidente. JFK dará un largo discurso. Una alocución típica de las suyas, con humor, excelente dicción, ideas y transmitiendo vigor y esperanza. Pero no importa demasiado Todos saben que lo mejor ya pasó. Que ese momento eléctrico que provocó esa joven de 35 años fue la cumbre de la noche. También lo sabe Kennedy que apenas se acomoda en el atril hace referencia a lo que acaba de escuchar: “Me puedo retirar ya de la política después de que me cantaran el Feliz Cumpleaños de un modo tan dulce”.
Ese día no era el cumpleaños de JFK. Faltaban todavía diez días para que llegara a los 45 años. Pero eso, tampoco, interesa demasiado.
Una de las hipótesis más firmes del motivo por el cual Marilyn aceptó cruzar el país para llegar a la gala es la que sostiene que la actriz no se resignaba a ser una mera amante de JFK. Ella quería su amor, a pesar de que Kennedy le había dicho que jamás sería la Primera Dama. Marilyn pensaba (anhelaba) que esa noche del 19 de mayo era una gran oportunidad para tratar de enamorarlo.
La aventura romántica había empezado tres meses antes. Los había presentado Peter Lawford en una cena privada. Luego hasta hicieron un pequeño viaje juntos protegidos por la seguridad presidencial y la ausencia de Jackie Kennedy.
Marie Irvine, la maquilladora de Marilyn, contó que pocas veces la vio tan ansiosa y nerviosa como esa noche. “Estuvo practicando todo el día en su pequeño piano y cantando con el director musical, ‘Feliz cumpleaños, señor Presidente’. Sólo paró para que la peinen y para que yo la maquille. Pero luego siguió practicando. Quería estar perfecta. Escuché tantas veces la canción ese día”, dijo Irvine.
Esta intención de querer conquistar definitivamente a JFK no necesariamente colisiona con el hecho de que el acompañante que la actriz eligió para que llegara con ella al cóctel posterior al evento del Madison Square Garden, al que podían acudir muy pocas personas, fue su ex suegro, Isidore Miller, padre del dramaturgo Arthur Miller. Isidore soñaba conocer a JFK y Marilyn le cumplió el deseo. Varios testigos de esa velada aseguran que cuidó de él con devoción, y que también encontró su momento para charlar a solas y lejos de miradas inquisidoras con Kennedy.
Por esos días, Marilyn se encontraba en Hollywood filmando (para ser más preciso: intentando filmar) Something got to give. Los productores estaban enojados con ella. Se ausentó de la mitad de los días de rodaje sin avisar, las jornadas a las que acudía se la notaba dispersa, sin poder retener la letra. El protagonista masculino, Dean Martin, estaba furioso con ella. Sin embargo, Marilyn abandonó una vez más el set y cruzó todo el país, para mostrarse radiante en el Madison Square Garden. Era una ocasión a la que no iba a faltar. Tal vez en eso influyera su atracción por JFK.
Encargó un vestido. Dicen que lo pagó 12 mil dólares. Una pequeña fortuna para la época. Le dijo al diseñador Jean Louis que se esmerara, que tenía que ser el mejor vestido que alguna vez hubiera hecho.
No era un encargo sencillo. Porque la vara de Jean Louis estaba altísima. Había vestido a la realeza británica y tenía un par de Oscars en su haber. Sus creaciones conjugaban sensualidad, elegancia y belleza. Su magia residía en hacer combinar el impacto con la clase. Suyo había sido el vestido negro de Rita Hayworth en Gilda. También el traje de baño de Deborah Kerr en De aquí a la eternidad y algunas prendas para Jayne Mansfield.
Jean Louis con cada una de sus creaciones textiles lograba jugar con la imaginación de los espectadores en una época en la que el Código Hays impedía cualquier osadía en la pantalla. El diseñador francés corría esos límites y hacía ver desnudez en cuerpos obligatoriamente tapados.
El vestido, color piel y repleto de cristales, de Marilyn parece tallado sobre su cuerpo. No es casualidad. El modisto se lo terminó de coser con el vestido puesto para que estuviera más ceñido. Marilyn no usó ropa interior. La tela del vestido debía estar adherida a su piel, no vislumbrar ninguna imperfección.
Era una pésima temporada de la actriz. Una temporada que terminaría en su muerte el 5 de agosto de ese año.
Amores fallidos, drogas, incumplimientos contractuales, despidos (en la película que estaba filmando fue reemplazada por Lee Remick). Sus demonios personales ganaban la partida. Sus 35 años parecían muchos más. Pero todavía podía brillar. Ahí está minuto y medio inmortal que lo prueba. En medio de luminarias, estrellas y poderosos, ella es la que sobresale, su participación es la que permanece indeleble.
El vestido, muchos años después, se subastó. Pujaron varios por quedárselo. El millonario que se lo quedó pagó 1.300.000 dólares. En noviembre de 2016 volvió a salir a remate. Esta vez la cifra fue de casi 5 millones de dólares. Y se convirtió en el vestido más caro del mundo superando a otra prenda de Marilyn: el vestido blanco que se levanta con el aire de la boca del subte en La Comezón del séptimo año. El comprador fue la cadena de museos de rarezas y cultura popular Aunque usted no lo crea de Ripley (Ripley’s believe it or not).
La prenda reluce en el museo de Hollywood y cada tanto hace muestras itinerantes por las restantes sedes de Estados Unidos. Las incrustaciones de los Swaroski encandilan y el diseño provoca admiración. Pero cada uno de los que se enfrenta a él queda con un gusto amargo; sabe que lo más importante, aquello que lo hizo refulgir, no está allí y que ya no podrá volver.
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