Al igual que Jorge Luis Borges, que negaba cualquier reproche a la ironía de Dios, que le había dado a la vez los libros y la noche, Stephen Hawking podría elogiar el mismo sarcasmo divino, de haber creído en algún dios: habitaba una mente brillante, tal vez la más brillante de su época y, a la vez, un cuerpo desastrado, hendido por la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) que lo derrumbó, no lo hizo sucumbir, y lo mató el 14 de marzo de 2018, a los 76 años.
Hawking fue un genio. Su contribución como físico teórico y cosmólogo a develar los laberintos del espacio-tiempo en la teoría de la relatividad general, su predicción acertada de que los agujeros negros emiten radiación, lo que hoy se conoce como radiación de Hawking, y sus largos y apasionados debates científicos con, y a veces contra, parte de la comunidad científica internacional y, sobre todo, su libro más apasionante y revelador, Breve historia del tiempo, puso al alcance de la mano del lector común los orígenes del Universo y su recóndito funcionamiento, y cómo es que marchan los átomos, los de nuestro cuerpo y los de las grandes galaxias.
Escribió sus memorias, Hacia el infinito, que dio origen a la película La teoría del todo. En esas páginas, Hawking apuntó, esbozó, retrató en carbonilla lo que hoy es motivo de revelaciones y murmuraciones: su vida casi secreta con las mujeres, sus relaciones sexuales y su extraño destino de mente abierta, enjaulada casi de por vida en una silla de ruedas primero y, cuando perdió la voz y casi toda posibilidad de movimiento, en un prodigio de la ciencia que le hacía “hablar” a través de una computadora, con sólo mover ojos, párpados, pestañas.
El Universo puede esperar. Saber que su primera mujer lo veía “con las necesidades de un niño en un cuerpo que era el de un sobreviviente del Holocausto”, tiene tanta tela para cortar como los enigmas de los agujeros negros.
Isobel Walker Hawking, la madre de Stephen, se dio cuenta enseguida de que su chico iba por las estrellas. Fue la primera mujer que marcó su destino. Hawking nació el 8 de enero de 1942, en plena Segunda Guerra, y fue siempre inquieto, curioso y desbordado. Isobel dijo una vez de su muchacho que siempre fue “un jovencito muy normal. Le gustaban las fiestas, las chicas bellas, y sólo las bellas”. Era un poco perezoso, quería ser matemático, no iba a seguir el mandato paterno que lo guiaba hacia la medicina. De haber sido por papá y mamá, ambos graduados en Oxford, allí habría ido a parar Stephen, que eligió Cambridge
A los 19 años, Hawking sintió los primeros síntomas de su mal. No sabía lo que era. No lo supo hasta dos años después, cuando el diagnóstico dijo ELA y él estaba ya en pareja con Jane Wilder, a quien había invitado a su cumpleaños 21. Se casaron en 1965 y las fotos muestran a unos jovencitos que parecen tener el futuro por delante; él con aspecto de sabelotodo, delgadísimo y consciente de que su fin está cercano: los médicos le habían pronosticado tres años de vida. Con suerte.
Jane es la madre de los tres hijos de Hawking, Robert, Lucy y Tim. Cuando la esclerosis empezó a capturar el cuerpo menudo del ya brillante astro físico, Jane se convirtió en esposa y enfermera. Lo alimentaba, bañaba y vestía; lo acompañaba a sus cada vez más frecuentes visitas al hospital; le salvó la vida en varias ocasiones en las que su cuerpo frágil estuvo a punto de ceder a los embates del mal. Y un buen día se hartó.
Si hoy sabemos todo esto, es porque Leonid Mlodinow, un amigo de Hawking y coautor del libro El gran diseño, escribió otro libro que con cierta piedad tituló A memoir of friendship and Physics (Una memoria de amistad y física), en el que revela muchos hechos de la vida y algunos rasgos del carácter de Hawking hasta hoy ignorados, o sólo sospechados. Por ejemplo, que era un tipo terco, irascible, en ocasiones obstinado e irritable. Recuerda Mlodinow un paseo en barco que Hawking se empeñó en dar, “a pesar de que su cabeza se bamboleaba libremente, como un péndulo”. El gran temor de Mlodinow era que Hawking cayera al mar en medio de aquellos vaivenes: hubiera sido una muerte segura
En esa especie de memoria ecuestre, aunque un poco chismosa, Mlodinow hunde su pluma en la vida sexual de Hawking y de Jane. “La enfermedad de Hawking hacía que siempre hubiese sido una pareja sexual totalmente pasiva, además de frágil. Con el tiempo, esa fragilidad llevó a Jane a pensar que la actividad sexual con su marido podía llegar a matarlo.
Hacer el amor con él empezó a ser una experiencia aterradora y vacía. Sólo el pensar en acostarse con él le parecía antinatural y su deseo por él, se evaporó. “Tenía las necesidades de un niño y el cuerpo de una víctima del Holocausto”, escribió Mlodinow que dijo Jane. “En todo ese proceso, ella fue perdiendo su propia identidad y, con ella, su autoestima. Se preguntaba a sí misma quién era ella”.
Entonces apareció otro hombre. Jane Wilde lo halló en la iglesia local, adonde ella iba a buscar ayuda espiritual y a tratar de develar la personalidad de su esposo que, a menudo, “pasaba días enteros sin hablar con nadie y sin mostrar interés por cuanto lo rodeaba: resolvía problemas de física con una técnica mental propia”. El consuelo de Jane era el organista de la iglesia y se llamaba Jonathan Jones.
Catorce años después de casados, el matrimonio Hawking se derrumbaba. La nueva pareja de Jane contó con el visto bueno de Stephen, que así lo reveló en sus memorias: “Nuestro tercer hijo, Tim, nació en 1979. Después, Jane se deprimió más todavía. Temía que yo muriese en breve y quería que alguien los mantuviera a ella y a los niños y, además, se casara con ella cuando yo ya no estuviese. Encontró a Jonathan Jones, músico y organista de la iglesia local, y le dio una habitación en nuestro departamento. Debí oponerme, pero yo también creí que me moriría pronto y sentí la necesidad de que alguien se ocupara de los chicos cuando yo faltase”.
A finales de los años 80, el mal le dio otro zarpazo a Hawkings: atacó sus cuerdas vocales, debieron hacerle una traqueotomía, perdió la voz para siempre y allí estuvo Jane, para cuidarlo y para negarse a desconectar el respirador que lo mantuvo atado a este lado de la vida. Luego, ella llegó a confesar que había estado a punto de suicidarse.
La casa de los Hawking se convirtió en la vivienda de dos parejas, Jane y Jonathan, y Stephen y Elaine Mason, su nueva enfermera. Un extraño cuarteto que actuaba como una gran familia, pero en el que hubo relaciones cruzadas e infidelidades mutuas, según afirma Mlodinow en su libro. Jane se separó de Stephen en 1990 y se divorció en 1995. Para entonces, Elaine ya era algo más que una enfermera para Hawkings: la llamaron “El monstruo”. Y también, “La pesadilla”.
Hawking se mudó con su enfermera en 1990 y se casó con ella en 1995: “Jane y Jonathan -escribió en sus memorias- se casaron nueve meses después”. Fue un matrimonio “tempestuoso y apasionado”, según Stephen, y con una Elaine “manipuladora que lo rodeó de silencio”, según su ex mujer, Jane.
Elaine Mason no sólo manipuló a Hawking, sino que además lo humilló, lo golpeó y lo maltrató a lo largo de más de una década. Mdolinow sostiene que el vínculo entre ambos nació y creció por aquello que la mamá de Stephen recordaba de su muchacho: le gustaban las mujeres bellas, solo las bellas. “Elaine tenía la extravagancia que él habría exhibido si su cuerpo hubiese seguido funcionando correctamente. Por su parte, a Elaine no le importaba la condición física de Stephen, sino todo lo contrario. Fue algo que le atrajo de él.”
Poco antes de que se divorciaran, Mdolinow fue testigo de un episodio oscuro de la pareja. Llegó con Hawking a su casa, invitado por el físico a cenar. Elaine armó un escándalo de trinchera, con gritos atronadores y reproches infantiles: “¿Quién es él? ¿Por qué lo trajiste a cenar? Deberías haberme avisado. Pero no, nunca lo hacés. Porque sos Stephen Hawking y no necesitás avisar. Bueno: ¡no hay comida suficiente para todos”. Después de la batahola de conventillo, la mujer se sinceró ante Mdolinow: “He sido su esclava durante los últimos veinte años. Ya está, ya no puedo más”. Se divorciaron meses después.
Los hijos del físico llegaron a acusar a Elaine Mason de maltrato físico hacia su padre. Mdolinow narra que una vez lo vieron con un ojo morado y el labio roto, aunque la policía nunca encontró pruebas de agresiones, en especial porque Hawking no quiso colaborar y se negó a declarar ante esa denuncia y otras similares. Elaine reprochaba a Stephen un deseo permanente de llamar la atención que la anulaba, decía, como persona y había desatado en ella un gran resentimiento.
Luego de la muerte de Hawking, Elaine vistió con el tul de la piedad aquellos encontronazos guerreros y aquellos sentimientos mezquinos y sórdidos: “Stephen era como un actor -dijo- Necesitaba ser el centro de atracción, el centro del universo, Le encantaba porque era lo que le daba energía: le encantaba la gente. Tuvo una vida muy dura, pero fue un hombre muy valiente. Nunca se quejó. Seguramente yo estaba resentida con él por esa necesidad de atención, pero siempre fue algo temporal, después todo eso pasaba. En el fondo, él era mi único amor”.
Eso se llama piedad a la carta y a conveniencia.
Después del divorcio con Elaine, Stephen y Jane, que sigue casada con Jonathan Jones, vivieron una reconciliación a televisión abierta. Jane volvió a ser un gran apoyo en los últimos años de la atribulada vida de Hawking, cuidado ahora por una tercera enfermera, Judith Croasdell, y escaldado ante la posibilidad de cualquier otra aventura médico-amorosa.
Su pasión por la física y por las entrañas del universo, llevaron a Hawking a hacer tres preguntas elementales, acaso retóricas, sin respuesta todavía y quién sabe por cuánto tiempo más: ¿Hay un lugar para un dios en el Universo? ¿Estamos solos? ¿Tenemos una oportunidad como especie? Pero el día que le preguntaron qué era lo que más le intrigaba del Universo, Hawking contestó: “¡Las mujeres!”.
A las tres preguntas elementales de Stephen, les faltó una cuarta.
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