Hace 75, el 29 de abril de 1946, comenzaba en Tokio un juicio trascendental, el llevado adelante por el Tribunal Penal Militar Internacional Para El Lejano Oriente. Los juicios de Tokio. O cómo se los suele llamar, el Nüremberg Japonés. Un proceso que la historia no suele recordar, que quedó a la sombra del alemán pero que muestra matices más interesantes y contradicciones más potentes.
Apenas firmada la rendición japonesa, el General Douglas MacArthur se encargó, entre otras cosas, de llevar adelante lo que habían decidido los líderes de las tres potencias vencedoras en sus encuentros anteriores, en Teherán, Yalta y Potsdam: juzgar a los jerarcas de las naciones vencidas. En Alemania, la captura de los jerarcas habían sido casi inmediata. Como insectos que salen corriendo a su guarida apenas se enciende la luz, los nazis trataron de fugarse y dispersarse por Europa. Muchos fueron apresados por los aliados. En Japón, en cambio, los detenciones se dieron a partir de septiembre. En ese tiempo se decidió a quiénes se iba a juzgar. La lista de nombres era extensa. Hubo que acotarla pero MacArthur quería que fuera lo más representativa posible, que incluyera a todos los estamentos involucrados en la guerra. Primeros ministros, cancilleres, ministros, jefes de las distintas armas y hasta un civil acusado de ideólogo. Cuando la lista parecía cerrada, los soviéticos exigieron la inclusión de dos personas que se habían mostrado particularmente hostiles con ellos. El resto le dio el gusto. El esquema de enjuiciamiento fu el siguiente. En este proceso principal los llevados al estrado internacional serían los Acusados Clase A, los de mayor responsabilidad y notoriedad. Luego estaban los Clase B y Clase C a los que se decidió juzgar en el lugar en el que cometieron sus crímenes aún si estuviera fuera del territorio japonés y fuera uno de los países ocupados en las décadas anteriores.
Pero en esa lista había un gran ausente, un nombre que había sido eludido de manera deliberada. El emperador Hirohito no fue acusado; tampoco ninguno de los miembros de la familia imperial. Después de la guerra, Hiroito cambió sus uniformes militares por elegantes trajes. MacArthur buscó alejarlo de los estrados desde el principio. Buscaba, con ese movimiento, darle legitimidad a la ocupación norteamericana y preservar al menos esa institución y tradición japonesa. Hirohito era considerado una divinidad. El mensaje radial en el que informó a su pueblo la capitulación fue la segunda vez en que los japoneses escuchaban su voz. La mayoría de los historiadores coinciden que el emperador conocía las grandes decisiones de sus primeros ministros y de sus generales y que prestó su anuencia a las más importantes. MacArthur utilizó al emperador y a la institución imperial para conseguir más poder, para poder manejar a ese Japón de posguerra. Los abogados defensores recibieron instrucciones para que los acusados desligaran a Hirohito de las decisiones. Ni siquiera dejaron que fuera citado como testigo. Todos prefirieron que no bajara del trono para sentarse en un estrado.
El modelo del proceso fue tomado del Juicio de Nuremberg. No sólo desde lo operativo; también en sus motivaciones. El proceso tenía como fin castigar a los líderes que llevaron a Japón a la guerra. Pero también el objetivo era volver a contarle a Japón (y a los japoneses) y al mundo lo que había sucedido, dar a conocer el panorama general y los hechos (desde el punto de vista de los Aliados) que habían quedado tapados en el fragor de la contienda bélica. Uno de los fiscales dijo: “El Juicio fue una de las fases más importantes de la ocupación. Recibió gran cobertura en la prensa japonesa y reveló a millones de personas por primera vez muchos sucesos que desconocían y entender otros que les habían sido retaceados”.
Algunos juristas locales exigieron que fueron los japoneses quienes juzgaran a estos 28. Estados Unidos se opuso. Se designó un tribunal internacional. El presidente era Jim Webb, un jurista australiano. Los otros integrantes provenían de diversas nacionalidades, de potencias vencedoras y de países que habían sufrido la agresión nipona. Los jueces provenían de Estados Unidos, Inglaterra, Unión Soviética, China, India, Filipinas, Canadá, Nueva Zelanda, Francia y Países Bajos. La fiscalía estuvo a cargo de un norteamericano. Los abogados defensores provenían de Japón y de Estados Unidos.
Los cargos se dividieron en cuatro grandes grupos de delitos: los delitos contra la paz y crímenes de guerra, los delitos contra la humanidad, genocidio (la extinción de un grupo étnico) y complot en guerra (atentar contra la paz interior de un país soberano).
El sitio en el que se llevó a cabo tenía un significado simbólico. Había sido una academia militar y en los últimos tiempos de la guerra, la sede del Estado Mayor Conjunto. Era una anomalía en esa Tokio desolada, llena de escombros y tierra. Fue uno de los pocos grandes edificios que quedó en pie y mantuvo su lujo original. La sala era gigantesca e imponente. Albergaba a más de cien abogados defensores, los jueces, los colaboradores, los intérpretes, mecanógrafos, asistentes y los 28 acusados.
Algunos no llegaron a estar delante de los jueces porque cumplieron con el ritual oriental del seppuku apenas finalizada la guerra. Fueron varios los prominentes líderes militares que prefirieron el harakiri al deshonor de la derrota.
La lista de los juzgados la encabezaba Hideki Tojo, el primer ministro de prominentes bigotes que lideró al país durante casi toda la guerra. Cuando el 11 de septiembre de 1945 los soldados norteamericanos ingresaron a su casa para apresarlo, Tojo se pegó un tiro en el corazón. Pero falló el disparo. Destrozó su estómago y lastimó otros órganos, casi se desangra, pero los doctores lograron salvarle la vida. “Lamento mucho que me tome tanto tiempo morir. La guerra fue justificada. El espero el justo juicio de la historia. Quería suicidarme, pero eso, a veces, falla”, dijo en ese momento según el testimonio de dos periodistas japoneses presentes.
Estados Unidos centró sobre Tojo, entre otras acusaciones, la de ser el responsable último del ataque a Pearl Harbor.
Luego hubo primeros ministros, los que estaban a cargo de las ocupaciones en China y en Filipinas, los embajadores ante los otros países del Eje y los jefes de las fuerzas armadas.
Shumei Okawa, el único de los acusados que no había sido militar ni funcionario, parecía un Modigliani. Alargado, anteojos redondos, la mirada perturbada, una sonrisa inquietante y ondulada. Negaba la legitimidad del tribunal, sostenía, muchas veces a los gritos, que todo se trataba de una farsa. Él estaba acusado de ser uno de los ideólogos que condujo a Japón a la guerra. Alguien lo llamó el Goebbels japonés. Filósofo y escritor de una enorme erudición era un nacionalista que sostenía que el choque entre las civilizaciones era inevitable, y que Japón, junto a otros países asiáticos, debía enfrentarse y derrotar a Estados Unidos y Occidente. Durante sus largas décadas de vida pública estuvo cerca del poder y participó en varios golpes de estado.
En las primeras audiencias su conducta empezó a llamar la atención. Había algo más que indignación en sus frecuentes gritos de “Esto es una comedia” y similares. En algunas ocasiones asistió en pijama, en otras descalzo. Tal vez, el límite del tribunal se quebró el día que Okawa se puso de pie y utilizó la cabeza pelada del ex primer ministro Hideki Tojo al grito -en un perfecto alemán- de “Vamos Indio, vamos”. El psicólogo oficial certificó que no se encontraba en sus cabales y los jueces lo declararon inimputable y lo enviaron a un hospital psiquiátrico. A los pocos meses, Okawa estaba en su casa. En los años posteriores encaró una impecable (según dicen) traducción del Corán al japonés, una de las pocas existentes. Hay quienes todavía creen que Shumei Okawa simuló su locura para librarse de la condena.
Se creía que el juicio iba a llevar seis meses. Pero entre los 419 testigos, las miles de prueba, los alegatos y la escritura de una sentencia de casi 1800 páginas, el proceso se extendió por dos años y medio. La lectura de la sentencia llevó casi una semana y cada sesión se transmitió por radio. Pese a lo farragoso del texto jurídico concentró la atención de los japoneses. Los ciudadanos nipones recibieron las sentencias con pesar y fatalismo, como un nuevo e innecesario recordatorio de que la guerra había sido perdida. “En lugar de ayudar a los japoneses a comprender y a aceptar su pasado, el juicio los dejó con una actitud de cinismo y resentimiento. De todas maneras, se debe tener en cuenta que condenar al juicio no es negar la culpa japonesa”, escribió Ian Buruma en su notable libro El Precio de la Culpa.
Antes de iniciar el proceso, los jueces se pusieron de acuerdo en respetar las mayorías y que a pesar de las diferencias, cada decisión saliera a la luz como si hubiera sido unánime para no mostrar resquicio, para no afectar la legitimidad de un juicio que recibía múltiples cuestionamientos. Los hombres de diferentes orígenes deliberaron arduamente pero al final ese compromiso previo se rompió. Hubo en la sentencia votos en disidencia. El magistrado filipino sostuvo que el tribunal carecía de validez. El holandés, por su parte, se quejó amargamente de la ausencia de Hirohito. Otro dejo constancia que el proceso ignoraba el bombardeo a Tokio y las dos bombas atómicas, hechos que configuraban delitos similares a los tratados allí. La sentencia recibió críticas de juristas japoneses y extranjeros por considerar que se trató de “justicia de vencedores”. Otros creen que la sentencia fue ecuánime y que los acusados no vieron conculcado su derecho de defensa aunque en estos casos nunca pueda dejarse de lado el aspecto político de la cuestión.
Pese a que el modelo fue Nuremberg, las acusaciones no fueron similares. William Webb, el australiano presidente del tribunal, reconoció que los que estaban en el banquillo no eran sólo unos nazis con rasgos orientales: “Los crímenes de los reos alemanes eran mucho más abominables, variados y amplios que los de los acusados japoneses”. Esto no significa que los japoneses no hayan cometido actos atroces y abominables desde antes de la guerra como la Matanza de Nanking, el programa de experimentos científicos con humanos (Unidad 731), uso de armas químicas, matanza de civiles y el trato cruel con los enemigos, prisioneros y habitantes de las tierras ocupadas y arrasadas. Los del Juicio de Tokio fueron condenados por delitos contra la paz y no contra la humanidad como los alemanes. Sin embargo, al contrario que en Nuremberg, los 25 que llegaron a la sentencia (dos murieron en el medio y Okawa fue declarado inimputable) recibieron condenas severas. 7 a muerte, 16 a cadena perpetua, 1 prisión por 20 años y otro sólo por 7 años.
Los siete condenados a muerte fueron ejecutados en la prisión de Sugamo. Algunos de ellos pidieron ser fusilados, pero las autoridades aliadas no lo permitieron. Creían que esa era una forma más noble de morir. Los ahorcaron de madrugada.
Los otros 18 estuvieron en prisión hasta que a los pocos años comenzaron a recibir conmutaciones de la pena e indultos.
Los restos de varios de ellos -de los detenidos y de los ejecutados-, tiempo después de su muerte, fueron enterrados en el Santuario de Yasukuni, el cementerio oficial de los grandes guerreros de Japón.
Japón sorprendió al mundo con su recuperación económica y social. Se integró al mundo deslumbrando con sus avances tecnológicos y manteniendo tradiciones. Hirohito continuó siendo emperador hasta el día de su muerte en 1989.
Habiendo aprendido del pasado pero sin quedar atado a él, con los ojos puestos en el futuro. El edificio en el que tuvieron lugar las audiencias fue demolido. La cárcel de Sugamo tampoco sigue en pie. Contrariando los augurios y recomendaciones de manosantas y videntes por su pasado trágico, a mediados de la década del setenta, en ese terreno, se construyó un moderno rascacielos. Lo bautizaron Sunshine 60.
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