Rafaela llora cada vez que lo ve. La embarga un llanto intempestivo que brota del espanto. No lo controla. Tampoco su papá, Santos. Es un desconsuelo incómodo y deducible: el berrinche obedece a un reflejo lógico, esperable. Puede pasar. Lo apenan y los comprende. Rafaela tiene cuatro años y es la hija de un amigo de sus hermanos que no lo puede ver. Habrán sido tres veces los episodios, no más. El sollozo, tan natural y auténtico, lo desarma, lo angustia. “Yo quiero que sepa quién soy, cómo soy, que soy tan normal como cualquiera”, ruega.
Es su causa. La de Matías Fernández Burzaco. Como él hay muchos en el mundo, muchísimos. Con su enfermedad solo 65 de las 7.700 millones de personas que habitan el globo -según el cálculo de Naciones Unidas en 2019-. Padece fibromatosis hialina juvenil, una patología genética y autosómica recesiva: Gabriela y Juan, sus padres, tienen otros dos hijos -los mellizos Juan Ignacio y Agustín, los primogénitos- y portan el gen. Su organismo fabrica colágeno en exceso. Le sobra piel y tejido conectivo, le faltan músculos. Su cuerpo está invadido por protuberancias que son nódulos que son tumores benignos que son los “animales invasores” que le alteran su fisonomía y le cercenan sus voluntades motrices. Dice que las partes de su piel libres de quistes son sagradas y que una vez le pidió a uno de sus enfermeros que se los cuente: son 171 bultos; 33 en la mano izquierda, 38 en la mano derecha, 13 en el dedo gordo de la mano derecha, 31 en los pies, varios en las orejas, uno grande en la pera, otro grande en el pecho.
“Son más de los que tiene Mayra”, dice Matías, en modo triunfador irónico. Mayra Ordoñez tiene 26 años -tres más que él-, vive en Monte Grande, hace poco falleció su mamá, no terminó el colegio secundario e integra el reducido grupo de pacientes diagnosticados con fibromatosis hialina juvenil. “Somos poquitos o, como dice mi kinesióloga, somos edición limitada”. Él no sabe si decirle enfermedad o patología, pero sabe que es rara, extremadamente rara. El porcentaje de probabilidades tiene ocho ceros detrás de la coma y otros diez números después: hay 0,000000008441558442% de posibilidades de contraerla.
Gabriela recuerda que solo pujó dos veces. Matías nació el 30 de enero de 1998 por parto natural. Tenía pestañas largas, cara rosada, cachetes prominentes y contextura morruda. Nació en la Clínica La Esperanza, pesó 4.150 kilos y al mes de vida superó una bronquiolitis severa. Era un bebé, en apariencia, como cualquier otro. Su enfermedad se manifestó en una fecha aleatoria. Nadie sabe exactamente cuándo. La primera alerta emergió de una situación cotidiana. Gabriela estaba queriéndole poner un pantalón cuando notó que su hijo retraía las rodillas: como un resorte las replegaba en su cintura, no las estiraba.
El desarrollo motriz se detuvo temprano: Matías alcanzó a sentarse, nada más. “Yo decía que era medio panchito”, valora su madre. Había una teoría: la pediatra le sugirió que la bronquiolitis le pudo haber dejado una leve secuela neurológica. Eso explicaba la retracción de las rodillas. Y le puso un plazo a su maduración: si no se largaba a gatear a los ocho meses, podría ser otra cosa. “Me acuerdo que fui sola al ortopedista -relata-. Juan no me acompañó, no sé por qué. Le empezó a medir todo: el cuello, las muñecas. Me dijo: ‘Acá hay algo más. Esto no es ortopédico. Tenés que hacer una búsqueda ya’”.
Fue el primer desborde de llanto que recuerda. Reconoce haber salido destrozada de la consulta. Ese día se estableció la certeza de que algo no estaba bien en su hijo. Fue la hora cero de un proceso doloroso: el susto de la incertidumbre, el enigma del diagnóstico y el sometimiento a los estudios de descarte. Lo operaron, le extirparon tejido conectivo, lo pincharon, lo volvieron a pinchar, lo contrastaron para enfermedades autoinmunes, para distrofia muscular, para trastornos neuronales, lo cotejaron con especialistas internacionales. Pero nada: los valores daban estándares normales.
Las piernas no se le estiraban, no gateaba y una bola de piel que no era una verruga crecía en su pecho. Hasta que una manchita en la oreja, otra en la punta de la nariz y otra en la cola se congeniaron para orientar el diagnóstico. La visión de la dermatóloga Margarita Larralde de Luna y una microscopía electrónica encontraron la respuesta: fibromatosis hialina juvenil. Aprendieron que su código genético está modificado, que su organismo produce colágeno en vez de proteínas, que una sustancia extraña se deposita para solidificarse en los huesos y las articulaciones, que ya no hay lugar para los músculos, que hay tumores benignos que afloran para afuera y para adentro, que su capacidad cognitiva no está afectada. Lo describe mejor Matías: “La enfermedad no se mueve por los órganos vitales ni por la sangre, no afecta el sistema nervioso ni el hormonal. El cerebro funciona. Aunque el cuerpo viva para no funcionar”.
Lo primero que les dijeron era que era una enfermedad muy rara que afectaba el crecimiento y la movilidad. Gabriela lloró en cada rincón del Hospital Garrahan. Juan lo asimiló con estupor y silencio. Lo segundo que les dijeron era que el diagnóstico, sin embargo, no era concluyente. La fibromatosis puede volverse sistémica en la primera infancia. El riesgo de convertirse en una enfermedad mortal disminuye con el paso del tiempo. “Pasamos los primeros años con el corazón en la boca. Cada cumpleaños lo festejábamos el doble”, recuerda la madre. Su expectativa de vida es de 76 años, la misma que la de cualquier argentino promedio.
Matías tenía un año cuando acertaron su patología y dos cuando Juan y Gabriela se separaron. Él, comerciante y dueño de un local de computación; ella, bailarina y coreógrafa. Él nunca dejó de acompañarlo y de solventar los gastos de una familia con un integrante que precisa asistencia diaria de enfermeros, una silla de ruedas eléctrica, estudios periódicos y un respaldo médico eficiente. Ella se quedó viviendo con sus hijos en la casa de la calle Páez en el barrio de Flores, donde montó su propio salón de baile.
La puerta es azul y las paredes son amarillas. La decoración del frente de la casa sugiere una inclinación futbolística y certifica, asimismo, que convive con sus hermanos, los dos hinchas de Boca, y que su papá, hincha de River, se mudó de ahí hace más de veinte años. A Matías, sin embargo, la combinación de colores le da pereza: “Soy de Boca y de River, sí, de los dos equipos a la vez. Mis amigos me joden y me dicen que soy bisexual, que me gusta dar y recibir. No lo descarto. Soy hincha de Boca por mis hermanos, soy hincha de River por mi papá y por mi mejor amigo Tomi”. El fútbol, asume, ya no le importa tanto. Tiene otras preferencias.
La recepción es un pasillo corto. Una mesa de madera a la izquierda sirve para apilar hojas, facturas de servicios a pagar, adornos, chucherías, cosas y piezas varias. Hay una tarjeta que promociona las clases de guitarra de Agustín, su hermano. No hay ninguna llave pero podría haberla. Una puerta de vidrio abierta permite dimensionar las medidas de la casa. Es grande y antigua. Hay un gran pulmón en el medio y los ambientes techados se distribuyen sobre el ala derecha de la vivienda. El piso es de una cerámica que alguna vez estuvo de moda. Los ladrillos en las paredes llegan al metro y medio, después gobierna un tono de naranja gastado.
En el patio hay un sillón de dos plazas con almohadones forrados en una manta amarilla y una gran mesa de madera pesada que sostiene un florero, dos tazas intervenidas, dos macetas y un spray de alcohol. Se ven sillas también de madera, una pelota de fútbol desinflada con gajos desechos y un aspecto retro bien logrado, una bicicleta playera, un baño exterior más chico que un baño químico, cuadros de témperas y acuarelas en las paredes, ventanales y puertas altas. El prejuicio dicta que ahí vive, al menos, una persona dedicada al arte. Las obras colgadas, la decoración pintada, la vegetación abundante, el despojo por el orden obsesivo. La vegetación y los colores vivos prevalecen. Abundan árboles, ramas, hojas, plantas, macetas, macetitas. Una enredadera coloniza la pared izquierda donde se recuesta la escalera que lleva a la primera de las dos terrazas.
Debajo de la primera está la cocina. Debajo de la segunda está el resto de la casa: habitaciones, baños y ese living devenido a gran salón de baile. Una televisión de 64 pulgadas domina el dormitorio de Matías. La tiene conectada a la computadora y la playstation. La silla de ruedas eléctrica decorada con luces y colores se estaciona en una esquina de la habitación: acumula ropa y almohadones. En los otros tres ángulos están la cama y dos bibliotecas de libros y cosas. Hay tantos libros y revistas como cables, controles e instrumentos tecnológicos. No hay espejos ni cuadros colgados.
Los hay en abundancia en el salón. El piso es de madera y desde las paredes tres grandes espejos devuelven la imagen. Tres ventanas -dos a la calle y una al patio- garantizan la iluminación natural, un piano Burmeister ocupa una arista de la sala, unas partituras y una trompa se apoyan en él vigilados por un cuadro con la imagen de un circo. Una mesa alta ubicada junto a un tomacorriente sostiene una notebook y dos parlantes. A su alrededor se acomodan un sillón, dos sillas y dos sillitas, una lámpara de pie, una estufa y tres libros que en su tapa lucen las palabras “danza”, “danzaterapeuta” y “Ballets”. En la pared de enfrente solo se reparten el espacio un mueble pintado en azul, el espejo principal y una barra de danza.
En la casa se repiten dos recursos: hay rampas de acceso en vez de escalones en las divisiones de los ambientes y rollos de cocina distribuidos por todos lados. Son artilugios: uno concede su desplazamiento y otro su limpieza. Cuando llora, sus lágrimas le mojan la cara. Su boca no se puede cerrar. Sufre sudoración, además de mareos, puntadas en el pecho, falta de aire y hormigueo. “No sé bien qué pasa con mi cuerpo -escribió-. Mi pecho es un paisaje escarpado de montañas rosas. No me puedo mirar el pito. Nunca me toqué los pies, ni la espalda, ni la cadera, ni la cara: nunca me toqué. Hay partes de mi cuerpo que no conozco”. Compra los rollos de cocina que le secan la piel al por mayor y los dispone estratégicamente en cada ambiente de Páez.
Matías le dice Páez a su casa: los pibes de Páez son sus amigos de la escuela primaria, el perro de Páez es Lobito, el libro de Páez es Formas propias, diario de un cuerpo en guerra de Editorial Tusquets. Lo escribió mientras cursaba el último año del terciario de periodismo deportivo. Se escapaba de las clases porque se aburría y porque Marcelo Rodríguez, el profesor que dictaba la materia Técnicas gráficas, le inoculó la idea: escribir sobre él antes de que otros lo hicieran. Para que lo comprendiera, le dijo: “Si hay un tiro libre no lo tiene que patear Mascherano, lo tiene que patear Messi”. La analogía sirvió. Matías, un adolescente que había soñado con ser jugador de fútbol, que había querido ser relator y que había caído en el periodismo casi por imposición, empezó a escribir. Para escribir tenía que mirar. Y para escribir sobre uno mismo tenía que mirarse.
“Me miro como si no me conociera. ¿En serio sos vos? Es la primera vez en la vida que me miro al espejo. Que me miro de verdad”, redactó. Hasta los veinte años solo se miró al espejo para peinarse o para acomodarse la camisa. ¿Qué ve ahora que necesita describirse? “Veo un mentón enorme, alargado, gelatinoso, blanco, hasta que se oscurece, como una barba. Las cejas son como dos rayas dibujadas con crayón. La oreja es una morcilla: pedazos sacados de otros cuerpos, sangres de muchos colores, sobras. La enfermedad hizo lo que quiso con la oreja. Las mejillas parecen suaves como las nalgas de un recién nacido. Quisiera tocarme para sentir la textura. El resto son puntitos rojos, una línea violeta que va en forma de río desde la nariz hasta el borde del labio superior. Por encima de la nariz, otra nariz que me obstruye la vista. Un ojo atrapado entre dos bestias. En la cabeza, una pelota blanca, pálida, un cuerno sin filo, una cabecita. Es el nódulo más grande del cuerpo. Las piernas cortas. Los brazos mucho más. Los labios tienen poca carne, los dientes son chuecos, resquebrajados. La mirada parece perdida. El tejido blando copa lo que queda. Tengo un bulto en el pecho. Lo operamos dos veces, pero volvió a salir. Es un animalito con vida propia”.
En el libro también dice que su nódulo parece una teta y que cuando se lo tocan se excita, que usa las mismas zapatillas hace cuatro años y que siguen impecables, que sus piernas miden lo mismo desde que nació, que a los cuatro años decía ser Dios: “‘Ser raro te da poderes’, pensaba”. Su enfermedad no tiene cura, no mejora ni empeora. Tiene 23 años y el cuerpo de un nene de seis. Alguna vez planeó robos de caramelos a supermercados. Cuando quiere hacer pis o caca, sacude las piernas. Juega al FIFA con la Juventus en la play pero no llega a tocar todos los botones del joystick. Escribió que es raro, que es deforme, que quería contarlo todo.
“Hay una edad en la que todos nos buscamos, nos preguntamos quién somos, qué queremos ser. Él lo hizo. Le llegó el momento. Dio un paso muy importante que para él era necesario. No digo que nunca antes se reconoció con su discapacidad. Para nosotros siempre fue muy natural. Nosotros queremos la vida y la vida vino así. Si no fuera como es, no sería él. Muchas veces me han preguntado: ¿y si pudieras darle las piernas? No sé. Son cosas que se dicen. Pero mi hijo es éste y yo lo amo como es”, dice Gabriela antes de contar cómo era Matías cuando aún no se había descubierto.
“Si había un compañero de escuela con una discapacidad, no es que no le hablaba, pero no le gustaba que lo pusieran en el mismo grupo. ‘Porque yo ya tengo a mis amigos’, me decía. ‘Pero esa es una forma de discriminar’, le respondía. Le costaba mirarse en profundidad. En el hospital nada que ver: hacía un montón de amigos, charlaba. Pero cuando salía del hospital no. Llegó un momento en la vida de Mati en que se miró profundamente y empezó a indagar”.
Ese momento comenzó con un trabajo de escritura y composición introspectiva. Matías, alias Toti, alias Troti, es periodista, es escritor y es rapero. Jura que las palabras son su mayor movimiento. Escribir y componer sobre sí mismo lo liberó: “Ser Matías Fernández Burzaco se siente re zarpado, es un flash. Me siento bastante impune, bastante inimputable, sobre todo por las maneras en las que me nombro. Me he llamado deforme, monstruo, bicho raro, el derretido, de mil maneras. Siento que cuando uno ya se nombra bajo un espacio que parece como muy aterrador, muy terrible, nadie te puede decir nada, nadie me puede descansar. Me siento medio empoderado a través de este cuerpo que no es genérico y que es muy diferente, con mis curvas, con mis protuberancias. Hace poco dije que tenía tres pitos: el de abajo, la nariz y la pera”.
Matías se ríe y hace un ruido raro. Viste un conjunto deportivo negro con vivos blancos. Tiene negro también en las zapatillas, en la malla del reloj y en la pulsera que le robó a su mamá. Un pañuelo bordó le cuelga del cuello. De su cabeza asoma el nódulo más grande de su cuerpo y los mechones teñidos de rosas. “¿Tengo mucha cara de dormido?”, pregunta antes de la entrevista. La interrumpirá cinco veces. “¿Me levantás?”, pedirá cada cierto tiempo para calmar el dolor en su cadera: no suele estar tanto tiempo mirando hacia adelante sin el arnés. Pero no se queja, sigue hablando aunque mantenerse erguido, modular y la “erre” le demanden mucho esfuerzo. Nunca se quejó, nunca se cuestionó por qué él: “Te juro que no y es lo que me da miedo. No lo entiendo. De ese miedo parte el libro, de esa pregunta: ¿cómo se aguanta todo esto después de veinte años?”.
Lo aguanta también porque no le queda otra. Naturalizó la cosa: “Estoy en este cuerpo, es así y punto. Está todo bien. O no, está todo mal pero lo vamos llevando súper bien”. Prefiere que lo vean como un maldito en vez de un angelito y repele la etiqueta de un ejemplo de superación: “Me molesta, me da cringe. Me pone en un sitio inadecuado. No encaja con mi personalidad. Capaz que con mi cuerpo sí, pero yo no soy mi cuerpo: yo soy mis pensamientos, mis actos, mis palabras, mis rapeos”. Entró al universo del rap y del freestyle -”el único momento en el que me siento completamente libre es cuando improviso: el cerebro yendo a mil por hora y 800 ideas que me vienen a la mente”-. Lanzó su primer tema ¿Quién es ese niño? en octubre del año pasado. Tiene más de 30 mil visualizaciones.
“Tengo una enfermedad pero a mí no me preocupa. No soy un bebé pero las beibis me hacen upa. Soy discapacitado, no me puede llevar la yuta. Criticás de lejos porque sos un cometruca”, son algunas de sus rimas. Dice que a nivel sonoro la canción es mala, la letra repite que no es ejemplo de vida ni de superación y presume de su autenticidad: “La gente piensa que soy chiquito, eso porque no me vieron el pito”. El tema se pregunta con obstinación: “¿Quién es ese niño? ¿qué es lo que tiene? ¿qué le sucedió? ¿qué pasa con sus manos? ¿qué pasa con su cuerpo? ¿qué pasa con todita esa piel que le creció?”. Los interrogantes son una mirada crítica a la insistencia de la sociedad.
Federico Luis Tachella es director de cine. Hace los videoclips de sus canciones y grabó el cortometraje El beso, un recorte visceral de la extraña conexión entre Lobito, el perro de la familia, y Matías. El film se presentó en el BAFICI y seguirá su recorrido por los festivales de cine internacionales de Cannes, Venecia y Toronto. “Él me preguntó cómo va a mutar todo esto, dónde puede llegar a terminar. No lo sé. Es algo que a mí también me genera curiosidad. La mirada sobre mi cuerpo, qué va a pasar dentro de tres años, capaz que cambia, capaz que empiezo a tener complejos estéticos-físicos que hoy por hoy no los tengo. Por eso la respuesta a ‘¿Quién es ese niño?’: flow. Una manera de contestarle a las preguntas tan insistentes: qué te pasó, por qué esa nana, por qué esa herida. Flow, papá. Corta”.
Un año antes del lanzamiento de la canción escribió, en una serie de relatos introspectivos publicados en la revista Orsai, las cosas que le gustan: “Me gusta ser el centro de la escena, que hablen de mí, pero solo un ratito; después ya es demasiado. Me fascina hacer alarde con la rareza de mi cuerpo; siento un cuerpo más piola que uno normal. Me tienta que me crean incapaz por la situación física; me les río por dentro. Es cómodo tener una enfermera y decir: rascame acá, allá, acá. Tener un acompañante y decir: servime jugo, haceme las compras, sacame las medias. Es lo más no limpiar, ordenar, ni lavar los platos. Pasar gratis al cine y al teatro. No hacer la fila en el supermercado. Conseguir mesa de un restaurante en cinco minutos y sin reserva previa. Parecer un gánster, pasar con mi silla de ruedas y que todos se corran. Comprarme ropa cara, tunearme el pelo”.
Le gusta decir “no voy” cuando suena el timbre de su casa. Le gusta reírse de sí mismo. Le gusta la sátira, la ironía y el humor negro. Está cómodo en ese registro humorístico. Le gusta que cuando suene el timbre aparezcan sus amigos. Le gusta que tengan llaves de su casa, que anden descalzos, que abran la heladera, que lo vistan, lo alcen, lo peinen, que le den descanso a su mamá, que pasen más tiempo en Páez que en sus propias casas. Bruno lo acompaña hoy, un martes de mayo. Ayer estuvo Iván. Mañana le tocará a Tomás o a Lucas. Siempre hay uno. Aunque vayan los enfermeros, ellos igual están. “Son los okupas que se ocupan”, resume Matías.
“Ahora decí las cosas que no te gustan”, lo corre Bruno. “No me gusta que las viejas me toquen la cara, que sean muy invasivas, que no sepan cómo entrar o conectar, y propongan una charla muy ambigua en la que ellas me vean a mí como un angelito, como un enviado de Dios que bajó al suelo con una misión y que está súper bendecido. Y nada que ver”. No le gusta, tampoco, lidiar con los padres de los nenes del colegio que queda a media cuadra de su casa. La reacción de los nenes la acepta: “Hay un grupo que se asusta mucho y que le tiene mucho temor a esta enfermedad, a esta figura deforme que se le aparece en la calle. Se espantan. Yo paso por el jardín y los guachines se abren a los costados, como si pasara un cacique. Es gracioso y es contradictorio, porque se están asustando de mí”.
Lo sabe por Rafaela, la hija de su amigo que no lo puede ver. “Por supuesto que la entiendo, a mí también me incomodaría estar en la calle y ver algo como súper extraño”, admite. Valora que los nenes respondan con honestidad y espontaneidad: “Van con la verdad y con lo que les pasa. Me parecen súper verdaderos”. Lo que no tolera es la injerencia de los mayores: “Los padres son unos giles. De algún modo sugieren intervenciones de los nenes o les imponen pensamientos negativos, como si yo pudiera contagiarlos, como si pudieras generarles algo malo o como si ellos pudieron generarme dolor. Un poco los entiendo pero siento que pueden ser un poco más flexibles. A mí me pasa todo el tiempo, es una costumbre salir a la calle y que pase una persona y se me quede mirando. Pero si una persona grande se me queda mirando, yo lo miro como el orto y si pinta lo bardeo: le digo ‘¿qué mirás, tonto?’”.
La mirada ajena ya la sabía de memoria. Pero cuando se le activó la devoción por el periodismo y la escritura, empezó a mirar las miradas ajenas. Salir a la calle representaba ya participar de una experiencia periodística. “Cada expresión, cada mueca, cada prenda de vestir la almacenaba en mi cabeza y apenas volvía a mi casa las escribía”, dice. Ese proceso contribuyó a su propia aceptación. “Me metí en el personaje y salí a matar, en el buen sentido, sin malicia, sin querer perjudicar a alguien, pero me sentía con el derecho de ponerme a mirar algo que me involucra directamente a mí”.
Descubrió la honestidad de los nenes y la falta de empatía de los padres mirándolos para escribirlos. Pero no solo los detectó a ellos: “También a mis enfermeros, médicos, especialistas, amigos, familiares y sobre todo a mí mismo, a mi cuerpo, a mis miedos, a mis deseos. Todo eso fue gracias a este libro, que es un sitio en donde yo intenté a través de juegos de palabras y de frases propias, como un intercambio con las formas físicas de mi cuerpo, pasar mis ideas al papel para contarlo de la manera cruda y de la manera más justa. ¿Cómo es la enfermedad? ¿Qué me pasa con eso? A veces con cierto grado de inocencia, pero siempre tratando de ser verdadero”.
El título Formas propias no lo inventó él ni las otras periodistas-escritoras que lo acompañan: Leila Guerriero, editora del libro, Leila Sucari y Josefina Licitra -además de la autora del prólogo y el estímulo para impulsar su voz periodística es ex esposa de su papá y mamá de Joaquín, su otro hermano de 16 años-. Hubo semanas de intercambios de mails con propuestas de títulos. “Los míos eran muy sangrientos: ‘el chico de la piel’, ‘el derretido’, ‘el hombre que no es hombre’. Había uno que me gustaba que era ‘los que sostienen’: me dejaba a mí a un costado y hablaba de mis amigos, de un mundo de mucha contención, de mucho amparo, de quienes sostienen este funcionamiento”.
Todos fueron descartados. Paola Lucantis, de la editorial Tusquets, postuló el título definitivo. “Formas propias me terminó convenciendo porque me saca del lugar en el que me ponen y me sitúa en uno en el que se muestra lo que hago. Son mis formas literarias y no solamente mis formas físicas. Me parece un nombre muy lindo. Pero el libro no es lindo. No es un libro de autoayuda, es todo lo opuesto. Es algo medio salvaje”.
“Lejos de lamerse heridas falsas y de hacer de la escritura un confesionario amateur, Matías corre un riesgo y le entrega su cuerpo a la fiera mayor: su propia cabeza. Con una prosa altiva, poética y eficaz, Matías se mira al espejo de un modo literal y también literario, y escribe a medio camino entre la danza y el machetazo”, define Licitra en el prólogo. El autor destaca una serie de conceptos imprescindibles que aparecen en su libro: “No podían faltar el amor de mi mamá, el miedo a la muerte de mi mamá, la información periodística sobre mi cuerpo que fui descubriendo a través de entrevistas con mi pediatra Fernanda de Castro Pérez del Hospital Garrahan. No podía faltar mi mirada tan directa sobre las cosas. No podían faltar la sinceridad, la brutalidad”.
Asegura, a su vez, que lo escribió para sobrevivir a sus padres. El amor y el apoyo se confunde, a veces, con la sobreprotección. Matías siempre se rebeló a ese método de crianza. Gabriela, su mamá, dice que los impulsos de su hijo la llevaban: “Yo tenía amigas que me decían: ‘Pero dejá que haga lo que pueda, con todo lo que hizo ya. Tu hijo es increíble”. Pero Mati me demostraba que podía siempre más. Mi aprendizaje vino con conocerlo, quererlo, respetarlo”.
Matías dice que no es lo que se ve y lucha contra esa facilidad de asociación. “Siempre traté de hacer la mía: escapándome de joda con mis amigos, yendo a afanar caramelos a un chino, yendo a fumar un porro antes de entrar al colegio”. Buscó los recursos para huir del encasillamiento, de la compasión y de la marquesina de su cuerpo. Trata de demostrar de lo que es capaz más allá de su discapacidad y todo el tiempo intenta quebrar esa consigna: “Por eso freestyleo, compongo, escribo, subo rimas y fotos al feed de Instagram”.
Cree haber hecho cosas de una personal normal y cuestiona también la arbitrariedad de la definición de normalidad. Pregunta lo que se preguntó varias veces: ¿qué es algo normal, qué es algo extraño? “Creo que soy un poco lo mismo que son mis amigos. A mí manera, con mis limitaciones motrices y físicas, traté de moverme por todos lados, de ir a buscar notas a todos los lugares, de trabajar. El libro y las canciones que hago son mi trabajo y mi futuro. Yo sueño con irme a un departamento, estar solo, ser totalmente independiente. Estoy, como dice Facu Campazzo, con la mente en el juego”.
El libro -la práctica de la escritura autobiográfica- le concedió cierto aire de libertad y le otorgó el protagonismo de la historia, un rol que nunca había asumido. Halló, en ese proceso, la puerta a la sexualidad o el deseo sexual. Hasta entonces había supeditado su libido a las conquistas de sus amigos, especialmente las de Tomás. “Si podía cogerse a cien pibas, aunque suene machirulo, a mí me dejaba contento y era como si yo estuviese en su lugar. Si se acuesta con chicas con las que yo deseo acostarme está todo bien aunque en el fondo capaz haya algo de bronca, ‘che, la concha de tu madre, yo quiero hacer eso’”.
Lo hizo. Tuvo su primer encuentro sexual. Le pagó 2.500 pesos a una trabajadora. Durante el acto tuvo miedo de desmayarse o de que le agarre un paro cardíaco. Los detalles de la experiencia se acumulan, sin filtro, en el libro, el factor que le permitió desbloquear nuevos placeres: “Salí a tirotear, a hablar, a querer tener situaciones amorosas con mujeres, porque soy heterosexual”, aclara y se pregunta: “¿Que le pasa a un hombre que no ha salido con mujeres en toda su vida y que siempre ha estado muy pegote de sus amigos? Pueden pasar cosas. Ha pasado. Hemos cuchareado medio en pedo. Mucho abrazo, mucho amor. No creo en la penetración, creo más en el deseo, en intercambiar sensaciones amorosas, palabras, en escuchar”.
Escuchar y mirar. Dice que es por ahí. Proyecta a mediano plaza sacar tres libros más, lanzar canciones y discos. “Me veo escribiendo, me veo tocando en algún escenario, me veo con la mirada de los valorándome por lo que hago. Me veo rapeando, me veo mirando, me veo tal vez lejos de mi casa pero siempre cerca. Me veo capaz en pareja con alguna chica, en algo. Me veo descontrolando”. Se ve igual que ahora: “Mi cuerpo es mi cuerpo y no quiero que cambie. No quiero que estos animales invasivos se vuelvan gigantescos y sí me afecten verdaderamente la estética. Quiero conservar mi cara, siento que está un poco escondida. Mi sueño es que no se descontrole. Mi sueño es poder darle trabajo a mis amigos, devolverles un poco, no sé si con dinero pero sí con trabajo y con amor, todo el cariño y el sostén que me dieron estos años”.
Ya no quiere volver a escribir sobre él. Desea contar historias de terceros. “Así como me sumergí en mí, quiero volver a escribir sobre otros. Un poco porque ya me liberé. Si bien no pienso la escritura como catarsis sino como un trabajo, siento que ya solté lo que tenía que soltar”. Planea un libro sobre historias macabras y oscuras de sus enfermeros que surgieron de sus charlas de madrugada y piensa que no estaría mal escribir sobre la vida de dos personajes que lo interpelan: uno es Messi, el otro es Mayra.
Messi es su gran ídolo. Mayra es su gran deuda. Al futbolista lo tuvo a veinte metros de distancia. “Me encantaría conocerlo. No quiero idealizarlo así como tampoco quiero que me idealicen a mí. Capaz Messi es un hijo de puta, como yo también puedo serlo. Me gustaría entrevistarlo y hacerle una nota larga. Y saber quién es. Porque Messi es un personaje que si bien está en todos lados, no da notas, es muy callado y da pocas pistas de su personalidad. Me encantaría saber quién es de verdad”.
De Mayra estuvo más cerca: una vez la recibió en su casa. Ella es tres años más grande y la enfermedad fue más benévola: tiene menos nódulos que él, menos formas pronunciadas. Un mediodía, cuando él tenía diez años, Gabriela cocinó churrascos con puré para ella y su mamá. Matías no quería verla. Recuerda que el almuerzo fue descortés: él la ignoró, no le dirigió la palabra, terminó de comer y se fue al cuarto a jugar a la play con sus amigos. La culpa y su mirada introspectiva lo obligó a rastrearla en 2018. Le escribió a su perfil de Facebook: quería saber cómo estaba, le contó que tenía pensado publicar un libro, le preguntó si podían encontrarse. “¿Qué seríamos? ¿Colegas?”, escribió en Formas propias.
Mayra respondió solo con emojis de carita feliz. “Aunque no tenga sentido, te quiero”, expresó en un texto que publicó en enero de 2020. “Quiero conocer tu casa, quiero tocarte la piel, quiero ver qué hizo la enfermedad con vos: si lucís como yo, peor o mejor, cuántos nódulos tenés, si son grandes, chicos, bordó como mi pera y mis dedos, si te arrasó la vida. Sentarme con vos cara a cara, nódulos con nódulos, silla con silla”, agregó. Hay un hilo invisible que los une pero no saben cómo acercarse. Matías asume su responsabilidad: “Yo era un discapacitado que discriminaba a los discapacitados, que los quería lejos. Al menos en ese momento. Ahora ya pude superar ese temor de no dejar de ser alguien más. Porque yo siempre quise ser uno más. No quise entrar en el grupo de los discapacitados o en el grupo de las personas contenidas, que necesitan atención permanentemente. Mayra, perdón por ese encuentro que tuvimos”.
Durante la entrevista la recordará cuando responda que no cree en Dios ni en las injusticias divinas pero sí en patrones energéticos. “Mayra se abrazó mucho a la religión y creo que es testigo de Jehová. Si la fe le hace bien, está perfecto. Espero que no esté en una cama, que pueda socializar y salir de muchos pensamientos de la religión que yo no comparto. Quiero ir a verla pronto. No pudo terminar la secundaria y tiene 26 años. No sé cuán difícil es su vida y quiero saberlo. Tal vez escriba un libro sobre ella, sobre nuestros encuentros”.
Si bien no cree en Dios, cuando está solo le gustaría creer que hay alguien que escucha sus plegarias. Los únicos instantes en los que se siente rehén de su cuerpo es cuando está solo. “Me genera vértigo, me mareo si alguien se aleja. Si estoy acá y mi mamá o un amigo están en la cocina, por algún motivo, si pasan cinco minutos me empiezo a poner inquieto porque no me puedo mover”. Odia caer en la vulnerabilidad del cuidado. Una vez su perro lo tiró de la silla. Sus nódulos contuvieron la caída. Desde entonces, Lobito no se le acerca, aunque duerma bajo su cama, lo vigile y le chupe los metales de la silla.
Cuando está solo se siente en una cárcel y cuando está en espacios muy abiertos, con todo el cielo a disposición, se siente inseguro, inquieto. Lo sintió por primera vez una madrugada de verano en la Plaza Irlanda cuando tenía 18 años y la marihuana le pegó mal. Descubrió, en ese instante, que vivía en un cuerpo inmóvil. Pensó que se iba a morir. Solo tuvo pensamientos suicidas en los ataques de pánico, no relacionados a la patología pero sí a los efectos de su claustrofobia. Después no. Jamás se preguntó por qué a él, por qué es uno del grupo de los 65. No haberlo cuestionado le da pánico. Por eso canta y escribe.
Fotos y video: Matías Arbotto
SEGUIR LEYENDO: