La persistencia de la memoria, la obra más popular de Salvador Dalí –cuyo original cuelga hoy en el MOMA de Nueva York pero se reproduce en miles de pósters en bares, oficinas y salas de espera de todo el mundo– es tal vez la mejor evocación del pintor surrealista acerca de cómo el inconsciente se aleja de la realidad. Los recuerdos permanecen, sí, pero se desdibujan, pueden tomar la forma de otra cosa.
Algo parecido ocurre con La Vida Secreta de Salvador Dalí, la autobiografía que el artista catalán, nacido en Figueras el 11 de mayo de 1904, publicó a sus 38 años. En un célebre ensayo de la época, George Orwell diría sobre quien André Bretón ya había bautizado con el anagrama despectivo de “Avida Dollars” por comercializar su arte: “Dalí es incluso, según su propio diagnóstico, un narcisista, y su autobiografía es simplemente un acto de strip-tease. Tiene valor como registro de la fantasía y de la perversión del instinto”. No importaba, decía el autor de 1984, si esa perversión de Dalí era real o imaginaria, porque, en definitiva, hablaba de lo que habría deseado ser.
En sus memorias, el hombre que hizo una marca de su coqueteo con la locura (“la única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco”, decía) y de su famoso bigote “a las diez y diez”, aseguraba, sin que nada de eso pudiera probarse, que a los cinco años había empujado a un niño desde lo alto de un puente colgante y a los seis le había dado una “patada terrible” en la cabeza a su hermanita de forma premeditada, “como si fuera una pelota”.
Esa crueldad sin fundamento se sostendría en el tiempo, especialmente contra las mujeres: sus biógrafos coinciden en que le tenía aversión al sexo y a los genitales femeninos y en que, hasta que conoció a Gala, solía cultivar vínculos con quienes lo admiraban, solo para sentirse después asqueado por ellos. Por ejemplo, jugó durante cinco años con una chica que estaba enamorada de él, y a la que excitaba con besos y caricias, pero con la que se negaba sistemáticamente a consumar la relación.
El mismo admitiría que cuando conoció a Gala –en realidad, Elena Ivánovna Diákonova–, era virgen. El tenía 25 años, ella, diez más, y llevaba 17 de un matrimonio con el poeta Paul Eluard que rompía todas las convenciones del momento y que sería transgresor incluso en nuestros días: libre, creativo, apasionado, poliamoroso y con una hija, Cécile, a la que aquella sofisticada soviética no tenía intenciones de cuidar. Dalí dijo ver en ella “un efebo femenino” cuando la pareja llegó con Cécile a Cadaqués en el verano de 1929.
En sus largas caminatas por la Bahía de Portlligat, hablaban sobre traumas infantiles, surrealismo y coprofilia. Es que el resto del grupo, en el que se encontraban René Magritte y Georgette Berger y un furioso Luis Buñuel –que planeaba colaborar con el artista en el guión de La edad de oro, pero lo encontró “transformado, no hablando más que de Gala”–, había captado la fascinación de Dalí por la entonces Madame Eluard y le había encargado que le preguntase si era coprófago para burlarse del cuadro que estaba pintando, en el que se veía en primer plano a un hombre manchado de excrementos.
Dalí se rindió entre risas ante su enamorada: “Aborrezco conscientemente ese tipo de aberración tanto como pueda aborrecerla usted. Pero considero a la escatología como un elemento de terror, igual que la sangre o mi fobia por las langostas”. Después le contó que su padre, respetado escribano de Figueres, había llegado un día a su casa diciendo que “se había hecho encima”, y que tal vez la referencia en su obra provenía de ahí. Le confesó que le recordaba a una niña de su pasado y la bautizó “Galushka redivida”. Finalmente conmovida por su sinceridad, Gala le anunciaría, como una promesa: “Niñito, tú y yo no nos separaremos nunca”.
En Dali Parlat (Dalí Hablado), el libro que recoge las entrevistas que el periodista barcelonés Lluís Permanyer mantuvo con el pintor en 1962, 1972 y 1978, dice que, sin embargo, en aquellas primeras semanas, no tuvieron relaciones sexuales: “Besé sus labios que se entreabrieron. No había besado así, profundamente, e ignoraba que pudiera hacerse. De un solo impulso, todos mis parsifales eróticos despertaron bajo las sacudidas del deseo en mi carne durante tanto tiempo tiranizada”.
La sexualidad de Dalí, tratándose de un admirador de Freud como era, da para un tratado en sí mismo. Según declaró en una entrevista con Playboy en los años sesenta: “Le tenía un miedo fantástico al sexo. Tenía miedo de ser impotente, porque leí un libro erótico que hablaba de la costumbre española tan brutal de hacer el amor, no por delante sino por detrás, y dice que la mujer produce un ruido como si rompieras una sandía. Sentí que era imposible que yo pudiera provocar ese ruido y esto me creó un complejo de impotencia. Pero después descubro que no soy impotente”. A Permanyer le contó, además de lo de la sandía, que había descubierto que su pene era bastante más pequeño que el de los demás, a lo que se sumaba un atroz temor a contraer enfermedades venéreas y, por lo tanto, al contacto físico. En su primera visita a París, contaba, había recorrido burdeles limitándose a masturbarse mientras miraba a las prostitutas a distancia, para evitar cualquier hipotético contagio.
Lo perturbaba también otro tema que mencionó en varias ocasiones: su latente homosexualidad. Junto a Buñuel, y en un hecho extraordinario, eran grandes amigos de Federico García Lorca: eran quizá los tres artistas más importantes de la España del siglo XX y compartían la intimidad. Pero, entre Dalí y Lorca, la amistad fue más allá: la suya fue una historia de amor atormentada a la que solo puso fin el asesinato del poeta en 1936.
“Fue un amor erótico y trágico”, le dijo el pintor al hispanista Ian Gibson que lo retrató en La vida desaforada de Salvador Dalí. Ya había contado que en el 26 Lorca había intentado penetrarlo analmente en dos ocasiones pero él no fue capaz porque “no era pederasta y le dolía” (sic). Para Gibson, el autor de Bodas de sangre fue el ver dadero gran amor del genio del surrealismo, un amor que no se permitió porque “a lo que más le temía en la vida era a ser homosexual”.
Los traumas de los que hablaría con Gala se completaban con los miedos y la represión propia de haber sido educado en una típica familia burguesa catalana de principios del siglo XX. Permanyer también llegaría a preguntarle en sus entrevistas, “¿Por qué siempre habla de sodomizar a Gala?”, a lo que Dalí respondería: “Es lo que más me seduce. He de manifestarle que a mí los pechos y el sexo femenino no me interesan. Me interesa el culo. Porque el culo es un agujero claro, limpio y sé lo que allí hay. En cambio en el sexo femenino hay labios, clítoris… confusión. Uno se extravía… Además por ahí nacen los niños. Jamás ha salido nadie por el ojo del culo”. (sic)
¿Quién fue Gala entonces en la vida de Dalí? “La mujer que le permitió ir por la vida como si fuera heterosexual”, dice Gibson. Alguien de quien “dependía como un niño y lo cuidaba a su vez como una madre”, dice la escritora Monika Zgustova, autora de La intrusa: Retrato íntimo de Gala Dalí. Pronto comenzó a ejercer como intermediaria de su obra, casi como una marchand que se ocupaba del dinero (de la misma manera que había impulsado antes la carrera de Eluard), pero su papel iba mucho más allá. “Ella no era sólo una modelo pasiva, una musa: decidía cómo quería salir en el cuadro, se disfrazaba de lo que quería –dice su biógrafa, Estrella de Diego–. Aquello fue un proyecto común. Ella era su propia obra y construía la mirada de Dalí, cosa que él reconoció firmando como ‘Gala Salvador Dalí’. Más que coautores, eran el personaje a dos que se inventaron”.
Sobre todas las cosas, Gala estaba ahí para cubrir la incapacidad social de Salvador, sus ataques de ansiedad, su tener que sentarse en la última fila del cine por si tenía que salir corriendo, todo aquello que hacía que solo pudiera salvarse si aparecía en público detrás de un personaje: el del loco pintor surrealista.
Se casaron en el consulado de España en París a fines del 34, cuando ella se divorció de Paul. Aunque el poeta volvió a casarse a su vez con la famosa modelo de Man Ray Nusch, nunca dejó de escribirle cartas de amor a Gala ni de acostarse con ella, incluso cuando ya estaba con Salvador.
Habían pasado en Francia la guerra civil. Y cuando sobrevino la Segunda Guerra Mundial, se exiliaron en los Estados Unidos. Antes de embarcar desde Lisboa, en 1940, Dalí quiso volver a Figueres a despedirse de su padre y de su hermana Anna María. Encontró a su padre convertido en franquista y a su hermana traumatizada después de haber sido torturada y violada por los republicanos. “El ensayo revolucionario ha sido tan desastroso que todo el mundo prefiere a Franco”, escribió entonces. Breton ya lo había acusado de defender a Hitler, algo que Dalí refutó, aunque insistía en que el surrealismo podía existir en un contexto apolítico, y se negaba a denunciar públicamente el régimen fascista alemán. Fue por eso que lo expulsaron del movimiento tras someterlo a un “juicio surrealista”. La réplica del catalán pasaría a la historia: “Yo soy el surrealismo”, respondió.
Tras un exilio dorado en América, la pareja regresó a la España franquista en el 48. Diez años más tarde, tras la muerte de Eluard, se casarían por Iglesia en secreto en el Santuario dels Àngels, en Sant Martí Vell, de Girona. Llevaban tres décadas juntos y los únicos testigos fueron cuatro curas y un secretario del juzgado. Ni siquiera hay fotos del evento: el secretario tomó unas instantáneas, pero al revelarlas descubrió que estaban veladas. “Me gustaría que toda mi vida se convirtiera en un ritual. Dalí es lo contrario de todos, porque todos se divorcian continuamente, mientras que yo me caso con mi mujer una y otra vez”, diría el pintor sobre sí mismo, asegurando que volvería a casarse, aunque jamás llegó a hacerlo.
En los sesenta, su casa de Portlligat pasó a ser un centro de peregrinaje de la bohemia hippie del momento, incluyendo a John Lennon y Yoko Ono. Por esos años, la artista y modelo trans Amanda Lear se convirtió en su nueva musa y compañera y llegó a vivir en Cadaqués con el visto bueno de Gala. “Ella me dio mi propia habitación en Portlligat y me pagaba los tickets de avión para reunirme con ellos en Nueva York o Barcelona –escribe en su libro Mi vida con Dalí–. Salvador nunca me dio dinero: eso me hubiese convertido en su amante, un concepto burgués que siempre rechazó, aunque todos saben que lo fuimos”.
En 1969, Dalí conoció en París al pintor colombiano Carlos Lozano, que contó su experiencia con el pintor y su mujer en Sexo, surrealismo, Dalí y yo, de Clifford Thurlow. El primer encuentro fue en una de las soirées de “príncipes y mendigos” que organizaba el artista en el hotel Meurice, donde personajes del jet set se mezclaban con ignotos cuyo único requisito para entrar era su belleza. Dalí lo bautizó como la “Violetera” y lo invitó a Cadaqués, donde lo apoyó para que abriera varias galerías de arte. “Me sentía más que encantado: embelesado –cuenta–. Dalí era un voyeur, ‘el gran masturbador’, pero lo que lo impulsaba era un deseo decididamente pederasta. Lo atraían los jovencitos inexpertos, en particular los andróginos y, explícitamente, los transexuales. Se deleitaba con lo bizarro, lo antinatural, lo surrealista. Sus orgasmos provenían de lo escandaloso, lo lujurioso y lo lascivo…”.
La misión de Lozano era buscarle amantes jóvenes a Gala y material masturbatorio a Dalí: “Gala participaba, con sus jóvenes amigos, a los que podía cuadriplicar la edad. La masturbación, el voyeurismo, o cualquier forma de autosatisfacción sexual sin coito eran, para Dalí, el súmmum”. También lo eran las vírgenes a quienes –describe sin pudores Lozano–, “Dalí santiguaba con su propio semen tras excitarse mientras éstas despedían su pureza”. El propio artista hablaba abiertamente de sus preferencias en entrevistas de la época, en las que declaraba: “Nunca hago el amor con nadie que no sea Madame Dalí. Evito siempre los contactos. Un poco de voyeurismo, acompañado de masturbación, me es suficiente. Con eso ya disfruto y de sobras”.
La apertura sexual no se daba sin celos: Gala tenía amantes y Dalí era mucho más demandante de lo que había sido Eluard; sufría cuando ella se obsesionaba por jóvenes actores. Además los dos necesitaban que “Avida Dollars” siguiera siendo una máquina de hacer dinero. “Todo estaba muy controlado por Gala; ella dirigía el programa –relata también Lozano– Dalí estaba loco, pero no se le permitía estar loco todo el día: trabajaba a menudo 14 horas diarias”.
En los años setenta, la decadencia de la vejez los encontró dependiendo tanto uno del otro como detestándose. Cansada de vivir en un happening permanente, Gala se había retirado al Castillo de Púbol, un regalo de su marido al que no tenía acceso sin previa invitación de ella. Mientras crecía el injusto mito de que si Dalí se había distanciado de muchos de sus amigos del arte o se había vuelto comercial o incluso loco, era culpa de “la vieja bruja Gala” a la que solo le había importado ser rica y famosa, el bloque infranqueable que habían sido durante cincuenta años parecía quebrarse hasta el límite de la violencia más cruel. Según Gibson, ella le daba anfetaminas y sedantes que le crearon una dependencia y acrecentaron su personalidad paranoica.
Los relatos sobre sus años finales son dramáticos. Gala también tomaba pastillas y Dalí temía morir intoxicado. En una de sus últimas salidas públicas se enfrentaron en un restaurante porque el pintor se negaba a comer una langosta por miedo a que estuviese envenenada. Entonces, Gala le arrancó el bastón y lo sacó a golpes a la calle. En otro incidente que nunca terminó de esclarecerse, Gala cayó por las escaleras mientras peleaban y se rompió dos costillas. Dos días después, resbaló en la bañera y se quebró el fémur. Pero ante la consciencia de la cercanía de la muerte, hizo un testamento en el que dejó todos sus bienes a Salvador y nada a su hija. También habría llamado por teléfono a Amanda Lear, a quien le suplicó: “¡Júrame que si me muero te casarás con Dalí!”.
Si bien no lo hizo, la modelo fue una de las pocas que siguió visitando al artista en el Castillo de Púbol y luego en la Torre Galatea, a donde se mudó tras la muerte de Gala en junio del 82. Solo, enfermo y recluido, se negaba a tomar la medicación y a comer, era alimentado por sonda y arañaba a las enfermeras. “Lo vi por última vez en 1983 y me dejó una imagen patética y trágica: rodeado de manos rapaces que, con la excusa de protegerlo, lo habían aislado del mundo y de sus amigos”, cuenta Lear en sus memorias. El pintor la recibió a oscuras; aquella mente brillante ya estaba en otro mundo.
Murió el 23 de enero de 1989. Por 84 años había llevado una máscara: hasta pidió ser enterrado con su bigote característico perfectamente peinado. Si Orwell decía que el valor de su autobiografía era mostrar cuán perverso había deseado ser, más allá de cualquier fantasía, su obra permanece como legado tangible de la búsqueda de huir de la realidad que lo convirtió en uno de los grandes genios de la historia del siglo XX.
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