Estaba muerto antes de que lo mataran. Y con él, estaba muerto el fascismo italiano que había llevado al país, codo a codo con Hitler, al horror de la Segunda Guerra, al desastre económico y a un sufrimiento que se extendería por más de una década en aquella tierra que alguna vez fue imperio y Benito Mussolini pensó en reeditar como un emperador del siglo XX, un César de carnaval.
La tarde del 28 de abril de 1945, hace setenta y seis años, un grupo de partisanos comunistas lo fusiló en el pequeño pueblo de Giulino di Mezzegra, cerca del lago de Como y muy cerca de la frontera suiza, adónde el líder italiano pretendía huir, protegido por los alemanes. También fue fusilada su amante, Clara Petacci, “Claretta”. Al día siguiente sus cadáveres y el de otros jefes fascistas, fueron colgados cabeza abajo, atados los pies a la viga de una estación de servicio vecina a la Piazza del Loreto, en Milán, lapidados, baleados y profanados por una multitud. La bufonada del fascio italiano, tenía un final de ópera trágica.
Quién mató a Mussolini es todavía motivo de discusiones. La historia oficial, tal vez la más creíble, dice que lo ejecutó el partisano Walter Audisio, un comunista que usaba como nombre de guerra el de “Coronel Valerio”. Audisio dijo haber apretado el gatillo para cumplir con el artículo cinco del “Decreto para la administración de justicia”, que había sido aprobado en Milán, un par de días antes de la captura de Mussolini, por el Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia (CLNAI), uno de aquellos organismos creados de apuro en el fragor de las trincheras, para dar legalidad a lo que fuese necesario.
Decreto y apariencia de legalidad, encubrían la orden perentoria, breve y contundente que Audisio recibió del jefe comunista de los partisanos, Luigi Longo, que le dijo: “Ve y dispara”. Es lo que hizo Audisio. La decisión de poner sobre el papel lo que ya estaba en las mentes guerrilleras, fue adoptada cuando era casi un hecho que Mussolini iba a ser capturado. Y, sin embargo, casi logra escapar.
Benito Amicare Andrea Mussolini había nacido en Predappio, el 29 de julio de 1883. Afiliado al Partido Socialista Italiano, fue expulsado en 1914 por sostener posiciones enemigas del internacionalismo y contrarias a las de las principales figuras partidarias. Creó y llevó al poder al Partido Nacional Fascista, luego Partido Fascista Republicano, en 1922 marchó sobre Roma con un grupo de seguidores vestidos todos con camisas negras, que heredaron ese nombre como identidad política.
Mussolini seguía los pasos que en Alemania marcaban el ascenso del nazismo, opuesto a la República de Weimar. Así se convirtió en dictador, presidente del Consejo de Ministros Reales de Italia desde 1922 hasta 1943, e instauró un régimen totalitario, violento y represor durante el largo lapso conocido como “fascismo italiano”. Todo bajo la mirada complaciente, o cómoda, o indiferente, o aprobatoria del rey Vittorio Emanuele III, el último rey de Italia.
Mussolini exaltó el llamado “panitalianismo”, el expansionismo, las ansias de recobrar aquel imperio que hizo grande y eterna a Roma y la lucha contra el comunismo. Fue respaldado por el poder militar, y por una sociedad exaltada por el patriotismo infantil que desbordaba sus discursos, un histrionismo sobreactuado, vecino al ridículo que, como suele suceder, era festejado y admirado por las multitudes que se reunían para escucharlo bajo el pequeño balcón de la Piazza Venezia, en el centro de Roma.
Prometió a los italianos una total hegemonía de Roma sobre el Mar Mediterráneo: la grandeza pasada y perdida. Se identificó sin modestia como una especie de sucesor legítimo de los emperadores de antaño, impulsó el desarrollo armamentista de Italia, invadió en 1935 a la paupérrima Etiopía y firmó con Alemania, en 1939, un Pacto de Acero que ató el destino, el suyo y el de Italia, a la suerte de la guerra. Fue un baño de sangre que no excluyó una guerra civil larvada, y no tan larvada, con los opositores de Mussolini, en especial socialistas y comunistas, que también soñaban con otra Italia.
En 1943, en especial después de la derrota alemana en Stalingrado, el destino del nazismo estaba sellado. Y el de las fuerzas del Eje, Italia y Japón, también. Con Sicilia en poder de los aliados después de la invasión de julio de ese año, el Gran Consejo Fascista apresó a Mussolini por orden del rey Vittorio Emanuele que lo había apoyado. Era un intento de la monarquía de evitar lo inevitable: la invasión aliada a la Italia continental.
Mussolini fue encarcelado en un hotel de la zona del Gran Sasso. Hitler ordenó su rescate, mientras desplegaba sus tropas en el norte del país, para enfrentar a las tropas estadounidenses. Del rescate se encargó un héroe nazi, un aviador audaz y animoso que había sido custodia y hombre de confianza del Führer: Otto Skorzeny, que, tras la guerra, buscó refugio en Argentina, conoció a Juan Perón y tuvo a su cargo parte de la custodia de su mujer, Eva Duarte.
Skorzeny se llevó a Mussolini en un avión que aterrizó sin dramas y despegó ídem del Gran Sasso, protegido por los militares italianos que, se suponía, debían oponerse a los alemanes. Liberado y con nuevos bríos, Mussolini fundó en el norte la República Social Italiana, conocida también como República de Saló, para oponerse al “Reino del Sur”, que había firmado un armisticio con los aliados. Esa nueva república representaba la continuación del Segundo Imperio: otra extravagancia porque en realidad, era un estado títere de Alemania que empezaba a ver cómo los soviéticos avanzaban por el Este con un solo objetivo: Berlín.
En abril de 1945, con los aliados en plena reconquista de Italia y decididos a atacar ese sello de goma que era la República Social Italiana, Mussolini decidió escapar. Su destino era Suiza. Dejó en Como a su mujer, Rachele, y a sus hijos, y se unió a su amante Claretta Petacci, y ella a él, disfrazado de soldado alemán, con capote y casco y como miembro falso de un convoy nazi, al mando de un teniente de la Lutwaffe de apellido Schallmayer. Además de Mussolini y Petacci, viajaban como miembros de una delegación diplomática española el hermano de Claretta, Marcello Petacci, y los líderes fascistas Alessandro Pavolini y Nicola Bombacci.
Aquel convoy de desesperados fue detectado por los partisanos cerca de Dongo, a las seis y media de la mañana del 27 de abril. Los guerrilleros eran miembros de la Brigada Garibaldi, dirigidos por Urbano Lazzaro, y entablaron un fuerte tiroteo con las tropas alemanas, hasta que Schallmayer decidió negociar porque la superioridad partisana, era cada vez mayor gracias a los constantes refuerzos. Los partisanos habían identificado entre aquellos “diplomáticos españoles” a Francesco Barracu, un funcionario de la República de Saló.
Schallmayer no tenía demasiado para negociar y lo entendió enseguida: cambió a todos los italianos por la retirada suya y de sus tropas. Hecho. Cerca de las siete de la tarde, cuando los partisanos revisaban la documentación de los detenidos, uno de ellos, Giuseppe Negri, reconoció a Mussolini y avisó a Lazzaro. Todo había terminado. Los partisanos entonces hicieron que Mussolini firmara un documento en el que se leía: “La 52ª. Brigada Garibaldi me capturó hoy, 27 de abril en la Plaza Dongo. El tratamiento utilizado durante y después de la captura, ha sido correcto. Mussolini”.
Lazzaro, el jefe guerrillero, recordaría luego el aspecto del prisionero: “Su rostro era como de cera y su mirada vidriosa, pero de alguna manera ciega. Leí el agotamiento total, pero no había miedo Mussolini parecía completamente carente de voluntad, espiritualmente muerto”. Lo llevaron a Dongo, donde pasó esa noche, la del 27 al 28 de abril, en el cuartel local. A las 2.30 de la mañana se le unió Claretta, que pidió estar junto a él.
Esa misma noche, la noticia de su captura llegó a Milán. La hizo pública por Radio Milano, un dirigente del Comité de Liberación Nacional, que también selló el destino del caído jerarca fascista. En su mensaje, dijo: “El jefe de esta asociación de delincuentes, Mussolini, aunque amarillo por el rencor y el miedo y tratando de cruzar la frontera suiza, ha sido arrestado. Debe ser entregado a un tribunal popular que pueda juzgarlo rápidamente. Queremos esto, aunque pensemos que un pelotón de ejecución es demasiado honor para este hombre. Merecería ser asesinado como un perro rabioso”.
Subsiste una duda a más de siete décadas de aquellas palabras: si Mussolini debía morir como un perro sarnoso o rabioso. De lo que no hay dudas es de quién dijo esas palabras furiosas: fue Sandro Pertini que, con los años, llegaría a presidente de la República Italiana. Visitó la Argentina en 1985, con el gobierno de Raúl Alfonsín, y exaltó los valores de la democracia.
Desde Milán despacharon entonces a un grupo de partisanos al mando de Audisio, que había recibido aquella orden tremenda: “Ve y dispara”. Mussolini creyó en primera instancia que los recién llegados tenían como misión liberarlos. Pero no. Por la tarde, Audisio junto a los partisanos Aldo Lampredi y Michele Moretti, llegaron a la granja de la familia De María, donde estaban recluidos Mussolini y Petacci.
Los cargaron en un Fiat 1100 y condujeron un tramo no muy extenso hasta el pueblo de Giulino de Mezzegra. Los vehículos se detuvieron en la entrada de la Villa Belmonte, en la Via XXIV Maggio. Les dijeron a Mussolini y Petacci que bajaran y se pararan frente al muro de la villa. Audisio les disparó a las 4.10 de la tarde con una metralleta que le prestó Moretti, porque su arma se había atascado.
Lampredi y Audisio no se pusieron de acuerdo nunca sobre los últimos momentos de Mussolini. Audisio lo presentó como un cobarde momentos antes de ser ejecutado. Pero Lampredi, no. Audisio dijo que, antes de los disparos, él leyó una sentencia de muerte, afirmación que no confirmó Lampredi, quien sí dijo que las últimas palabras de Mussolini fueron dirigdas a Audisio: “Dispara al corazón”. Pero Audisio afirmó que Mussolini nada dijo antes de ser muerto.
Si Audisio apretó el gatillo, el mérito fue reclamado por el Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia, que equiparó su decisión a una sentencia válida de un tribunal. Además de Mussolini y Petacci, dieciséis de los más altos jerarcas fascistas fueron fusilados en Dongo al día siguiente y otros diez fueron muertos en las dos noches sucesivas.
En la misma noche del 28 de abril, los cadáveres de Mussolini, Petacci y el resto de los jefes fascista fusilados, fueron cargados en camiones y llevados hacia el sur, a Milán. En las primeras horas del 29, los cuerpos fueron arrojados a la Piazzale del Loreto, una explanada vecina a la principal estación de trenes.
No era un lugar elegido al azar. En agosto de 1944, en esa Piazzale del Loreto, quince partisanos habían sido fusilados y sus cuerpos habían quedado exhibidos, a modo de escarmiento. La leyenda dice que Mussolini, enterado de la masacre, murmuró: “Vamos a pagar caro la sangre de la Piazzale del Loreto”.
Ahora era su cadáver el que estaba en exhibición, junto al de Claretta y otros tres jefes fascistas. A las nueve de la mañana, una multitud se dedicó a vejarlos: los lapidaron, balearon, escupieron y patearon.
Luego, los colgaron boca abajo con ganchos de carnicero aferrados al marco de la viga metálica de una estación de servicio en construcción de la Standard Oil. Así quedaron expuestos por horas, Nicola Bombacci, Mussolini, Petacci, Alessandro Pavolini y Achille Starace. Hasta que, a las dos de la tarde, las autoridades militares americanas, que habían llegado a la ciudad, ordenaron que los cuerpos fueran descolgados y llevados a la morgue. Un camarógrafo del Ejército de Estados Unidos fotografió los cuerpos: la cara de Mussolini está deshecha, a su lado, en una pose absurda, acomodada por quienes vandalizaron los cadáveres, Claretta está aferrada a su brazo.
El 30 de abril, la autopsia del Instituto de Medicina Legal de Milán reveló que le habían disparado nueve balazos, aunque una versión posterior habló de siete, sin especificar el calibre. Cuatro balas quedaron alojadas cerca del corazón de Mussolini y figuraron como causa de la muerte. También fueron remitidos a Estados Unidos unos cortes de su cerebro para probar si una eventual sífilis podría haber causado un principio de demencia en Mussolini: el análisis dio negativo. No se hizo autopsia a Petacci.
Mussolini fue enterrado en una tumba sin nombre en el cementerio mayor de Musocco, al norte de Milán. El domingo de Pascua de 1946, el cadáver fue desenterrado por el joven fascista Doménico Leccisi y dos de sus amigos. Durante dieciséis semanas los restos de Mussolini fueron ocultados en diversos sitios, entre ellos un monasterio y un convento.
En agosto, el cadáver, que había perdido ya una pierna por el traqueteo, fue ubicado en un monasterio de Pavia, no muy lejos de Milán. Finalmente, y durante once años, los restos quedaron en un monasterio capuchino en Cerro Maggiore, un destino secreto incluso para sus familiares.
En mayo de 1957 el primer ministro Adone Zoli, necesitado de los votos de la derecha italiana, aceptó que Mussolini fuese enterrado en su lugar de nacimiento, Predappio, en la Romaña. Entre quienes le confiaron su voto, estaba Leccisi, que había dejado de lado sus andanzas de profanador de tumbas y era ahora diputado del partido neofascista Movimiento Social Italiano.
La tumba de Mussolini en Predappio, el cuerpo fue colocado en un gran sarcófago de piedra, está coronada por su busto en mármol y decorado con la simbología fascista del imperio que no fue.
Es objeto de culto.
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