Faltan minutos para que termine el 10 de mayo de 1941. La noche cerrada y quieta en esos campos escoceses se altera por un estruendo. Después, las llamas. Los habitantes del lugar atraídos por esa súbita y gigante hoguera se acercan corriendo al lugar. Algo cayó del cielo. Como son tiempos de guerra, a nadie le sorprende que se trate de un avión.
El primero en llegar es David MacLean, un agricultor que vive a unos cien metros. Mientras corre, piensa la suerte que tuvo: su casa se salvó por poco. El fuego ilumina a un hombre tirado en el césped, enredado en un paracaídas. Está conmocionado. En la caída se golpeó la cabeza y se lastimó un tobillo.
“Apenas abrí los ojos, no entendía bien lo que pasaba. Tardé en darme cuenta que estaba en Escocia. Un hombre me ayudó. En la mirada de los otros había compasión y algo de lástima pero yo estaba bien”, dijo ese hombre tiempo después.
MacLean ayudó al paracaidista. Caminaba con dificultad. Pero se recompuso, y con cierta solemnidad, se presentó: “Soy el Capitán Alfred Horn. Necesito hablar de manera urgente con Lord Hamilton”.
En poco tiempo llegaron policías y autoridades militares y pusieron bajo custodia al alemán caído del cielo. Esa misma noche, Lord Hamilton fue avisado de la visita. No conocía a ningún Horn. Sin embargo, a primera hora del día siguiente se encontró con él.
A esa altura los que custodiaban al aviador transmitieron sus sospechas a Lord Hamilton. Le pidieron que estuviera atento, que ese hombre podía ser alguien de importancia en el Tercer Reich, que podía estar ocultando su verdadera identidad.
Pero no se necesitó ni de la atención ni de la perspicacia de Lord Hamilton. Apenas entró a la sala, el alemán se puso de pie, estiró su mano y dijo: “Soy Rudolf Hess. Vengo en misión humanitaria. Traigo una propuesta de paz del Führer”.
Ese vuelo, del que hoy se cumplen 80 años, constituye uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra. Es, también, uno de los varios eventos del nazismo que sigue generando mitos, versiones y teorías conspirativas. ¿Por qué el tercero en la línea sucesoria del Tercer Reich fue a proponer personalmente un pacto de paz? ¿Fue una iniciativa personal? ¿Sabía Adolf Hitler del viaje? ¿Él lo envió? ¿Simuló Hess su amnesia y su locura durante más de cuatro décadas? Los interrogantes podrían continuar. Hace décadas que los historiadores intentan desentrañar el misterio. La incertidumbre rodea la cuestión.
Rudolf Hess nació en Alejandría, en Egipto. En su juventud estudió en Bonn. Luego se alistó como voluntario y combatió en la Primera Guerra Mundial. Lo hizo con valentía y en múltiples escenarios. Fue herido varias veces pero siempre volvió al campo de batalla. En los últimos años de la contienda, se convirtió en aviador; participó de varias misiones riesgosas. Fue condecorado por su valor. Luego, como a muchos otros alemanes, en especial los que habían combatido y los que arrastraban traumas de guerra, lo impulsaba la rabia y el resentimiento ante la posición de sojuzgamiento en la quedó Alemania tras la derrota.
A principios de la década del 20, ya metido en política, en grupos extremos que pedían soluciones drásticas, se cruzó con Hitler. Fue hechizado por su oratoria, por el mensaje contundente, por las certezas que el otro disparaba cada vez que hablaba. En 1923, participó junto a Hitler en el frustrado intento de golpe de estado que llevó a ambos a prisión. Allí ofició de amanuense de Hitler. Gran parte del infame Mi Lucha le fue dictado a él, quien con prolija caligrafía pasaba al papel las elucubraciones de su amigo mientras las horas se arrastraban en la celda.
Acompañó a Hitler en su ascenso al poder. Ocupó distintos puestos, dirigió varios ministerios y siempre fue su hombre de confianza. Fue el número 2 del Partido Nazi; dirigía mitines, impulsaba leyes como las de Nuremberg, base normativa de la política racista. Pertenecía al círculo íntimo de Hitler.
Sin embargo desde el comienzo de la guerra, había sido desplazado. Eran otros los que eran escuchados con atención por el Führer, otros los que lograban filtrar sus ideas. Göering, Martin Bormann, Himmler, Albert Speer, los jefes de las Fuerzas Armadas. Hess sufría este desplazamiento.
La expansión nazi por Europa era voraz. En esos días se estaba por lanzar la Operación Barbarossa, la invasión nazi a la Unión Soviética. Tamaña decisión requería que toda la atención estuviera puesta allí. Se sospecha que ese fue el motivo que impulsó a Hess en su misión. Creyó que de esa manera recuperaría el lugar perdido en la corte del Führer. Si Alemania no tenía que preocuparse por el frente con Inglaterra y se avocaba en exclusividad a los soviéticos, sus posibilidades de triunfo eran mucho mayores.
Con el tiempo se supo que Hess preparó su avión durante meses. Hizo que le realizaran varias modificaciones a un Messersmchitt BF-110. Lo aprovisionó con medicinas, alimentos, abrigo y diversos elementos para la navegación y para su probable estadía en Gran Bretaña. Desde que el nazismo llegó al poder, Hess había vuelto a pilotear aviones, reflotó esa vieja afición. Hacía vuelos privados, participaba de exhibiciones y hasta compitió en torneos bajo la protección de un seudónimo. Hitler le prohibió volver a subirse a un avión; consideraba que la actividad era demasiado riesgosa para alguien tan encumbrado en la jerarquía nazi.
Pero esta vez se trataba de algo más que una desobediencia. La cuestión tomaba otro cariz.
Sigue generando debate el hecho de que la Luffwaffe no se diera cuenta de la ausencia en tierra del Massersmchitt BF-110, ni de su presencia en el aire. Circunstancias poco probables para la época. Despegó de Augsburgo cuando empezaba a anochecer. Durante el día ninguno de sus colaboradores lo había visto alterado; hasta se había hecho tiempo para merendar con su familia.
Ya de noche atravesó el Mar del Norte y se dirigió hacia Escocia. Allí lo captaron los radares. Aviones ingleses salieron tras él pero Hess logró evadirlos. Voló a muy baja altura mucha parte del trayecto. El combustible de la nave se iba consumiendo. Entre la necesidad de cambiar constantemente la ruta para esquivar al enemigo y la falta de apoyo en tierra, la travesía parecía complicada. Sin embargo, Hess nunca se desorientó. Su plan era aterrizar en una pequeña pista que tenía Lord Hamilton en su propiedad, pero no pudo encontrarle en la oscuridad. Ya sin combustible volvió a tomar altura para poder lanzarse en paracaídas. Cuando logró abrir la cabina, desatar el cinturón de seguridad, su pie se enredó y se lastimó el tobillo. De todas maneras logró saltar. Su paracaídas se abrió sin problemas. Cuando hizo contacto en tierra, mientras el avión sin control se estrellaba a unas decenas de metros entre unos pastizales, por el mal estado de su tobillo, golpeó la cabeza y perdió por unos momentos el conocimiento.
Muchos años después en uno de los pocos contactos que tuvo con su hijo, Rudolf Hess le confesó a su hijo que ese viaje en avión y su capacidad para sortearlo pese a las circunstancias era uno de los mayores orgullos de su vida.
A la mañana siguiente fueron a buscar al noble inglés que dijo no conocer a ningún capitán Horn. Lord Hamilton, al ver al prisionero, lo identificó de inmediato: se habían conocido en los Juegos Olímpicos de Berlín del 36.
Hess le reveló su identidad y el motivo de su peculiar visita. Le dijo que Alemania quería alcanzar un acuerdo de paz. El Duque de Hamilton se negó al diálogo, dijo que todo ese asunto excedía sus posibilidades y alcance y se retiró. No mentía. El Duque, un anciano en ese entonces, no tenía ya demasiada injerencia en la vida pública inglesa. La pregunta, que no tiene una respuesta unívoca, es por qué Hess consideró que él era el interlocutor válido.
Al noble británico le costó contactar a Winston Churchill. Cada paso de la cadena para llegar hasta él mostraba la incredulidad que generaba la historia. Hamilton viajó en dos aviones hasta llegar a la casa de campo en la que Churchill pasaba el fin de semana. “A ver, cuénteme de este extraño asunto suyo”, le dijo. Después de dos horas de charla, Churchill pidió un respiro porque quería ver una película de los Hermanos Marx.
Lo que se decidió esa noche fue que debían determinar sin que quedaran dudas la identidad del prisionero, y luego rechazar cualquiera de sus ofertas. No podía ser otra cosa que un engaño.
Lo que Hess proponía era que Alemania se comprometía a no atacar a los ingleses y respetar sus colonias en el mundo, mientras que los alemanes recuperaban los territorios perdidos en la Primera Guerra Mundial y tenían vía libre en el resto de Europa, en especial en la parte oriental. Los británicos sabían que de aceptar esto sólo ganarían un tiempo de paz, pero que en unos años los nazis irían de nuevo contra ellos.
¿Por qué Hess se animó a tanto y además eligió a Lord Hamilton como interlocutor? La teoría más sólida al respecto sostiene que todo se trató de un gran engaño de los servicios secretos ingleses que convencieron al alemán de que el noble sería el puente hacia Churchill (los soviéticos estaban convencidos de que así había sido). La ingeniería del fraude incluyó astrología, videntes y argumentos poco racionales pero a los cuales Hess era permeable (Goebbels utilizó estas inclinaciones de Hess para desprestigiarlo ante la opinión pública una vez que se conoció en Alemania su paseo inglés). El pensamiento mágico se impuso a las razones geopolíticas.
Los ingleses detuvieron a Hess y lo recluyeron. Pasó por varias cárceles y terminó confinado en la Torre de Londres hasta que luego de la guerra fue enviado a Nuremberg para su juzgamiento como criminal de guerra. Hess no fue escuchado por los ingleses y fue negado por los alemanes.
Cuando la noticia se dio a conocer al mundo provocó un lógico impacto. En especial en Alemania. Las versiones sobre la reacción de Hitler al enterarse difieren según quien sea el narrador.
Albert Speer sostiene esa mañana cuando recibió la carta, que Hess le había dejado a su secretario personal para que fuera entrega en mano y en la que contaba lo sucedido, Hitler pegó un grito agudo, casi animal, desaforado. Otros afirmaron que la actividad del Führer fue más frenética que lo habitual pero que no hizo comentarios al respecto. Están los que afirman que empezó a tratar destempladamente al resto, haciendo recaer su ira sobre los colaboradores más cercanos, gritando su enojo por la traición de su (ex) hombre de confianza. También están los que cuentan que nada varió en el semblante de Hitler cuando le acercaron el papel con la noticia, como si la hubiera estado esperando.
Lo único en lo que todas las fuentes coinciden es que Hitler informó que terminara como terminara la cuestión, aún si se llegaba a una acuerdo con Churchill, a Hess le esperaba la pena de muerte. Debía ser ejecutado apenas lo vieran. En ese mismo momento lo exoneró de todos los cargos oficiales que detentaba y lo degradó. Para Hitler era la peor traición que había sufrido en su vida pública. Durante unos días estuvo paranoico, creyendo que ese movimiento podía ser el inicio de un golpe de estado contra él.
Lo que sí se sabe con certeza es la reacción de Rudolf. Y no sólo en los momentos de su detención sino a lo largo de los 46 años que le quedaban de vida. Impasible, su regla fue el silencio. Se convirtió en el rey de la desmemoria. Vivió casi medio siglo en una nube de amnesia y silencio.
El comandante inglés Sheppard escribió sobre Hess en un informe del 21 de mayo de 1941, una decena de días después de su detención: “A veces he dudado del equilibrio mental de él. Es astuto y egocéntrico. Tiene muy mal genio y hay que ir con pies de plomo si lo queremos engañar. Su carácter refleja crueldad, brutalidad, falsedad, engreimiento y arrogancia; también algo de cobardía. Creo que se ha quedado sin alma”.
Los interrogadores, especialistas en la cuestión, campeones olímpicos en aprovechar ocasiones, en esperar su momento, en filtrarse en los resquicios de la debilidad de sus oponentes, no podían con él. Los hacía perder fácilmente la paciencia. En cada charla, cientos de ellas, en cada interrogatorio, cientos de ellos, las preguntas y las estrategias de acercamiento variaban pero las respuestas eran inmutables. “No lo sé”, “No lo recuerdo” “¿No me diga?”. Rudolf Hess siempre respondía lo mismo. Nadie le creía.
Convencidos de que estaba actuando, lo presionaban y ponían en juego todas las técnicas de interrogación y seducción conocidas pero ninguna dio resultado. En Nuremberg lo carearon con otros jerarcas caídos en desgracia. Pero nadie logró que hablara ni que demostrara atisbo de recuerdo alguno. Hess se convirtió en el hombre sin memoria.
Muchos nunca le creyeron. Sostenían que todo era una gran puesta en escena. De haber sido así -una posibilidad- se trató de la actuación más convincente y, especialmente, más prolongada de la historia. 46 años de mente en blanco, 46 años de sostener el personaje. Nadie supo bien nunca cuál era el estado mental de Hess. Logró despistarlos a todos. ¿Estaba completamente loco? ¿Era un eximio simulador? ¿O alternaba periodos lúcidos con ataques maníacos?.
En Nuremberg fue condenado a cadena perpetua. El haber estado fuera del juego desde 1941 lo salvó de la horca. Estuvo recluido en Spandau el resto de su vida. Fue el último prisionero. Durante años la de Spandau fue una cárcel, a cargo de cuatro países diferentes, de un solo prisionero. Murió el 17 de agosto de 1987. Tenía 93 años.
Pasados ochenta años, ese vuelo nocturno con destino a Escocia, sigue siendo uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. A veces las motivaciones de los hombres son más sencillas y mezquinas de lo que se está dispuesto a aceptar. Mucho más si se trata de las de hombres sin alma.
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