Es una rara paradoja, pero el hombre que hizo de la exploración de los sentimientos una ciencia, quien escarbó más a fondo en los secretos del alma humana, el que señaló que la apertura de la más recóndita intimidad podía liberar a la gente de los traumas del pasado; el hombre que decía que abrir la conciencia curaba, mantuvo en total secreto su propia intimidad, su vida privada, sus experiencias sexuales, su capacidad de amar o de expresar amor, ternura o devoción.
Es una de las tantas disonancias en esa gran partitura que fue la vida de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, que nació hace hoy 165 años. Vivió 83 años, murió en Londres veinte días después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el 23 de septiembre de 1939. Y aún después de muerto, su mujer, Martha Bernays, mantuvo el secreto sobre su relación con Freud, atesoró las cartas que siempre amenazó quemar, pero jamás quemó, y hasta su propia muerte en 1951 solo recordaba con una sonrisa beatífica los viejos días de su noviazgo y matrimonio: su amado había sido perfecto y el tiempo de ambos había sido feliz.
No nos pongamos freudianos, pero el psicoanálisis sabe de visiones idealizadas y de lo que encierran los recuerdos inmaculados. Otra decisión de Freud volvió a teñir la armonía sinfónica de su vida de científico del alma. El hombre que exploró como ningún otro, y expandió como ningún otro, la sexualidad humana, que descubrió y expuso los orígenes y alcances de la sexualidad infantil, y que incorporó a su teoría conceptos de las religiones católica y judía, así como principios de la rígida sociedad victoriana sobre represión, moral y sexo, ese hombre que amplió las fronteras de la sexualidad decidió, a los 40 años, ser casto, no volver a mantener relaciones carnales con su mujer, después del nacimiento de su sexto hijo, una niña llamada Anna que, con el tiempo, sería una brillante psicóloga infantil.
La vida sexual de Freud, su relación con las mujeres, no parece haber sido muy intensa cuando joven. Había nacido en Freiberg, o Friburgo, Moravia, que hoy es Pribor, República Checa. A los 3 años su familia se instaló en Viena donde Freud estudió y se defendió, a bastonazos, de las burlas de sus compañeros por su condición de judío. Su propia estima era alta. Al nacer, una membrana fetal le cubría la cabeza, lo que fue interpretado como una señal de buen augurio. Años después, una anciana, mezcla de curandera y pitonisa, le dijo a la mamá de Freud que esa era una muestra inequívoca del destino que le decía que había engendrado a un gran hombre. Y Amalia Nathanson lo creyó de muy buena gana. Sigmund -el papá, Jacob, le había agregado el Shlomo que le daba identidad judía y Freud nunca usó- fue el favorito de su madre. Años después escribiría: “Cuando un hombre ha sido el favorito indiscutido de su madre, logra conservar toda la vida un sentimiento de vencedor, esa confianza en el éxito que a menudo conduce realmente al éxito”.
De todos modos, el chico Freud se hizo pis en la cama hasta los dos años. Estas referencias, y tantísimas otras, figuran en la monumental biografía de Freud que escribió su discípulo, y admirador, Ernest Jones. Es Jones quien sostiene que la primera experiencia amorosa de Freud, no sexual, terminó en frustración, sin que empezara siquiera. Cuando a los 16 años Freud visitó el pueblo de su nacimiento, conoció a Gisela Fluss, tres años menor que él. Demasiado tímido para hablarle de sus sentimientos, siquiera para dirigirle la palabra, Freud quedó desconsolado cuando la muchacha se marchó para seguir sus estudios. No nos pongamos freudianos, pero ese infortunio adolescente también debe haber estado cargado de un profundo erotismo.
Dice Jones en su biografía de Freud: “A ciencia cierta se sabe que no volvió a experimentar emoción alguna de esa índole hasta diez años más tarde, que fue cuando conoció a su futura esposa. En una carta dirigida a ella, afirmaba no haber prestado nunca atención a las mujeres, y que ahora estaba pagando bien caro esa negligencia. Probablemente –sostiene Jones– fueron bien escasos y espaciados incluso los contactos físicos”.
Sigmund y Martha intercambiaron centenares de cartas durante los cuatro años de su compromiso, de los que estuvieron separados tres. Freud le escribió más de novecientas porque la costumbre, de ambos, era escribirse a diario. Cualquier intervalo de dos o tres días, provocaba en los novios una especie de sentimiento trágico que merecía, luego, otra carta con abundantes explicaciones. Para tener una idea de la magnitud de la correspondencia, una carta de cuatro páginas era corta. A menudo llegaban a diez o doce páginas de letra menuda y apretada.
Se casaron el 13 de septiembre de 1886 en el ayuntamiento de Wandesbek y, sesenta y cinco años después, Martha Bernays recordaba el elogioso comentario del juez cuando la vio estampar la firma en el libro de registros con fuerza y seguridad. Lo pasaron muy mal, cercados por una economía hostil, en los primeros años de matrimonio. En los diez años siguientes, nacieron los seis hijos, tres varones y tres mujeres, mientras Freud se ganaba la vida como neuropatólogo y usaba la electroterapia y la hipnosis para tratar las enfermedades nerviosas. Freud abandonó la hipnosis para inclinarse en el decisivo papel de la sexualidad como causa de los trastornos psíquicos. En 1899 apareció su famoso La interpretación de los sueños, del que solo se vendieron seiscientos ejemplares.
No nos pongamos freudianos, pero una de las principales contribuciones de Freud a la psicología, dicho esto de manera lineal y basta, fue su concepto del inconsciente. Sostenía que el comportamiento de una persona está guiado por los pensamientos, deseos y recuerdos reprimidos. Las experiencias dolorosas de la infancia son dejadas de lado de la conciencia y pasan a integrar el inconsciente y, desde allí, influyen en la conducta. El psicoanálisis procura devolver estos recuerdos a la conciencia y liberar a la persona de su influencia negativa.
Era una teoría audaz que mereció diatribas, objeciones, burlas y escarnio, pero por otro lado logró la adhesión de buena parte del mundo científico. Con sus seis hijos a cuesta, Mathilda, Martin, Oliver, Ernst, Sophie y Anna, los Freud se mudaron a un hogar más grande. A ellos se unió Minna Bernays, la hermana de Martha, una segunda madre para los hijos de Freud y más que una cuñada para Freud. Con cuarenta años y probablemente con algunos problemas de impotencia, había optado por la castidad voluntaria para evitarle más embarazos a su mujer; renunció a toda relación carnal con ella, se negó a usar incluso los contados e inciertos métodos anticonceptivos de la época. Martha eliminó parte de su angustia y Sigmund sintió plena curiosidad por esa experiencia de abstención que excitaba incluso su imaginación.
No es que nos pongamos freudianos, pero el profesor tenía toda la libido depositada en su ciencia, sus pacientes, sus teorías y sus ensayos.
La duda, cada vez menor, es si Freud tuvo o no relaciones con su cuñada, Minna. Y todo parece indicar que sí. Eso afirmaron sus detractores que lo acusaban de libidinoso, partidario del aborto clandestino, visitante asiduo de burdeles de todo tipo, adicto a la masturbación y, ahora, un incestuoso que se acostaba con su cuñada.
Pero hace cinco años Franz Maciejwski, sociólogo de la Universidad de Heidelberg, descubrió, y así lo reprodujo el diario alemán Frankfurter Allgemeine, que el 13 de agosto de 1898, en la zona alpina de Suiza Oriental, Sigmund Freud, de 42 años, se alojó en la habitación 11 del hotel Schweizerhaus, del pueblo de Maloja, junto a Minna Bernays. La pareja figura en los registros como “Doctor Freud y esposa”. Pasaron allí dos semanas en las que enviaron postales a Viena, y a Martha Bernays, en las que hablaban de “la belleza de los Alpes, de sus lagos y de sus bosques”. Carl Jung, discípulo de Freud y luego uno de sus rivales en la ciencia psicoanalítica, supo de la relación por Minna Bernays y lanzó un enigmático “Todo hombre tiene sus secretos”, digno de ser interpretado. En Austria, la historia no llama la atención. La periodista Cornelia Vospernik, de la televisión austríaca reveló: “En Viena es un secreto a voces que Freud tuvo relaciones sexuales con su cuñada. Es parte de la leyenda local y no sorprende a nadie”.
Freud buscó con cierto ahínco el éxito profesional. No nos pongamos freudianos, pero quería hacerse de un nombre, descubrir algo importante en el terreno de la clínica o de la patología médica, un éxito que le permitiera abrirse camino en la práctica médica privada. En 1884 se interesó por la hasta entonces poco conocida cocaína. En una carta del 21 de abril de ese año, da la noticia de “un proyecto terapéutico y una esperanza”.
Dice Freud: “He estado leyendo acerca de la cocaína, el componente esencial de las hojas de coca que algunos indios mastican para poder resistir las privaciones y dificultades. Un alemán la ha estado empleando para sus soldados, y ha informado que, en efecto, aumenta la energía y la capacidad para la resistencia”. Freud buscaba comprar cierta cantidad de cocaína, “y la ensayaré en los casos de enfermedad cardíaca y en los de agotamiento nervioso”.
Pidió una cantidad a la casa Merck, de Darmstadt, pero era carísima. Compró un gramo, y probó en él mismo los efectos de un vigésimo de gramo. Comprobó que su mal humor se había trastocado en alegría, que tenía la sensación de haber comido bien, sin disminuir la energía con la que encaraba su trabajo. Se le ocurrió que la droga actuaba como un anestésico para el estómago y la ofreció a su amigo Ernst von Fleischl-Marksow, un profesor brillante que padecía los resabios de un neuroma, de la amputación de su dedo pulgar y de la regeneración descontrolada e ineficaz de los tejidos que lo llevaría a una muerte lenta y dolorosa: era un adicto a la morfina y Freud le ofreció sustituirla por cocaína.
El entusiasmo de Freud iba en aumento, la consideraba una “droga mágica”, la ofreció a su mujer, Martha, “para hacerla fuerte y dar color rojo a sus mejillas”, la ofreció a sus amigos, a sus colegas y a sus pacientes. Escribió sus experiencias en Uber coca (Sobre la coca), y empezó a recibir las primeras críticas aceradas de sus colegas, incluidos los miembros del Club de Fisiología que en su momento lo habían elogiado. Fleischl-Marksow se convirtió en un adicto a la cocaína y murió en 1891. Los informes sobre adicción e intoxicación cocaínicas produjeron alarma en Alemania y Freud, que se había propuesto crearse un nombre como sanador de los males nerviosos, era acusado de haber desatado sobre el mundo lo que sus críticos llamaron “el tercer azote de la humanidad”. Freud abandonó las experiencias con la cocaína, aunque la usó en sí mismo cuando el cáncer lo puso entre la espada y la pared.
Era un tipo de hábitos regulares, que detestaba los cambios. En Viena se levantaba antes de las siete de la mañana para recibir a su primer paciente a las ocho. Una ducha fría, decía, lo despejaba del cansancio que le causaba el acostarse de madrugada. Se hacía recortar la barba todos los días. Dedicaba cincuenta y cinco minutos a cada paciente y los cinco restantes que completaban la hora, para refrescar la mente. Almorzaba a la una, con toda su familia: era la única oportunidad en el día que los Freud y sus seis hijos estaban juntos. Cenaba tarde, a una hora en la que la casa estaba en silencio y sus hijos ya dormían. De modo que el almuerzo era la comida principal del día, con un menú variado pero que rondaba siempre la sopa, la carne, y los quesos. Freud extrañó mucho la carne durante la escasez desatada por la Primera Guerra Mundial. Después del almuerzo y hasta las tres, el profesor caminaba por los alrededores de su casa y recogía hongos comestibles que pudieran enriquecer su mesa. Las consultas de la tarde eran interrumpidas por el café que le servían siempre a las cinco en punto.
Tenía poca ropa, decía que le bastaban tres trajes, tres mudas de ropa interior y tres pares de zapatos. Usaba levita solo en ocasiones especiales. Antes de la Primera Guerra vestía un holgado traje oscuro, con un cuello duro y una corbata de lazo, negra, un amplio sombrero negro que estuvo muy de moda en Viena y tenía un sombrero de copa para ceremonias muy especiales, que siempre prefería evitar.
Jones, que revela que en su biografía intenta aproximarse al secreto del genio, lo describe como “un hombre de maneras tranquilas y de una sencilla dignidad, muy alejada de toda pose o de aires de grandeza o pretensión de ninguna índole. Su lenguaje era directo e iba enseguida al asunto. Nada de frases o circunloquios. Difícilmente podría considerársele sutil, ni daba tampoco gran valor al tacto, excepción hecha de los casos en que se trataba de una real consideración a los sentimientos de los demás”. Jones oponía esta descripción a quienes acusaban a Freud de ser arrogante, desagradable, pesimista y que siempre terminaba por pelear hasta con sus amigos.
El único reproche que podía hacérsele a Freud con base en hechos fundados, es el de cierta ingenuidad política, suicida en los tiempos que le tocó vivir. No vio venir al nazismo y se creyó protegido por las leyes de una Alemania que estaba a punto de desaparecer. En marzo de 1933, a tres meses de la llegada de Adolf Hitler al poder y ya con el nazismo lanzado como una norma de vida, Freud se negó a abandonar Viena a pesar de los consejos de sus amigos extranjeros.
Una de sus cartas dice, en un acto de impensada inocencia: “No es seguro que el régimen de Hitler se adueñe de Austria (…) No existe con seguridad ningún riesgo personal para mí, y si usted cree que la vida bajo la opresión será lo suficientemente incómoda para nosotros, los judíos, no olvide lo poco agradable que se presenta para los refugiados la vida en el extranjero, ya sea en Suiza o en Inglaterra”.
No nos pongamos freudianos, pero la negación acerca de las intenciones nazis es flagrante. Ya en mayo de 1933, y por orden del jefe de propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, veinte mil libros de autores judíos habían sido quemados en la Opernplatz de Berlín, entre ellos los de Freud. Desde Viena, que era su hogar, el profesor contestó con ironía: “Qué de progresos hemos hecho. En la Edad Media me hubieran quemado. Hoy se contentan con quemar mis libros”.
Hitler se apoderó de Austria, la anexó a su Tercer Reich que iba a durar mil años, y Freud, por ser judío y fundador de la escuela psicoanalista pasó a ser un enemigo. Su casa en Viena, donde funcionaba la editorial psicoanalítica, fue allanada. Su hijo Martin fue detenido por un día. A la semana, arremetieron contra su hija Anna, que fue interrogada en el cuartel general de la Gestapo. Recién entonces Freud se convenció de que era imprescindible marchar al exilio. Sus hermanas, cuatro de ellas quedaron en Viena, murieron todas en los campos de concentración.
Fue gracias a la intervención de Marie Bonaparte, princesa de Grecia y Dinamarca, escritora y psicoanalista, vinculada de manera muy estrecha con Freud, y gracias a Ernest Jones, su discípulo, admirador y posterior biógrafo, que Freud aceptó irse a Londres. Antes, el nazismo le hizo firmar una declaración donde aseguraba que había sido tratado con respeto por el régimen nazi. Tamaña hipocresía mereció otro comentario irónico de Freud: “Ah, sí, la Gestapo es una experiencia que recomiendo a todo el mundo…”.
Partió hacia Londres el 4 de junio de 1938. Cruzó la frontera con Francia en Kehl, a bordo del Expreso de Oriente. El 5, después de pasar doce horas en París con Bonaparte y con su hijo Ernst, que había viajado especialmente para acompañar a su padre, abordó el ferry hacia el puerto de Dover y luego el tren hacia Victoria Station, en Londres.
Estaba ya muy enfermo. Aquella membrana fetal que cubría su cabeza el día de su nacimiento, y sembró el augurio de buenaventura y prestigio, no lo protegió del mal. En 1923, tenía 67 años, le habían diagnosticado cáncer de paladar, provocado por otra adicción de Freud: los cigarros. Llegó a fumar veinte puros por día porque creía que fumar le ayudaba en la concentración. Padeció treinta y tres operaciones, debió adaptarse a una serie de incómodas prótesis de paladar que le dificultaban el habla, la enfermedad lo dejó sordo del oído derecho y lo confinó en un dolor permanente y difícil de soportar, que encaró con estoicismo y locura: nunca dejó de fumar, y siguió con sus escritos, libros, ensayos y con su labor de psicoanalista. Volvió a usar cocaína con la esperanza de que actuara como anestésico. Freud explicaba que el sufrimiento tiene tres fuentes: el cuerpo, los peligros del mundo exterior y los problemas en nuestras relaciones con nuestros semejantes, los más dolorosos de todos. Pero en él, el sufrimiento tuvo una honda raíz corporal. Por eso llegó a un pacto con su médico personal, Max Schur, a quien le arrancó la promesa de evitarle una dolorosa agonía.
El 22 de setiembre de 1939, veintiún días después de la invasión nazi a Polonia y diecinueve días después del estallido de la Segunda Guerra, Freud, incapaz ya de soportar el dolor, habló con el doctor Schur, que le aplicó tres inyecciones de morfina.
Murió en la medianoche del 23. Fue incinerado en Golders Green en la mañana del 26, ante un gran número de personas, entre ellas la entrañable Marie Bonaparte. La familia pidió a Jones que leyera la oración fúnebre y el escritor Stefan Zweig dio un vibrante discurso en alemán. Sus cenizas reposan en una de sus urnas griegas favoritas. Y a ellas se unieron las de Martha Bernays en 1951.
El hombre que intentó dar sentido a nuestros sueños, fundó una ciencia que aún pervive, tan discutida y elogiada, acaso más, que en los días de vida de su fundador. Muchas de sus frases, definiciones y giros, mucho del lenguaje psicoanalítico, se incorporó al lenguaje común y lo usamos a diario, psicoanalizados o no, para explicar conductas, decisiones, costumbres y hasta yerros comunes. No nos pongamos freudianos, pero así es.
Los reconocimientos a Freud, a su obra, a sus ideas, a su ambicioso proyecto de explicar el alma humana llegaron incluso a la Luna. Poco después de su muerte, se descubrió un pequeño cráter en la parte noroccidental del lado visible de la Luna. En homenaje y en agradecimiento a sus logros, los astrónomos del mundo lo bautizaron “Freud”.
No es por molestar, pero los astrónomos podrían haber elegido una ondulación, una loma, una elevación, una pequeña colina para rendir homenaje al padre del psicoanálisis. Pero no, eligieron un cráter.
No nos pongamos freudianos.
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