Los dos muchachos charlaban, animados, inquietos, talentosos. Los dos veinteañeros en una París que se recuperaba de los estragos de la Primera Guerra Mundial y asomaba al futuro, sin imaginar la Segunda Guerra, al son del can-can y de los acordeones de Montmartre. Los dos chicos que charlaban animados habían nacido, ambos, casi con el siglo, en 1904. Uno, Francis Fergusson, era ya un brillante teórico del arte, especializado en el drama y la mitología, educado en Harvard, donde había conocido a su amigo, Robert Oppenheimer, otro gran proyecto de físico brillante, una especie de súper genio que asomaba como una estrella en el mundo todavía hermético de esa ciencia casi desconocida.
Fergusson no sabía cómo consolar a Oppenheimer, que había viajado desde Inglaterra, donde era alumno aventajado del Laboratorio Cavendish, el prestigioso departamento de Física de la Universidad de Cambridge. La pena que aquejaba a Oppenheimer era vital: quería especializarse en física experimental, pero era, o se sentía, un poco torpe en el laboratorio. No parecía tener ante sí otra alternativa que la de convertirse en un físico teórico.
Mientras explicaba su frustración, Oppenheimer se alzó de su silla, aferró a Fergusson por el cuello e intentó estrangularlo. Su amigo se deshizo con cierta facilidad de aquel afecto criminal, pero quedó convencido para siempre de que Oppenheimer padecía profundos dramas psicológicos, una ciega timidez en público que contrastaba con su arrollador trato personal y con la claridad con la que expresaba sus ideas. Los dos siguieron su amistad hasta la muerte, pero Fergusson jamás pudo resolver el enigma Oppenheimer.
Aquel físico joven y brillante, extraño y desangelado, sería uno de los padres de la bomba atómica. En sólo dos décadas, aquella física reservada a los elegidos que compartían sus conocimientos en Solvay, Bélgica, una vez por año, se había lanzado a cambiar el mundo para siempre. Oppenheimer iba a ser figura clave en ese cambio, y en el horror que desató el mano del hombre de la energía nuclear.
Fue un torturado que lamentó siempre haber hecho lo que hizo, sin arrepentirse nunca. Que Oppenheimer, al igual que Einstein, lamentara sin arrepentirse, es de por sí un cambio atómico en la ética de la ciencia.
No pudo quitarse nunca el aura de solitario atormentado, sospechoso de ser comunista o de estar aliado con el comunismo, en una época de caza de brujas en Estados Unidos y en plena Guerra Fría, marcado como el entregador de secretos atómicos a los rusos, odiado por el poder político por sus posturas pacifistas, convertido en un paria de la ciencia al que le retiraron la confianza, reivindicado años después, odiado y envidiado por igual por sus colegas, habitantes de un paraninfo de divos de la ciencia que sentían que el Olimpo les quedaba pequeño y era sólo un lugar de paso, su historia es, acaso, la del espíritu del siglo XX.
Había nacido en Nueva York el 22 de abril de 1904, hace hoy 117 años. Su padre, un exitoso empresario textil judío alemán y de una devota del arte, Robert estudió en el Ethical Culture Society School, una de las más prestigiosas escuelas privadas de la ciudad, en el Upper West Side, que preparaba a sus chicos para entrar en cualquiera de las universidades que integraban la famosa Ivy League de estudios superiores. El chico Oppenheimer destacó en arte y ciencia. Fue ciencia.
Entró a Harvard un año más tarde de lo que le correspondía. Una enfermedad infecciosa intestinal lo sacudió duro y lo dejó débil y quebradizo. Fue la primera advertencia de una salud frágil y vidriosa. Viajó entonces con un profesor de literatura jubilado a Nuevo México, con la intención de recuperarse. Terminó por descubrir un paisaje, el desierto, un clima, seco y hostil, y una realidad, la de la supervivencia a cualquier precio, que lo cautivaron. Nuevo México se iba a instalar en su vida, iba a formar en parte su personalidad y se transformaría en el escenario atómico por excelencia.
Salvó la entrada tardía a Harvard con una graduación de máximo puntaje, suma cum laude, en Química y en sólo tres años. Se interesó por la física experimental en un país y en una época, inicios de los años 20, en los que no había centros especializados. Estaban en Europa. Viajó a Inglaterra, descubrió su parca habilidad en el laboratorio y su formidable potencial como teórico. Con los años, dirán de Oppenheimer que sus complicadas fórmulas matemáticas destinadas a demostrar sus principios físicos, tenían la elegante cadencia de una cantata de Bach, si eso es posible.
Dejó Cambridge después de intentar estrangular a Fergusson en París, y en 1926 se instaló en la Alemania paterna para estudiar en la Universidad de Gotinga. Tenía 22 años y se unió a las clases de Max Born, que ganaría el Nobel de Física en 1954 por sus estudios en mecánica cuántica. Born era el tipo que le decía a Einstein: “Dios juega a los dados…”. Tuvo para con el joven Oppenheimer una definición que era todo un elogio: “Aprendía muy rápido”.
Regresó en 1927 a Harvard como un joven experto en física matemática y, ya, miembro del Consejo de Investigación Nacional de Estados Unidos. Al año siguiente fue profesor en el Instituto Tecnológico de California, Caltech, y como profesor asistente de la Universidad de California en Berkeley: “Aquello era un desierto”, definió para nombrar no sólo a su paisaje favorito, sino a la orfandad científica de aquellos años, al menos en la costa Oeste de Estados Unidos.
Fue entonces que la salud le mandó un segundo cruel aviso: un principio de tuberculosis detuvo sus planes y proyectos. Era alto, flaco, fumador empedernido, a menudo olvidaba comer si estaba enfrascado en sus teorías; era melancólico, inseguro, sus amigos, que eran pocos, pensaban que ocultaba tendencias autodestructivas. Era un poco nerd, también. No hay registro que en la Alemania de 1926 haya detectado el polvorín político y social que agitaba al país, con la República de Weimar en disolución y el nazismo en auge. Dijo que casi ni se había enterado del crash económico de 1929, que alteró al mundo para siempre. Su vida era la física. Se lo confesó a su hermano Frank: “Necesito más la física que a los amigos”. Eso es una definición de vida.
En el rancho de su hermano Frank, en el desierto de Nuevo México, pasó algunas semanas para recuperarse de su principio de tuberculosis. Después iba a terminar por comprar esa propiedad, con otra definición de vida: “La física y los desiertos son mis dos grandes amores”. Esa es otra definición de vida.
Nuevo México, y el desierto, iban a ser los elegidos por Oppenheimer para encarar la investigación científica que iba a dar origen a la primera bomba atómica. Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler se apoderó, en la Checoslovaquia ocupada por los nazis, y entregada por Europa, de todas las minas y extracciones de uranio y decretó una prohibición total de la exportación. El mundo científico sabía ya que Alemania antes, y el nazismo ahora, trabajaba en su propio programa nuclear: la fisión del átomo era posible y esa fisión iba a desatar una nueva, desconocida y poderosa forma de energía.
Cómo fue que los científicos, muchos de ellos europeos, interesaron al presidente Franklin D. Roosevelt para que financiara el programa de investigación, es una historia apasionante que habrá de ser recontada alguna vez. Lo cierto es que cuando Japón bombardea la base militar americana de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941 y con el mundo en guerra desde setiembre de 1939, el Proyecto Manhattan, el nombre clave del programa nuclear de Estados Unidos, cobra intensidad.
Oppenheimer está al frente de la investigación científica. Y el general Leslie Groves a cargo de la seguridad. Fue Groves quien nombró a Oppenheimer, pese a ciertas resistencias: el joven físico de 37 años era sospechoso de simpatías con la izquierda, en el mejor de los casos, con el comunismo en el peor. Oppenheimer se sentía atraído, sí, por la izquierda: era común en los intelectuales y científicos de la época, espantados por la Guerra Civil Española y, ahora, por el nazismo. Pero estar cerca de la izquierda y dirigir el proyecto atómico de Estados Unidos, parecían dos posturas irreconciliables, al menos para el FBI y para el implacable J. Edgar Hoover.
El FBI conocía la relación amorosa de Oppenheimer con Jean Tatlock, hija de un profesor de literatura de Berkeley, que lo había interesado en el mundo de la política y en la política del mundo. Oppenheimer administraba una herencia fabulosa de trescientos mil dólares de la época, con los que financió algunos proyectos de izquierda y donó fondos para los republicanos españoles. Nunca se afilió al Partido Comunista de Estados Unidos, como sí hizo su hermano Frank, que fue desterrado del mundo científico del país. En 1941, cuando el Proyecto Manhattan era prioridad en los Estados Unidos en guerra, Oppenheimer ya estaba casado con Katherine Puening y había nacido su primer hijo, Peter. Su hija Katherine nacería en 1944.
El general Leslie Groves, un tipo imponente y consciente de su responsabilidad militar en el proyecto de crear la primera bomba atómica, tenía una misión singular: evitar filtraciones. No pudo, las hubo. Groves, que no era tonto, sabía de los problemas potenciales que podían surgir por la designación de Oppenheimer al frente del proyecto. Pero lo consideró el mejor para dirigir un equipo de científico de todo tipo, pelo y color, y juzgó también que Oppenheimer no iba a estar afectado por sus tendencias políticas anteriores. Usó, para definirlo, tres palabras contundentes: “Es un genio”.
Oppenheimer tenía otro factor, considerado en contra, que no rozaba ni las ideas, ni las intenciones. Isidor Rabi, que sería Nobel de Física en 1944 y participaba del Proyecto Manhattan, dijo de Oppenheimer: “Tuvo una muy completa formación en aquellos campos que caen fuera de la tradición científica, como su interés en la religión, particularmente en la religión hindú, que se transformó en una especie de misterio que lo rodeaba. Veía la física con claridad, mirando lo que ya se había logrado, pero en el límite tendía a sentir que había mucho más de misterio de lo que realmente había. Se alejó de los métodos fuertes y crudos de la física teórica en dirección hacia un sentimiento místico de amplia intuición”.
Lo que hizo Oppenheimer fueron dos cosas. Primero eligió un lugar ideal y aislado: el desierto de Nuevo México, uno de los amores de su vida. Conocía muy bien la zona, en especial una, al norte de Santa Fe, donde había un internado para chicos que se llamaba Los Álamos. Un sitio ideal para un trabajo secreto. Hizo que el gobierno comprara esas tierras y que construyera un complejo de edificios, que albergaría un laboratorio nuclear, al que Oppenheimer se mudó en 1943.
Lo segundo que hizo fue convocar a los científicos más brillantes. Entre ellos estaban: Leo Szilard, Enrico Fermi (Nobel en 1938). Los químicos Harold C. Urey (Nobel en 1934) y Willard Frank Libby (Nobel en 1960). James Chadwick, el descubridor de los neutrones (Nobel en 1935). Los físicos Rabi (Nobel en 1944) y Hans Bethe (Nobel en 1967). El físico teórico Richard Feynman (Nobel en 1965), el físico de origen español Luis Walter Álvarez (Nobel en 1968) y el físico de origen húngaro Edward Teller, futuro padre de la bomba de hidrógeno.
El general Groves se encargó de la seguridad. Lo que en principio iba a ocupar a no más de cien personas, pasó a ocupar más de seis mil en 1945. Todo era secreto de Estado. También la existencia del laboratorio nuclear que, como única dirección tenía: “Apartado postal 1663”. Todos necesitaban una acreditación para entrar y salir del edificio. A Oppenheimer lo custodiaban un grupo de guardaespaldas y a sus colegas les estaba prohibido comentar sus trabajos con colegas y familiares.
La decisión era dura para unos científicos que consideraban el intercambio de ideas como una de las bases del progreso de cualquier proyecto. Igual, la cantidad de gente que trabajó en Los Álamos, hizo que se desarrollara una intensa vida social: el trago de la tarde, las caminatas, las excursiones a caballo, los picnics junto al río. Incluso construyeron una pista de esquí, para la que fue necesario limpiar una buena parte de bosque. Se encargó el químico George Kistianowsky, que responsable del sistema de implosión de la bomba atómica, que eliminó parte del bosque de un plumazo… con explosivos. La obsesión por la seguridad no disminuyó. También hubo una especie de baby boom, fruto de la sociabilidad de los recluidos en Los Álamos, entre ellos, el propio Oppenheimer que vio nacer allí a su hija Katheleen en 1944. En la partida de nacimiento, donde dice “Lugar de nacimiento”, figura: “Apartado postal 1663”.
El 30 de abril de 1945, con las tropas soviéticas en sus barbas, Adolfo Hitler se pegó un tiro en su bunker de la Cancillería. El 8 de mayo Alemania se rindió de manera incondicional a los aliados. La Segunda Guerra Mundial terminó en Europa y los americanos tuvieron acceso a toda la información alemana sobre la fisión del átomo. Pero la Segunda Guerra siguió en un Japón irreductible y decidido a pelear hasta el último soldado. El 16 de julio, a las 5,30 de la mañana, en el desierto de Jornada del Muerto, Nuevo México, estalló la primera bomba nuclear de la historia.
Para entonces, el equipo de científicos estaba dividido. Algunos, como Leo Lizard, un entusiasta defensor del desarrollo de la bomba, pensaba ya que, terminada la guerra, y con el nazismo derrotado, su uso sería nefasto. Las cuentas del gobierno norteamericano eran otras. Harry Truman, Roosevelt había muerto el 12 de abril de 1945, calculaba que una invasión a Japón por parte de Estados Unidos sería victoriosa, pero provocaría la muerte de más de un millón de soldados americanos. La bomba iba a acortar la guerra.
El estallido de la primera atómica fue un éxito, si se puede admitir como tal, con la típica nube en forma de hongo que sería famosa un mes después en Hiroshima y Nagasaki. Fue un éxito que sus protagonistas entendieron de inmediato como un horror incalculable. Lo que estalló fue la luz: “Fue como descorrer una cortina en una habitación oscura”, diría luego Teller. James Conant, presidente de la Universidad de Harvard, dijo: “Pensé que algo había salido mal y que el mundo entero estaba en llamas”. Rabi, aquel que reparaba en el hinduismo de Oppenheimer dijo que, pese al intenso calor, a él se le habían erizado los pelos. Oppenheimer fue parco: “¡Funcionó!”, exclamó, “It worked!”. Sí, había funcionado, aunque en principio los hombres de ciencia no tuviesen idea aproximada de lo que habían liberado.
El 6 de agosto la primera bomba nuclear de la historia cayó sobre un objetivo no militar, sobre una ciudad japonesa casi desguarnecida, Hiroshima, uno de los diecisiete objetivos posibles elegidos por Estados Unidos. Tres días después, otra bomba cayó sobre Nagasaki. Cerca de 250 mil personas murieron en el acto en las dos ciudades, o bien en los dos días siguientes al bombardeo. Otros miles murieron luego por leucemia, o por exposición a la radiación. Japón se rindió finalmente en septiembre.
La segunda atómica no estuvo destinada, o no sólo estuvo destinada, a forzar la rendición de Japón, sino a demostrarle a la URSS la capacidad nuclear de Estados Unidos. Esto último lo confirmó el propio Oppenheimer cuando, junto a sus colegas, fue recibido en la Casa Blanca por Truman. El físico ya estaba espantado por el horror desatado en Japón, cuando oyó que Truman le preguntaba cuando creía él que tardarían los soviéticos en tener su propia bomba nuclear. Truman se contestó: “¡Nunca!”. Oppenheimer le dijo entonces que sentía tener “las manos manchadas de sangre”. Truman, que no tenía un diploma en diplomacia ni en buenos modales, despachó a Oppenheimer y a los suyos y dio una orden a su secretario personal: “No quiero volver a ver a este malnacido”. No volvió a verlo.
En 1960 Oppenheimer visitó Japón. Un periodista le preguntó entonces si sentía algún tipo de remordimiento por haber ayudado, y más que eso, a desarrollar la bomba. Oppenheimer, que nunca dijo estar arrepentido, dijo: “No es que me sienta mal. Sólo que no me siento peor hoy de lo que me sentía ayer”.
Ese era su estado de ánimo durante la posguerra. Se convirtió en un adalid del control internacional de las armas nucleares, como podía ser la entonces flamante Naciones Unidas, que podía frenar también la ya lanzada carrera armamentista. Fue nombrado presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica y renunció como director del laboratorio de Los Álamos. Estuvo en contra del desarrollo de una bomba termonuclear que, dijo, mataría a millones de seres humanos. Pero Truman anunció un programa intensivo luego de que la URSS probara con éxito su propia bomba nuclear. La bomba termo nuclear se desarrolló bajo la dirección de Edward Teller y probada en 1952: fue 650 veces más poderosa que la primera bomba nuclear desarrollada por Oppenheimer y su equipo, del que Teller formara parte.
Las opiniones y posturas políticas de Oppenheimer le ganaron tantos enemigos como antes había tenido admiradores. Durante los años del macartismo, la caza de brujas lanzada por el senador Joseph McCarthy en busca de comunistas en la función pública, las fuerzas armadas y la sociedad americana, Oppenheimer fue atacado investigado aún más a fondo por el FBI en busca de contactos con el comunismo. Incluso investigaron a sus ex alumnos por posibles relaciones con la Unión Soviética. No encontraron nada. Pero su hermano Frank fue llamado a testificar en el famoso Comité de Actividades Anti-Americanas, y admitió que él sí había sido miembro del Partido Comunista en los años 30. Fue despedido de su cargo de profesor universitario, y se retiró de la docencia y de la ciencia.
En 1954 Oppenheimer fue acusado de encarnar un riesgo para la seguridad de los Estados Unidos. El presidente Eisenhower le pidió la renuncia, pero el científico se negó y pidió una auditoría de seguridad, una especie de proceso legal que dejara en claro cuál había sido su actividad en esos años. Teller, su antiguo colega y padre de la bomba termonuclear testificó, en falso, contra Oppenheimer, testimonio que provocó la furia de la comunidad científica y la expulsión de Teller de la ciencia académica.
En cambio, muchos otros científicos de renombre y figuras del gobierno y de las fuerzas armadas testificaron a favor de Oppenheimer que, para variar, fue su propio enemigo. Su testimonio un tanto errático, casi desinteresado, hizo que quienes auditaban su conducta juzgaran que ya no era el Oppenheimer de entonces: su credencial de seguridad fue revocada. Eso le cerró el paso a los adelantos en la investigación de la física nuclear, a cualquier laboratorio militar, incluido su hijo dilecto en Los Álamos, y a todo material clasificado como secreto por el gobierno de Estados Unidos.
La era Oppenheimer, el genio de la física teórica, había terminado.
En 1965, cuando se cumplían veinte años de Hiroshima y Nagasaki y en plena Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría, la cadena de televisión NBC emitió el documental The decisión to drop de Bomb, La decisión de lanzar la Bomba. Envejecido, deteriorado, aquejado ya por el cáncer de garganta que lo mataría dos años después, en 1967, Oppenheimer recordó aquellos días felices que anticiparon el horror. Citó entonces los versos del más importante texto sagrado del hinduismo, el Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Nueve años después de la audiencia en la que lo consideraron un peligro para la seguridad nacional, Robert Oppenheimer recibió el Premio Enrico Fermi como un gesto enorme de rehabilitación cívica. El premio fue una decisión del presidente John Kennedy, que no pudo entregárselo en persona porque fue asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Lo puso en sus manos el sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, “por sus contribuciones a la física teórica como profesor y originador de ideas, y por el liderazgo del laboratorio Los Álamos y del programa de energía atómica durante años críticos”.
Oppenheimer dijo entonces: “Señor presidente, pienso que es posible que haya necesitado de cierta caridad y de cierto coraje para conceder este premio hoy. Eso puede significar un buen augurio para el porvenir de todos”.
Como siempre, no le faltaba razón.
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