No es que haya algo que celebrar. Cada aniversario que ronda la figura terrible de Adolfo Hitler, induce a tratar de desentrañar el enigma que encierra su personalidad, su vertiginoso ascenso al poder, y con él el del nazismo, el apogeo de sus ideas disparatadas y genocidas, su decisión de adueñarse del mundo y convertirlo en un apéndice de Alemania y el desenfado con el que desató la guerra más aterradora de la historia.
¿Cómo fue que pasó? La Alemania imperial lo dejó venir con indolente confianza, convencida de que podría encausarlo, encarrilarlo en los resortes de un imperio que se deshacía junto a un modelo y a un concepto de política. Cuando quiso reaccionar, era tarde. Hitler había llevado su fiesta de la sangre a las trincheras de Europa, después de pasearla triunfante por las calles alemanas.
Violencia, sangre, crimen rodearon siempre la vida de Hitler. Nació hace 132 años en Braunau am Inff, cien kilómetros al Este de Munich y a sólo cuarenta y ocho de Salzburgo, Austria, la patria de Mozart. Era hijo de un padre borracho y golpeador, adúltero y dejado: un tiro al aire con el disfraz de la rectitud moral y la fidelidad a un estado que le daba empleo en el Servicio Imperial de Aduanas. Él mismo, Alois Schickelgruber, nació sin saber quién era su padre, adoptó el apellido de su madre y a los 40 años fue anotado como Johann George Heidler, por un tío que lo adoptó. Un fallo en la grafía de la burocracia derivó ese apellido en Hitler.
Alois se casó con Klara Pölz y a esa familia caótica llegó Adolfo. Las palizas cotidianas que le daba Alois al pequeño Hitler, las borracheras constantes y las largas ausencias del hogar, enredado en otras faldas, fueron definidas con hipócrita suavidad por Hitler en la que fue su biblia, Mein Kampf, Mi Lucha, en la que refiere a aquel padre dominante, obsesivo y obstinado como “un leal y honrado funcionario”, un pan angelical que le había inculcado “el amor por la literatura militar y el poder de la resolución”. Eso sí, su relación con aquel monstruo era: “Una competencia de voluntades diarias”. Eso es ser piadoso.
En cambio, Ian Kershaw, el reconocido biógrafo de Hitler, cree ver un retrato de su propio hogar en fragmentos de Mein Kampf como el que sigue, cuando Hitler describe las condiciones de vida de una familia de trabajadores: “Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuanto más se aparta el marido del hogar más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y así, por fin, el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el último céntimo, y se suscitan escenas horribles.”
Pero Mein Kampf era una plataforma política y seudo filosófica donde el autor no podía mostrar un solo flanco conflictivo. Todo el amor de Hitler estuvo volcado en su madre, que murió de cáncer en el otoño de 1907, cuando Hitler tenía 18 años y soñaba con ser artista. Se presentó, con unas acuarelas espantosas bajo el brazo, en la Academia de Arte de Viena. Y no lo aceptaron, desde luego. El mundo pudo haberse evitado una tragedia si los profesores de la Academia de Arte de Viena hubiesen sido más benévolos y tolerantes. Y si la sociedad alemana hubiese tenido la severidad de esos profesores, también podría haber evitado la hecatombe.
La frustración endurece el alma de Hitler y enflaquece sus bolsillos. Vive en Viena en albergues paupérrimos, dilapida la escasa herencia de sus padres, vuelve a pintar a la acuarela escenas de la vida vienesa y vende algunas, como para sobrevivir en aquella capital del imperio austro-húngaro al que la Primera Guerra Mundial hará saltar por los aires. No son la infancia traumática ni la frustración artística lo que convierten a Hitler en Hitler. Y mucho menos lo justifican. Muchos chicos en el mundo sufren abusos y frustraciones y no se convierten en monstruos.
En aquella Viena de Strauss y champán, yace un profundo antisemitismo común en los nacionalistas de clase media y alta. Es campo fértil para Hitler que, ya a los dieciséis años, era un ferviente nacionalista pangermano, aborrecía a los Habsburgo y detestaba la diversidad étnica de aquel imperio.
Hitler se vincula, más que eso, se entrega de brazos abiertos al nacionalismo racista alemán de Georg von Schönerer y al del austríaco Karl Luger, alcalde de Viena entre 1897 y hasta su muerte, en 1910. Luger impulsaba un antisemitismo más práctico, era un tipo de acción, que reforzó el estereotipo antisemita y forjó en las clases media y baja de Austria y Alemania, la idea de que los judíos eran los enemigos del imperio. Si Schönerer le dio ideas a Hitler, Luger le enseñó cómo ponerlas en práctica.
Hitler vivió en Viena hasta 1913, año en el que regresa a Munich, tiene 24 años y arde en deseos de entrar en política. La Primera Guerra, que iba a durar quince días, lo lleva a algunas trincheras de Francia y Bélgica, como mensajero de la Compañía 1 de la Sexta División de la Reserva Bávara, le da el grado militar de cabo y lo devuelve a una Alemania derrotada y atada al tratado de Versalles, que inicia un ensayo socialista con la República de Weimar.
En 1919 Hitler tiene 30 años. Su grado y experiencia militar son nada si es que, en menos de veinte años, va a dirigir la fuerza militar más poderosa de Europa y del mundo. Sus antecedentes sólo sirven para que Winston Churchill, en plena guerra, se refiera a él como “ese pequeño cabo austríaco”, en su correspondencia con el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt.
A inicios de los años 20, Hitler era ya un orador destacado en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, fustigaba con dureza el tratado de Versalles, atacaba a sus enemigos, marxistas y judíos, y había organizado unas tropas de asalto, las Sturmabteilung, conocida como SA, que destacaban por su uniforme de corte bávaro, marrón claro, que les dio el apodo de “camisas pardas”.
En 1923 Hitler decidió tomar el cielo por asalto. Aprovechó unos meses de crisis en el gobierno, decidió secuestrar al comandante del ejército de Baviera, Gustav von Kahr, y al jefe de la policía regional, convencerlos de que se unieran a la prédica y a las intenciones del partido nazi y marchar hacia Berlín para tomar el gobierno. En la noche del 8 de noviembre, Hitler y sus nazis vieron la oportunidad perfecta en una reunión pública liderada por Kahr en una conocida cervecería de las afueras de Munich, la Bürgerbräukeller. Quién sabe qué le echarían allí a la cerveza, pero Hitler, en trance de furia, estrelló su jarra contra el suelo, empuñó su pistola Browning, hizo unos disparos al aire y proclamó la revolución y su decisión de marchar sobre Berlín. Kahr fingió estar de acuerdo, escapó en cuanto pudo y retomó el control militar de la región. La policía rodeó a los nazis desplegados en el ministerio de guerra bávaro y hubo un duro intercambio de disparos. Murieron catorce golpistas y cuatro policías. Hitler pudo ser uno de los muertos: una bala le dio a Max Erwin von Scheubner-Richter, uno de los organizadores del golpe, cuando marchaba en primera línea, tomado del brazo de Hitler.
Fue a parar a la cárcel y con aspiraciones a cadena perpetua por alta traición. Pero en cambio recibió una condena de sólo cinco años, de los que cumplió apenas nueve meses. En ese lapso fue que escribió su biblia política, Mein Kampf. Algunas de las ideas esbozadas allí, preanuncian la tragedia por venir.
Para Hitler, la religión judía no es tal, sino un intento de imponer “una dictadura mundial” a través del marxismo y del capitalismo, a los que ve como una misma cosa. Considera “un deber para con lo más sagrado velar por la pureza racial”. Llama a los negros “medio monos”. Cree que Francia es “presa de la bastardización negroide” y “una amenaza para la raza blanca”. Cree que es prioritario expandir el territorio alemán hacia el Este: “Sólo un territorio suficientemente amplio puede garantizar a un pueblo la libertad y su vida”. Alimenta el odio hacia Francia y hacia Rusia: “El enemigo mortal inexorable del pueblo alemán es y será siempre Francia”. “Rusia no puede ser aliado. No puede haber dos potencias continentales en Europa”. Sólo plantea una eventual alianza con Inglaterra.
Planea clasificar a los habitantes en ciudadanos, súbditos y extranjeros. Los nacidos en Alemania serán apenas súbditos. Para alcanzar la ciudadanía, la que considera “el título más valioso de la vida terrenal”, se exigirá “pureza racial” y cumplir con el servicio militar. Las mujeres accederían a esa ciudadanía con el matrimonio o con “el ejercicio autorizado de una profesión”. Lamenta el alto costo que el Estado paga por atender a los enfermos o discapacitados, a quienes ve como un peligro para la raza. Propone la esterilización forzosa.
Impulsa el aumento a dos horas diarias en la educación física de los escolares: es, afirma, “para mejorar la raza aria”. Y detesta las expresiones de la vanguardia artística de esos años, el cubismo, el dadaísmo y el futurismo: “Es un deber de las autoridades prohibir que el pueblo caiga bajo la influencia de tales locuras”. También desprecia la democracia porque hace a los gobiernos “mendigo de la mayoría ocasional”. Anticipa el autoritarismo nazi: “Exigimos la persecución despiadada de aquellos cuyas actividades sean perjudiciales para el interés común”, y anuncia el genocidio por venir: afirma que es necesario que “el Estado aniquile tanto al judío como su obra. Si en el comienzo y durante la guerra se hubiera sometido a la prueba de los gases asfixiantes a unos 12.000 o 15.000 de esos judíos (…), no se habría cumplido el sacrificio de millones de nuestros compatriotas en las líneas del frente”.
Europa no supo pararlo y Alemania lo hizo su dios.
Aquel Hitler que hacía de la sangre una fiesta, era casi casto: sus camaradas de trinchera en la Primera Guerra no le conocían aventuras amorosas. Y sus aliados partidarios, tampoco. En 1931, ya con el nazismo en carrera abierta hacia el poder, Hitler tuvo amores con su sobrina, Geli Raubal. El líder nazi tenía entonces 42 años, y la muchacha 23. Iban juntos a algunos actos partidarios y hay fotos que los muestran en compañía de nazis notorios como Joseph Goebbels y Herman Göering.
Todo termina en tragedia y en sospecha. El 18 de setiembre tío y sobrina mantienen una tremenda discusión en la segunda planta del 16 de la Prinzregentenplatz. Hitler parte hacia un acto. Geli es hallada un par de horas después, muerta, con un balazo en la sien y, a su lado, la pistola de su tío, una Walther G.35. Según algunos testigos, la chica tenía la cara destrozada y otras lesiones por agresión. La investigación queda cerrada en ocho horas. El cuerpo fue incinerado. El informe de la autopsia desapareció y jamás fue hallado.
El escándalo amenaza hundir al partido nazi, una cumbre de su dirigencia decide qué decir a la prensa y quién se haría cargo de la conducción partidaria si Hitler no sobrevivía al escándalo. El elegido para suceder a Hitler fue Gregor Strasser, un líder desde los inicios del nacionalsocialismo y una de las dos personas que más sabían sobre la relación de Hitler con su sobrina y sobre la misteriosa muerte de la muchacha.
La otra persona que investigó la relación de Geli con Hitler y su muerte, era Fritz Gerlich, un reportero que elaboró un informe que jamás se publicó y está perdido. Hitler sobrevivió al escándalo con una frase candorosa: “Yo la amaba. Ella me amaba. Es la única mujer con la que me habría casado. A partir de ahora, mi esposa será Alemania”.
Strasser y Gerlich fueron ejecutados el 30 de junio de 1934, cuando la “Noche de los cuchillos largos”, la masacre de las tropas SA a manos de las flamantes SS, de negro uniforme. La purga ideológica también sirvió para que el nazismo se deshiciera de opositores declarados y sospechosos de serlo. A la hora de su muerte, Gerlich ya hacía un año que estaba confinado en uno de los primeros campos de concentración alemanes destinados a sus enemigos.
Después de haber desatado un genocidio para eliminar a todos los judíos de Europa, de liquidar también a comunistas, intelectuales, gitanos, homosexuales y discapacitados; con la guerra ya perdida, con millones de alemanes muertos en los frentes de batalla, en especial en el de la URSS, Hitler desató su última orgía de sangre. La suya.
El 15 de enero de 1945, con los rusos ya vecinos a Berlín, se instaló en el bunker de la Cancillería del Reich, dos plantas subterráneas pensadas en principio como refugio antiaéreo, que tenían entrada por los elegantes jardines, y ya no volvió casi a ver la luz del sol. Lo hizo para saludar, pellizcar las mejillas sonrosadas y acariciar los cuellos, de un grupo de chicos de entre doce y quince años, reclutados para la defensa inútil de Berlín. Eran los miembros de la Volksstrum, una fuerza que reunía a ancianos y chicos y de los que murieron ciento setenta y cinco mil en los días finales de la guerra.
En abril de 1945, en su umbrío refugio y como suele pasar con los dictadores, Hitler culpó del desastre al pueblo alemán que lo había endiosado apenas diez años antes; les achacó la culpa de la derrota, los juzgó indignos de una mente brillante como la suya y también indignos de sobrevivir, alargó en vano sus padecimientos y se negó a la rendición, lo que habilitó que prosiguieran los intensos bombardeos aliados a la capital del Reich.
También soñó en vano con una contraofensiva capaz de derrotar al millón de soldados rusos, al mando del mariscal Gueorgui Zhukov, que habían arrasado Alemania desde el este y ahora acechaban a los más altos dignatarios del nazismo. Más de un millón de soldados alemanes habían muerto en los cuatro meses que separaban ese primaveral abril de 1945 del frío invierno de diciembre de 1944. Hitler se negaba a la rendición porque no quería equipararla con la “puñalada en la espalda” de 1918, contra la que había edificado su política. Prefería pasar a la historia como un héroe alemán vencido por la traición de su pueblo.
Su vida en el bunker de la Cancillería estuvo reducida por la pequeñez de las habitaciones, por la dificultad de diferenciar el día de la noche, por sus trastornos del sueño, despertaba al mediodía y permanecía despierto hasta la madrugada y por su deterioro físico: demacrado, envejecido, con un temblor en la mano izquierda resabio del atentado del 20 de julio del año anterior.
El 16, la ofensiva soviética llegó a los suburbios de Berlín. El 20, cuando Hitler cumplió 56 años, el rumor de los tanques T-34 era fácilmente audible desde la Cancillería. El cumpleaños de Hitler, sin Hitler, fue celebrado en el bunker con una especie de desenfreno melancólico: bailes animados por un solo disco, champan de sobra y una especie de fiebre erótica y de lascivia contenida.
El 22, ante la imposibilidad de una ofensiva, una loca ilusión, estalló en un ataque de furia que el gran actor Bruno Ganz hizo famosa en el film La caída. El 28 se enteró de que su fiel Heinrich Himmler, temible jefe de las SS, había ofrecido una rendición condicional a los aliados que no fue aceptada. El 29 decidió matarse, se casó con la Braun, que decidió morir con él y pasó a ser, por un breve lapso, la primera “primera dama” del Reich. Dictó su testamento a su secretaria Traudl Junge y nombró un nuevo gobierno para ponerlo en manos, vaya regalito, del almirante Karl Doenitz, a quien designó presidente: Führer había habido uno solo.
El 30 envenenó a su ovejera alsaciana Blondie, tal vez el único ser vivo al que Hitler pudo amar, según sus biógrafos, y a todos sus cachorros: quería probar la eficacia del veneno que se tenía destinado. Al final, decidió usar su pistola, antes de que los rusos lo cazaran cono a un conejo en su madriguera. Recibió la visita de Magda Goebbels, la mujer de su jefe de propaganda, tal vez enamorada en secreto de Hitler, que le rogó que huyera. Los Goebbels, luego, asesinarían a sus seis hijos, cuyos nombres empezaban, todos, con H como homenaje a Hitler, y se suicidarían ambos en la cancillería.
Adolfo Hitler no huyó del bunker, ni abordó un submarino, ni buscó refugio en la Antártida, ni llegó a la Argentina y pasó sus últimos años mirando crecer la rosa mosqueta en Bariloche. En la tarde de aquel 30 de abril, Hitler y su flamante esposa entraron a su habitación del bunker, pequeña, un poco sórdida, y cerraron la puerta. Poco antes de las cuatro de la tarde se oyó un disparo. Lo hallaron en un sofá, con un agujero de bala en la sien derecha, la palma de la mano izquierda hacia arriba, la mano derecha colgaba inerte. Un rastro de sangre corría por su mejilla y había formado un pequeño charco en la alfombra. Junto a su pie derecho estaba su pistola personal, una Walther 7.65. Al lado del pie izquierdo, otra Walther, G.35, sin usar: Eva Braun había elegido el cianuro: tenía las piernas encogidas y los labios apretados. Hitler vestía la chaqueta de su uniforme, camisa blanca, corbata y pantalón negros.
Los cuerpos fueron envueltos en mantas, el de Hitler con la cabeza tapada, rociados con abundante nafta en el jardín de la cancillería, e incinerados. Enterraron de apuro los restos, que se deshacían al tocarlos con el pie. Así, a medio enterrar, los hallaron los rusos que rescataron parte de la mandíbula de Hitler, la metieron en una caja de cigarros y la hicieron llegar a Stalin.
La sangrienta aventura de Adolfo Hitler había terminado. Y la guerra en Europa, también.
Atrás quedaban sesenta millones de muertos.
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