“¿Por qué te amo? Te amo por lo que sos, pero también por quien soy cuando estoy con vos. Te amo no solo por la persona en la que te convertiste, sino por la transformación que hacés en mí”. Caracterizado como el excéntrico Liberace, con una larga capa blanca de cuello alto forrada en perlas y cristales, Michael Douglas canta ante un piano de cola espejado en la escena final de Behind the Candelabra (2013), la película sobre los últimos años de vida del rey del kitsch basada en las memorias de Scott Thorson, su amante cuarenta años menor. En la platea imaginaria de lo que es en verdad su funeral, Matt Damon –en el papel de Thorson–, lo mira conmovido; aquella canción se parece demasiado a su visión del amor.
A Steven Sodebergh le llevó más de una década reunir los fondos para producir el film que terminaría por ganar dos Globos de Oro y once premios Emmy: para los estudios era una historia “demasiado gay”. Casi un resabio de la homofobia de la época en que Liberace brilló como el pianista más excesivo del mundo en la más excesiva de las ciudades, Las Vegas, permitiéndose todo, salvo vivir libremente su sexualidad. Al menos, no en público.
El verdadero nombre del artista que hoy cumpliría 102 años era Władziu Valentino Liberace, y había nacido el 16 de mayo de 1919 en West Allis, un pueblito de Wisconsin. Era hijo de inmigrantes: su madre era polaca y su padre italiano. Comenzó a tomar lecciones de piano a los cuatro años, y a los siete ya interpretaba piezas de gran complejidad. Tenía diez cuando el Crack de 1929 dejó a su familia, como a tantas, en graves problemas económicos, por lo que, para poder costearse las clases, empezó a tocar en radios, teatros y cines y, más tarde, en locales de striptease. De esa crisis nació una parte de su esencia: así fue como aprendió el repertorio popular que daría un color tan singular a su carrera.
Por entonces, cerró un concierto clásico con cuatro versiones del tradicional tema infantil Three Little Fishies, a la manera de Liszt, Chopin, Mozart y Strauss. El público masivo amó inmediatamente aquel estilo que él mismo definiría como “interpretar música clásica eliminando las partes aburridas”. En efecto, en un despliegue de virtuosismo muy alejado de la academia, tocaba piezas a velocidades vertiginosas –llegaba a pulsar las teclas hasta un récord de seis mil veces por minuto–, lo que generaba fascinación en su audiencia, pero le valía al mismo tiempo críticas demoledoras de los eruditos, como ocurrió después de que llenó el Madison Square Garden, en 1954.
Con su eterno candelabro sobre sus pianos de cola Baldwin siempre intervenidos con cristales y espejos, sus trajes de lentejuelas o lucecitas que iluminaban el escenario en la oscuridad y sus imponentes tapados de piel, Liberace no parecía preocuparse. “Cuando leo una mala crítica, me voy llorando todo el camino... hacia el banco en el que guardo mi dinero”, bromeaba durante sus actuaciones en los casinos de Las Vegas, por las que cobraba habitualmente un cachet de US$55.000, una cifra astronómica para aquel momento. En un gag que solía repetir, conforme avanzaba el show, comentaba: “¿Se acuerdan de ese banco al que iba llorando por haber recibido una mala crítica? ¡Lo compré!”.
Ese humor era una de las claves del personaje que había creado: el pianista exuberante y barroco que sin embargo era capaz de democratizar la música culta que se suponía para pocos. Y le debía a ese personaje su popularidad tanto como a su virtuosismo. “¿Sabe de qué es? –podía preguntar Liberace a cualquiera de las espectadoras que admiraban desde la primera fila sus impresionantes abrigos–. Es de visón virgen. ¡Oh!, tardaron años en encontrar los necesarios”, remataba, para después seguir tocando.
Convertido en la máxima atracción de Las Vegas, a donde había llegado por primera vez en los años 40, abrió en vida su propio museo, un verdadero monumento al kitsch. Si la de Elvis era la casa del Rey, la suya era la del más barroco de los emperadores, con columnas traídas de Grecia, escaleras originales de un cabaret parisino, un salón de espejos como antesala del cuarto principal en cuyo techo reinaba una réplica de una parte del mural de la Capilla Sixtina, pintado por un descendiente de Miguel Angel, y hasta un fresco en el baño con su cara rodeada de nubes y querubines. En la mansión también mostraba su colección de pianos, algunos de sus centenares de trajes, joyas y autos –como el Rolls Royce Phantom cubierto de espejos y cristales Swarovski en el que llegaba a sus shows–, y de innumerables candelabros.
“Mirá lo que podés conseguir si practicás al piano todos los días”, se lo ve diciéndole a un joven espectador en el documental El mundo de Liberace, del realizador Tony Palmer, mientras le muestra sus anillos, pulseras y reloj. Entre los espectáculos y los beneficios por la venta de venta de discos, el merchandising, la cesión de imagen para campañas publicitarias, los honorarios por las películas en las que participó, los ingresos del programa de televisión The Liberace Show y sus participaciones en Los Muppets, Kojak y hasta el Batman de Adam West, ganaba millones por año. Pero a pesar de su fortuna, construir una carrera de popularidad en los años cincuenta y sesenta implicaba también grandes sacrificios personales, como vivir en silencio su homosexualidad, que obsesionaba a los medios.
Su jefe de prensa se veía obligado a enviar regularmente a los medios comunicados en los que aseguraba que Liberace era un caballero galante con las damas y que, si aún estaba soltero, era porque no había encontrado a la mujer ideal. El mismo tenía que repetir esas explicaciones una y otra vez en entrevistas en las que sus interlocutores se empeñaban en que aclarara el asunto, como si se tratara de una cuestión de interés público. Su representante insistía entonces en posicionar al pianista en la lista de los hombres más atractivos para las mujeres, junto Sean Connery o Paul Newman, y filtraba datos sobre sus supuestos noviazgos con estrellas femeninas como la patinadora Sonjia Henie, la bailarina JoAnn Del Río, o hasta Mae West, a quien lo unía una sincera amistad.
En 1959, el periódico inglés Daily Mirror sugirió en un artículo firmado con seudónimo que Liberace era gay. No era una afirmación menor: en ese momento el sexo homosexual todavía era ilegal en Gran Bretaña. El artista demandó a la publicación, que tuvo que pagarle 8.000 libras, en un fallo que continúa siendo hasta hoy el mayor acuerdo por calumnias de la historia británica. Desde entonces, su homosexualidad sería un secreto a voces casi hasta su muerte.
Una noche de 1976, después de un show en Las Vegas quedó fascinado con la belleza de un adolescente que se acercó a saludarlo a su camarín. Scott Thorson tenía entonces 16 años, se había pasado la vida entre orfanatos y hogares de acogida, y se ganaba la vida como ayudante de un veterinario. Liberace, que tenía 27 perros a los que consideraba sus hijos, comenzó a llamar a Thorson para que los cuidase. Pronto, también lo adoptaría como hijo a él.
Era una manera de justificar la relación ante la opinión pública una vez que Scott se instaló en su mansión. Pero también la perturbadora forma de un amor que duraría seis años y que se volvió todavía más delirante cuando el showman consideró que su hijo, aunque fuera adoptivo, debía parecerse a él.
“Era su hijo y su amante. Era algo muy raro”, le dijo Thorson años más tarde en una entrevista al periodista Larry King, en la que también declaró que no se consideraba homosexual. “Solo lo hacía por agradar a Liberace. Un día me dijo ‘Scott, tenés el trabajo más importante de toda mi empresa: hacerme feliz y agradarme’”. La devoción era mutua. Como asistente personal, bailarín en sus espectáculos, chofer y cuidador de sus caniches, Scott era consentido con todo tipo de atenciones y regalos. “Liberace me salvó de un padre maltratador y una madre mentalmente enferma. Hice todo lo posible por agradarle a ese hombre. Siempre hubo una relación de amor-odio, pero en esa época me sentía honrado de estar junto a él”, confesó a King quien había sido el amante más duradero del artista y el único conocido por el público.
En aquel reportaje con Larry King, Thorson también contó cómo Liberace lo convenció para que se hiciera varias cirugías estéticas para hacer más creíble que era su hijo: “Su peluquero le presentó a un cirujano plástico llamado Jack Startz. Quedamos con él en la mansión de Las Vegas y, cuando Lee (por Liberace) lo vio, le dijo ‘Acompañame’, y lo llevó a su cuarto. Ahí había un cuadro de él en el que tendría unos 30 años. Se lo señaló y le explicó: ‘Quiero que hagas que Scott se vea como yo cuando era joven’”.
Startz lo sometió entonces a diferentes intervenciones y tratamientos estéticos, entre los que se encontraba un retoque maxilofacial con una prótesis de silicona para que su mentón se pareciera al de Liberace. También le recetó un plan para adelgazar que llamaba la “Dieta California”, en la que combinaba diferentes medicamentos anorexígenos, como cocaína farmacéutica, anfetaminas, Demerol, Quaalude y otras drogas de las que Thorson no tardó en volverse dependiente. Cuando las adicciones afectaron su vida sexual con Liberace, el músico comenzó a frecuentar taxiboys y otros amantes ocasionales, y terminó por despedir a su joven novio también de su trabajo como chofer y asistente personal. Apenas si le quedaban joyas y propiedades cuando fue expulsado de la mansión: las había dilapidado a cambio de droga.
Para resolver sus problemas financieros, atacó a su ex padre y amante donde más le dolía: ventilando su historia sentimental. En 1982, sus abogados presentaron la primera demanda en la historia de los Estados Unidos en la que un hombre pedía una pensión de alimentos a otro hombre después de su separación. Thorson le reclamaba a Liberace trece US$13 millones. Pero todo ese dinero no era nada frente al daño mediático en un mundo en el que la homofobia aún era moneda corriente.
La prensa, que había esperado durante décadas que estallase un escándalo sexual en torno al músico, se lanzó encarnizadamente a publicar con lujo de detalles todo lo que Scott quiso contarles. El límite se cruzó por completo cuando Liberace decidió aparecer en el programa de Oprah Winfrey para lavar su imagen después de las revelaciones de Thorson. Era noviembre de 1986 y, aunque mantenía su simpatía y el charme de siempre, se veía extremadamente demacrado. La noticia que muchos sospechaban no tardó en salir a la luz: “Liberace tiene sida”. Una vez más, su representante negó las versiones, asegurando que su delgadez se debía a una dieta basada únicamente en la ingesta de sandía.
Pero el artista moriría apenas tres meses más tarde, el 4 de febrero de 1987, en su casa de Palm Beach. Ni siquiera entonces se respetó su intimidad: aunque su médico personal sostuvo que la causa del deceso había sido una neumonía, la presión de los medios llevó a las autoridades a ordenar una autopsia que confirmó que era por complicaciones derivadas del HIV.
Tras una batalla legal de cuatro años, había llegado a un acuerdo extrajudicial con su ex amante por el que solo tuvo que pagarle con US$75.000, tres autos y algunos de sus amados caniches. En sus memorias, que publicó un año después de la muerte del pianista, Thorson cuenta que Liberace lo llamó para verlo por última vez cuando ya estaba muy enfermo. Paternal hasta el último suspiro, quiso reconciliarse con aquel amor incestuoso que había tallado a su medida.
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