Para el común de los mortales nos resultará mucho más fácil comprender la vida y la muerte de Albert Einstein, el científico más importante y popular que nos dio el siglo XX, que su exitosa teoría de la relatividad. Físico brillante y ganador del Nobel en 1921, fue también un hombre que se devoró la vida.
Su imagen sacando la lengua (¡mucho antes que lo hicieran los Rolling Stones y los adolescentes actuales!), con los pelos revueltos y su frondoso bigote blanco, resulta infinitamente enternecedora y nos acerca a la intimidad del genio que dibujaba símbolos en el pizarrón del universo.
Einstein fue rebelde antes que el resto.
Hoy no escribiremos de la velocidad de la luz, la masa o la energía, hablaremos del ser humano que amó, se angustió y sufrió como cualquiera de nosotros.
La excusa que tenemos para recordarlo es que el 18 de abril se cumple otro aniversario de su muerte, ocurrida en 1955 a los 76 años, cuando acorralado por los dolores no quiso someterse a una cirugía para reparar un aneurisma en su aorta abdominal.
Se despidió diciendo: “Es de mal gusto prolongar artificialmente la vida. Yo he hecho mi parte. Es hora de irse. Y lo haré con elegancia”.
El más grande se fue sin estridencias y con una humildad conmovedora. Antes había pedido: “Quiero que me incineren para que la gente no vaya a adorar mis huesos”.
Un niño callado, un joven disruptivo
Hijo de Hermann Einstein y Pauline Koch, Albert nació el 14 de marzo de 1879 en Ulm, Alemania. Si bien era de origen judío la religión no fue algo que le interesara especialmente practicar. Su pasión por la música y por el violín fue parte de la herencia de su madre, quien tocaba muy bien el piano.
Curioso, pero no raro para quien sería un genio, hasta los tres años Albert no habló una palabra ni caminó. Sus padres temían que padeciera algún tipo de retraso mental. Su hermana Maia, alegre y conversadora, parecía el retrato opuesto y eso alimentaba los resquemores de Hermann y Pauline. Ellos no podían sospechar que el mágico cerebro de su hijo ya andaba indagando al cosmos.
De niño, Albert evitaba a los chicos de su misma edad y no le gustaba para nada la exposición. La primaria la hizo en una escuela católica y la secundaria en el Instituto Luitpold. A los doce años solo se interesaba por los libros de geometría. Como padecía la extrema rigidez de los institutos alemanes de la época, su refugio fue su violín.
Cuando cumplió 15 años, un esquemático profesor llamado Joseph Degenhart, le auguró que no lograría nada en la vida. Está visto que el profesor carecía de las dotes que suelen tener los visionarios.
Lo cierto es que a Albert el colegio no le resultaba estimulante, sino todo lo contrario. Fue su tío paterno Jacob, quien era ingeniero, el que despertó sus pasiones. Le prestó libros de ciencia que el joven comenzó a consumir con fruición. De esas lecturas nacería en él un permanente cuestionamiento a las aseveraciones de las distintas religiones y el rechazo al autoritarismo.
En 1894, por motivos económicos, su familia se mudó a Pavía, Italia. Albert se quedó en Múnich para continuar con sus estudios secundarios. Pero poco después asomó su rebeldía. Decidió abandonar el secundario amparándose en un médico -hermano de un amigo- quien le hizo un certificado para que dejase de asistir a clases por “agotamiento”. Y se marchó con sus padres a Italia. Los Einstein intentaron matricularlo en otro colegio en Zúrich, pero sacó una pésima nota en letras. Aun así, el director quedó impresionado con su desempeño en ciencias y le aconsejó al matrimonio que su hijo terminara el bachillerato para poder acceder al Politécnico. Albert se involucró con la física y las matemáticas y, en 1896, se recibió de bachiller.
Se cree que para evitar el servicio militar renunció a su ciudadanía alemana. Se naturalizó suizo y comenzó a estudiar en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich.
Amor, rechazo familiar e hija ilegítima
En 1896 conoció Mileva Marić, una compañera de clase oriunda de Serbia. Feminista y de izquierda, esta brillante matemática fue resistida por los padres de Albert. Ellos detestaban a esa joven: estaban convencidos de que arruinaría a su hijo y que lo haría fracasar en la vida.
Los enamorados, no obstante, siguieron adelante y se recibieron juntos en el año 1900. En 1902, Mileva volvió a su hogar en Serbia. Estaba embarazada.
Seguramente su intención era dar a luz allí al bebé. Para la época, un hijo ilegítimo constituía un verdadero escándalo. Además, estaba el hecho de que la madre de Albert seguía oponiéndose a la relación. Se le atribuye a Pauline haber dicho: “Ella es un libro como tú, pero tú necesitas una mujer”.
“Su madre se opuso rotundamente a que se uniera a Mileva”, contó Hanoch Gutfreund, coautor del libro Einstein sobre Einstein: reflexiones autobiográficas y científicas, a la BBC. El mismo Albert le escribió a su enamorada: “Mis padres lloran por mí casi como si me hubiera muerto. Una y otra vez se quejan de que yo mismo me he acarreado la desgracia por mi devoción hacia ti. Creen que no eres sana”.
Durante el embarazo a la distancia Albert le prometió en sus cartas a Mileva que sería un buen esposo. Pocas semanas antes del parto, Albert Einstein, estaba viviendo en Berna, Suiza. Allí se ganaba el sustento dando clases privadas de matemáticas y física. Estaba muy entusiasmado porque le había surgido la posibilidad de un empleo en la Oficina Federal de la Propiedad Intelectual. Eso les daría estabilidad como pareja. Pero, para alguien que buscaba convertirse en un respetado funcionario público, tener una hija sin estar casado podía ser una mancha fatal. Quizá sea por estos motivos que se sabe tan poco de esta parte de la historia del científico.
La beba nació en enero de 1902 en Novi Sad (hoy Serbia) y la llamaron Lieserl. Su existencia quedó probada por la correspondencia entre ellos.
“¿Está sana? ¿Y llora convenientemente? ¿Cómo son sus ojos? ¿A cuál de nosotros se parece más? ¿Quién le da la leche? ¿Tiene hambre? Debe ser completamente calva. Todavía no la conozco y la quiero tanto”, escribió Einstein a Mileva, desde Suiza. “El único problema que nos quedaría por resolver sería el de cómo tener a nuestra Lieserl con nosotros (...) No quisiera tener que renunciar a ella”, expresó.
Desde septiembre de 1903 no se supo nada más de la pequeña.
¿Qué pasó con Lieserl? Al respecto, hay dos teorías.
Una dice que fue dada en adopción a unos parientes de Mileva o, según un estudioso del científico, que una amiga muy cercana a ella pudo haber sido quien asumió el cuidado de la bebé.
La otra hipótesis sostiene que murió como consecuencia de la escarlatina que padeció a los dos años. Un experto historiador reveló que “la última mención que se hace de ella es cuando Lieserl tenía cerca de dos años y había contraído escarlatina. Pero no sabemos si sobrevivió”. La escarlatina es una enfermedad producto de una bacteria que, por aquellos años, podía ser muy grave para niños pequeños. Hay también quienes dijeron que la enfermedad podría haber sido tifus.
Jamás se supo con certeza qué fue de Lieserl, porque no se hallaron documentos de defunción ni de ningún otro tipo. Lo que parece claro es que, lamentablemente, el físico y su hija no se llegaron a conocer.
Una vez que Albert Einstein se aseguró el trabajo estable en Berna, Mileva volvió y se casaron. Guardaron para ellos, el secreto sobre su hija.
Nuevos hijos, divorcio y el Nobel
Ya asentados en su nueva vida tuvieron dos hijos más. En 1904, nació Hans Albert y, en 1910, Eduard.
Apasionados por la física, el matrimonio alternaba su desempeño familiar con el trabajo y la investigación. De día, él tenía su empleo estatal y ella se ocupaba de la casa y los chicos, pero las noches eran para ellos. Las dedicaban a pergeñar fórmulas matemáticas, hipótesis para explicar lo que para el resto suele ser inexplicable y discutir con pasión sus distintas teorías. Todo bajo la luz de un farol de kerosene.
Albert iba sumando reconocimientos por parte de la comunidad científica. Mileva, a la sombra de su cada vez más famoso marido, se sentía opacada porque sus aportes eran ignorados.
En septiembre de 1909, Mileva le escribió dolida a su amiga Helene Savić: “Ahora él es el mejor de los físicos, y le rinden muchos honores (…) Con toda esa fama, tiene poco tiempo para su esposa”. El mismo Albert Einstein reconoció que sin Mileva no habría podido concretar sus hipótesis: “Sin ella, no habría llegado a completar la Teoría de la Relatividad”.
Pero a medida que el físico se involucraba más y más en su trabajo científico, su relación con Mileva se deterioraba. Y sucedió lo inevitable: Einstein se enredó en un romance extramatrimonial con su prima Elsa Löwenthal.
El divorcio llegó en 1919. Fue justo cuando las fotografías tomadas durante un eclipse solar demostraron la teoría de Einstein sobre la curvatura de la luz ante un campo gravitatorio. En 1921, a la hora de ganar el Nobel de Física, el nombre de Mileva y su crucial ayuda no aparecieron por ningún lado. Pero en el divorcio que habían firmado dos años antes había una curiosa cláusula por la cual el dinero del premio sería para Mileva. Albert cumplió, le transfirió lo obtenido que ella invirtió en tres propiedades.
El buen padre y la esquizofrenia
La niñez de Eduard fue difícil. Era un niño de salud frágil y que solía enfermarse seriamente.
“En una oportunidad, cuando tenía cuatro años, estuvo postrado en la cama por siete semanas”, cuentan Calaprice, Kennefick y Schulmann en La Enciclopedia Einstein. En 1917, con 7 años, Eduard tuvo una grave inflamación en los pulmones. Einstein, muy preocupado, le escribió a un amigo: “El estado de mi pequeño me deprime sobremanera”.
Hans Albert, el hijo mayor de los hijos, recordó los primeros años de su infancia de la siguiente manera: “Cuando mi madre estaba ocupada con la casa, mi padre dejaba de lado su trabajo y nos cuidaba durante horas, mientras nos balanceábamos sobre sus rodillas. Recuerdo que nos contaba historias y, a menudo, tocaba el violín en un esfuerzo por mantenernos callados”.
Cuando Albert se divorció de Mileva la pasó mal. Era un padre cariñoso y separarse de sus hijos le resultó muy difícil. Trató por todos los medios que la relación con ambos se mantuviera sólida: los visitaba, los llevaba de vacaciones y, cuando tuvieron la edad suficiente, los empezó a invitar a Berlín para que pasaran más tiempo con él.
En una oportunidad Einstein le dijo a Mileva que sus dos hijos eran la mejor parte de su vida interior, un legado que se mantendría después de que el reloj de su propio cuerpo se desgastara.
La salud endeble de Eduard no le impidió convertirse en un excelente estudiante. Estaba interesado en el arte, la poesía y adoraba tocar el piano. Con su padre mantenía discusiones profundas sobre música y filosofía. Albert Einstein sentía que esas charlas, y así lo dijo, eran prueba de cómo su hijo Tete (como lo llamaba cariñosamente) se “devana los sesos en torno a las cosas importantes en la vida”.
Lo peor estaba por venir. Los trastornos mentales de Eduard no tardaron en manifestarse. Cerca de los veinte años comenzaron sus brotes psicóticos.
Gran parte de lo que se conoce de la relación del físico con sus hijos es gracias a las cartas personales entre ellos. El intercambio epistolar con Eduard era de un alto nivel intelectual. En sus largos diálogos escritos se criticaban abiertamente por las posiciones que no compartían. En 1930, su padre le escribió: “La vida es como andar en bicicleta. Para mantener el equilibrio, debes seguir moviéndote”. Por esos años, Eduard confesó que “a veces es difícil tener un padre tan importante porque uno se siente tan poco importante”.
Eduard soñaba con ser psiquiatra y estaba interesado en las teorías de Sigmund Freud. Fue mientras estudiaba medicina, en 1932, que tuvo que ser hospitalizado en una clínica psiquiátrica en Suiza. Todo empeoró cuando su madre enfermó gravemente.
En 1933, con 22 años, Eduard fue diagnosticado con esquizofrenia. En esa época a estos pacientes se les administraba agresivos tratamientos de electrochoque. Estos le habrían ocasionado más daño a la vulnerable mente de Eduard.
Para Albert Einstein fue una estocada mortal.
“Al más refinado de mis hijos, al que realmente consideraba de mi propia naturaleza, le sobrevino una enfermedad mental incurable”, escribiría tiempo después, según publicó el diario The Guardian.
“Creo que le fue muy difícil sobrellevar el trastorno mental de su hijo”, dice Ze’ev Rosenkranz, editor y subdirector de Einstein Papers Project.
Albert Einstein pasó los últimos años de su vida en Estados Unidos, lejos de Eduard, a quien no volvió a ver. Por el resto de sus vidas solo se comunicaron por carta. Eduard llegó a decirle a su padre que lo odiaba.
En 1948, Mileva que vivía de crisis nerviosa en crisis nerviosa, por los problemas de su hijo, falleció sola en el hospital. Tenía 72 años.
Eduard murió a los 55 años, en 1965, en un centro psiquiátrico de Zúrich. La causa fue un accidente cerebrovascular. Hacía ya diez años que había muerto su padre.
La visión del primogénito Hans
“Lo que hacía a mi padre extraordinario, creo, era la tenacidad con la que se dedicaba a algunos problemas, incluso luego de toparse con una solución errada. Siempre volvía a intentarlo una vez más”, explicó Hans Albert, “Probablemente el único proyecto al que renunció fui yo. Trató de aconsejarme, pero pronto descubrió que yo era demasiado terco y que perdía su tiempo”.
La personalidad de Hans Albert era muy diferente a la de Eduard, era un hombre pragmático e interesado por lo técnico. Cuando a Hans Albert le preguntaron qué se sentía ser hijo de un científico tan célebre, respondió: “Habría sido desesperante si no hubiera aprendido a reírme de esa molestia desde la infancia”.
La relación entre ellos no fue siempre fácil y atravesó frecuentes tensiones. Cuando siendo adolescente le contó que había decidido estudiar ingeniería, la reacción del físico fue de rechazo. Hans Albert estudió de todas maneras lo que quería: Ingeniería Civil en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich.
En una carta fechada en 1924, su padre no ocultó su orgullo por los buenos resultados de su primogénito en los exámenes. Había terminado primero por sus calificaciones: “Mi Albert se ha convertido en un hombre capaz e íntegro”. Hans Albert se recibió en 1926 y, en 1936, obtuvo el título de doctor en Ciencias Técnicas.
Otro desencuentro con su hijo sería cuando Hans Albert eligió la mujer con la que se casaría. Einstein no la aprobó y Milena tampoco: creían que era demasiado grande para él. Hans Albert desafió a sus padres, tal como Albert Einstein había hecho con los suyos. En 1927 se casó con la filóloga Frieda Knecht, nueve años mayor que él. Finalmente, Einstein terminó por aceptar a su nuera que le dio tres nietos.
En 1938, y por consejo de su padre, Hans emigró a los Estados Unidos. A su llegada Hans Albert trabajó en la Estación Experimental Agrícola de Carolina del Sur y, posteriormente, en el Departamento de Agricultura. Luego, se dedicó a la enseñanza de la ingeniería hidráulica en la Universidad de California.
Padre e hijo vivían a buena distancia: Hans Albert en la costa oeste; su padre, en la costa este con su nueva familia.
En 1973, el hijo mayor de Albert Einstein murió tras sufrir un infarto. Tenía 69 años.
Casamiento con una prima y amantes varias
En los años que siguieron a su divorcio de Mileva, Einstein reconoció la devoción con la que su mujer había criado a sus hijos. Los que han estudiado sus cartas dicen que el genio de la física pensaba que había sido mejor padre que esposo. Sin dudas.
Poco después de divorciarse en 1919, Albert se casó con su amante y prima: Elsa Löwenthal.
En 1933, ante la amenaza del ascenso del nazismo en Alemania, el científico fue presionado para abandonar el país y embarcarse hacia Estados Unidos.
Poco antes de irse, Einstein visitó a su hijo Eduard. Sería la última visita. Padre e hijo ya no volverían a verse cara a cara. A Eduard, de acuerdo con información de algunos historiadores, no se le hubiera permitido emigrar a Estados Unidos por ser un paciente con un trastorno mental.
En Estados Unidos, Albert y Elsa convivieron con las dos hijas que ella tenía de un matrimonio anterior. La pareja no tuvo hijos propios. Albert Einstein tampoco fue con ella un fiel marido. No se privó de tener incontables aventuras amorosas. Al menos seis nombres figuran en la lista: Estella, Ethel, Toni Mendel, Margarita Konenkova (una espía rusa) y otras dos a las que se conoce solo por sus iniciales, “L” y “M”.
Peter Plesh, cuyo padre fue íntimo amigo del físico, afirmó: “Einstein amaba a las mujeres. (...) Y cuanto más plebeyas, sudadas y olorosas, más le gustaban”.
Según el diario El Español, Albert se habría sentido también atraído por su hijastra Ilse, hija del primer matrimonio de Elsa.
Dicen los estudiosos de su vida que, en el fondo, Einstein era un gran solitario que lo que más disfrutaba era la compañía de su violín, el que ejecutaba con maestría.
Legado de frases
Einstein andaba por la vida con el pelo enloquecido y sus enormes pantalones arrugados. Lo suyo eran las tizas y los pizarrones. Lo mundano no ocupaba espacio en su cabeza. Sin embargo, nos ha legado cientos de frases tan simples como ingeniosas.
-”La mente es como un paracaídas… solo funciona si la tenemos abierta”
-”¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”
-”El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”
-”Una simple explicación de la relatividad: cuando cortejas a una bella chica, una hora parece un segundo. Cuando te sientas en una estufa ardiendo, un segundo parece una hora”
-”Lo correcto no siempre es popular, y lo popular no es siempre correcto”
-”Cualquier tonto puede saber. El punto es entender”.
-”Es un milagro que la curiosidad sobreviva a la educación escolar formal”
-”La creatividad es la inteligencia divirtiéndose”
-”El genio es 1 por ciento talento y 99 por ciento trabajo duro”
Robar... sin permiso
Einstein fue cremado menos de 24 horas después de que la sangre dejara de andar por los senderos de su cuerpo. Pero su privilegiado cerebro, que tantos aportes había hecho a la ciencia, fue robado por el patólogo que le realizó la autopsia, Thomas Stoltz Harvey.
Este hombre de 40 años, que trabajaba en el Hospital de Princeton, en Nueva Jersey, extrajo el órgano más sabio del mundo. Lo guardó en un frasco y se lo llevó a su casa.
Enteradas del hecho, las autoridades del hospital despidieron a Harvey sin contemplaciones. Pero el cerebro se fue con él. Harvey enfrentó la ira de Hans Albert, el hijo de Einstein, pero logró convencerlo para conservarlo para fines científicos.
Harvey, diseccionó el cerebro en 240 partes. Envió algunas muestras a diferentes laboratorios y creó doce juegos de diapositivas que mandó a algunos investigadores. El resto lo dispuso en dos recipientes especiales y los escondió en el sótano de su casa. Contactó a algunos neurólogos para que examinaran el cerebro de Einstein, pero ninguno lo quiso hacer. Creían que este lunático les mentía. Su propia mujer, harta de la obsesión de su marido con el cerebro de Einstein, lo abandonó.
El ejército de los Estados Unidos se puso en contacto con Harvey porque querían el cerebro de Einstein para evitar que cayera en manos de los soviéticos. Harvey mintió y dijo que no lo tenía. La guerra con Vietnam y el escándalo de Watergate hicieron que todos olvidaran el tema.
Hasta que en 1978 un periodista (Steven Levy, del New Jersey Monthly) entrevistó a Harvey quien le confesó que aún lo tenía guardado en su casa, en una caja de sidra que escondía debajo de un enfriador de cervezas. La doctora Marian Diamond se contactó con Harvey y le pidió un fragmento. Los pedidos se multiplicaron y Harvey cortaba con un cuchillo de cocina pequeños trozos que mandaba por correo o llevaba él mismo en el auto, dentro de su maleta, en una suerte de peregrinaje enloquecido.
En 1996, otro periodista llamado Michael Paternini, comenzó a investigar. Paternini reconoció a la BBC: “Cuando escuché por primera vez la historia del cerebro de Albert Einstein pensé que era una leyenda urbana”. Contactó a Harvey, que trabajaba en una tienda de plásticos en Kansas y estaba arruinado económicamente. Juntos emprendieron una aventura que bien podría ser una película. En un viejo Buick Skylark atravesaron los Estados Unidos con lo que quedaba del cerebro del genio en una valija. Iban a reunirse con la nieta de Einstein, Avelyn. La idea era devolver el cerebro a sus herederos. Paterniti no dejó de aprovechar la oportunidad y escribió un libro que se llamó Conduciendo a Mr Albert.
Avelyn no quiso saber nada con el órgano de su abuelo y tras la muerte de Harvey, éste fue donado. Partes del mismo se exhiben en el Mütter de Filadelfia y en el Museo de Salud y Medicina en Maryland.
El cuerpo de Albert Einstein se convirtió en cenizas tal como lo había pedido su dueño, pero no así su cerebro que eternamente seguirá iluminando a la humanidad.
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