El Titanic probablemente sea el barco de mayor fama de la historia. Es, también, el arquetipo del desastre. Un desafío al destino. Crear una mole más grande de lo que la imaginación permitía, el barco indestructible, el que no podía hundirse. Pero el choque contra el iceberg mostró lo contrario.
El viaje inaugural, de Southampton a Nueva York, prometía ser inolvidable. Lo consiguió aunque a causa del horror. Tardó tres años en construirse. Pero solo navegó cuatro días. Después, la catástrofe. La descontada invulnerabilidad de la nave hizo que no se preocuparan (nadie lo hacía en la época) por los botes salvavidas. En ellos había espacio nada más que para 1.178 pasajeros. Más de la mitad de las personas a bordo no tenía lugar en los botes.
La primera clase la habitaban magnates, políticos, industriales, familias adineradas que no querían perderse la travesía en el barco más lujoso creado hasta el momento. Pero en el resto del barco, en la segunda y tercera clase el confort decrecía. En la categoría más barata viajaban familias enteras que solo tenían un baúl con ropa raída e ilusiones. Trataban de llegar a Estados Unidos para empezar de nuevo, para encontrar un futuro que esa Europa de preguerra les había negado.
El Titanic llevaba a bordo 2.223 personas. Solo se salvaron 705. El resto terminó en el fondo del mar. Pero mientras que en la primera clase se salvaron 202 de 325 pasajeros; en el resto del barco la sobrevida fue mucho menor. Si de primera clase murió el 37%, el porcentaje de fallecidos en segunda clase fue del 58% y del 75% en tercera. Los que habían pagado los mejores pasajes se quedaron, en su mayoría, con las escasas vacantes en los botes.
El TItanic ha generado mucho interés en los más de cien años desde la catástrofe. Porque no solo está su historia, la del barco y el naufragio. El Titanic contiene, además, 2.223 historias para contar. Lo que sigue se ocupa de tres.
Antes de abordar el trasatlántico, el padre se agachó en cuclillas, para estar a la altura de los ojos de sus hijos, y les dijo: “Desde ahora y hasta que lleguemos, si alguien les preguntan sus nombres, se llaman Lollo y Momon”. Los chicos lo miraron sin entender. Él, para conseguir su objetivo, les dijo que se trataba de un juego, que los tres usarían otro nombre y que si lograban sostenerlo durante la travesía, les iba a comprar un gran regalo a cada uno apenas llegaran a Nueva York. Michel y Edmond eran muy chiquitos. Tenían 2 y 4 años, pero el soborno paterno sirvió como buen incentivo.
El padre, Michel Sr., también modificó su nombre y apellido. Pasó a llamarse Louis Hoffman. Pero él no estaba jugando.
Michel Navratil era un sastre eslovaco que se había radicado en Francia. En una estadía en Londres había conocido a una hermosa joven italiana, Marcella Caretto. Se enamoraron, se casaron y se instalaron en Francia. Tuvieron dos hijos. Pero el matrimonio duró poco más de 5 años. Se separaron a fines de 1911. El divorcio fue conflictivo. Los gritos, las peleas y las acusaciones terminaron en la Justicia. Él estaba convencido de que Marcelle (ya había adaptado su nombre al país de residencia), su esposa, le había sido infiel. El juez, pese a los airados reclamos de Michel, le otorgó la tenencia a la madre. El padre pidió llevarse unos días a los chicos para Semana Santa. La madre accedió. Pero su plan era otro. Primero pasó unos días en Montecarlo y luego se dirigió hacia Inglaterra. Con nombres falsos y con documentos apócrifos sacó tres pasajes en la segunda clase del Titanic. Ellos tres dejarían el pasado atrás y empezarían una nueva vida en Nueva York. Eso que Michel padre intentaba pintarse a sí mismo como un nuevo comienzo no era más que el secuestro de sus propios hijos.
Al pasar los días, la madre al ver que los chicos no le eran devueltos, se desesperó. Denunció la desaparición de sus hijos. De pronto, al repasar los últimos contactos con su ex marido, descubrió señales que antes no había vislumbrado. Estaba convencida de que él se había llevado los chicos. Los investigadores comenzaron a rastrear los últimos pasos de Navratil, pero no había pistas de él. Debido al cambio de identidad tampoco aparecía en la lista de pasajeros originales del Titanic, lugar en el que buscaron. Algunos decían haberlo visto en la Costa Azul, otros en Southampton, pero nadie pudo brindar demasiadas precisiones. Michel Navratil y sus hijos se habían esfumado.
En la segunda clase del barco ya le habían tomado cariño a esos dos nenes rulientos que no se separaban de su papá. Los Hoffman -así los conocían- se hacían notar. En el momento del naufragio del Titanic, Michel corrió al camarote a buscar a sus hijos. Un hombre desconocido lo ayudó. Corrió por toda la cubierta con el mayor a upa, mientras el otro hombre lo seguía con el menor. Justo cuando un bote descendía, Michel logró lanzar hacia allí a su hijo mayor, que solo llevaba puesta una remera. Luego, arrancó al otro de los brazos del hombre que lo ayudaba y lo tiró hacia un segundo bote, el último de los que restaba poner en el agua. El nene de 2 años estaba desnudo y fue atajado por un hombre en la pequeña embarcación. Michael no tenía lugar. Desde el agua, una mujer le gritaba que ella se encargaría. Los chicos, separados y aturdidos, ni siquiera lloraban. Michel buscó infructuosamente sitio en otro bote salvavidas hasta que no le quedó otro camino que lanzarse al agua. El mar helado se encargó de él con velocidad.
Los chicos viajaron solos, dependiendo del abrigo y del cuidado de dos mujeres que se apiadaron de ellos. El más chiquito apenas hablaba, y ninguno de los dos lo hacía en inglés. Nadie los entendía. Comieron unos bizcochos y tomaron un poco de agua. Cuando llegó el momento de izarlos hacia el Carpathia, el barco que recogió a los náufragos en alta mar, fueron puestos con cuidado en bolsas de arpillera para ascender hasta el buque y estar a salvo.
Al llegar a tierra, Michel y Edmond no sabían qué contestar cuando les preguntaban su nombre. ¿El juego todavía seguía? ¿Eran Lollo y Momon, o Michel y Edmond? Eran los únicos dos nenes sobrevivientes que habían quedado sin padres o tutores que los recogieran. Ellos se salvaron providencialmente de ser alguno de los 53 niños muertos en la tragedia (otra vez la diferencia: en primera clase hubo una sola víctima infantil y las otras 52 fueron de pasajeros de la tercera clase).
A los pocos días, ya en Nueva York, los chicos se habían convertido en una especie de sensación mediática y de misterio. Eran llamados Los huérfanos del Titanic. ¿Quiénes eran estos chicos que nadie reclamaba y no hablaban inglés? Mientras las autoridades decidían qué hacer con ellos, pasaban sus días al cuidado de Margaret Hays, una sobreviviente del naufragio que los alojó en la mansión de su familia en Manhattan. Hays integraba un comité de mujeres sobrevivientes de la tragedia, y aceptó encargarse de los chicos porque era la única de ese grupo que no había sufrido una pérdida familiar tras el impacto con el iceberg.
Cuando intentaron descubrir quién era el señor Hoffman, el padre de los chicos, los investigadores no encontraron nada, parecía que estaban lidiando con un fantasma. Alguien que no había dejado rastro en su vida. A nadie se le ocurrió que algún pasajero hubiera podido alterar su identidad.
Las autoridades acudieron al cónsul francés en Nueva York. Todas las esperanzas estaban puestas en el encuentro del diplomático con los nenes. El hombre, para ganarse la confianza de los pequeños, les llevó juguetes de regalo. A cada uno le dio un barco en miniatura. Un presente poco oportuno. Pero a cada pregunta, a cada juego que el hombre les propuso solo obtuvo como respuesta algunas sonrisas y varios Oui. Una nota del diario Evening World del 22 de abril de 1912 reproduce esa situación:
—¿Te gusta jugar con el barquito? —le preguntó el cónsul al niño que tenía sentado en su rodilla.
—Sí —contestó.
—¿Cómo se llama tu papá?
—Sí —volvió a decir el chico.
—¿Te acordás del barco enorme en el que viniste de Francia? ¿Sabés en qué parte del barco ibas? —preguntó ya sin demasiadas esperanzas el cónsul.
—Sí —dijo el nene, y se concentró en el juguete que tenía en la mano.
Los chicos solo decían Oui. La investigación seguía sin avanzar. No había ninguna certeza. Solo especulaciones y algunas deducciones. Estaban convencidos de que los chicos eran hermanos. Eran muy parecidos y se buscaban mutuamente todo el tiempo. Pero no eran mellizos, aunque se llevaran poca diferencia. El mayor creían que tenía entre 3 o 4 años y el menor, un año y medio menos.
El padre de la señorita Hays era el que hablaba con los periodistas. Aclaraba que ellos no tenían ninguna intención de adoptar a los chicos pero que tampoco tenían inconveniente en cuidarlos un tiempo más. Tanto el señor Hays como el periodista hablaban muy bien de los chicos, de su belleza y de su buena conducta. La nota finaliza casi perdiendo la esperanza de que apareciera algún familiar y rogando para que alguna buena familia adoptara a los dos huerfanitos.
La magnitud monstruosa de la tragedia tuvo al menos algún beneficio. Una tarde, alguien entró corriendo al hogar francés de Marcelle, y le mostró la foto de un diario. Allí, inconfundibles, con sus rulos apretados, con sus caras redondeadas pero con una mirada más triste de la que ella conoció, estaban sus dos hijos. Pese a esa primera impresión, a esa certeza que solo las madres pueden tener con un simple golpe de ojo, volvió a mirar la foto varias veces. La impresión de los diarios de la época no era demasiado nítida y a ella le parecía inverosímil que sus hijos estuvieran del otro lado del Atlántico. No podía entender en qué momento habían subido al Titanic. El hallazgo provocó otra conmoción mediática. Los diarios acompañaron a la madre en su travesía marítima hasta Nueva York.
Marcelle se reencontró con sus dos hijos un mes después del naufragio. La foto con los dos sentados en sus rodillas ocupó la primera plana de los periódicos.
Los dos chicos junto a su madre continuaron su vida en Francia. Edmond fue diseñador de interiores y arquitecto. Combatió en la Segunda Guerra Mundial contra los nazis y fue tomado como prisionero de guerra. Su salud se resquebrajó en el campo de concentración. Murió a poco de iniciar la década del cincuenta. Tenía 42 años.
Michel fue longevo. Se dedicó a la filosofía. Escribió algunos libros y dio clases durante décadas. Se casó y tuvo hijos. Con los años contó su experiencia. Dio muchos detalles. Tal vez más de los que pudiera recordar debido a su escasa edad en el momento de los hechos. Dijo que su padre antes de lanzarlo al bote salvavidas le dejo un mensaje para su madre. “Decile a mamá que siempre la amé. Que mi idea era que todos juntos empezáramos una nueva vida en Estados Unidos”. El cuerpo del padre fue uno de los que pudieron recuperarse y ser enterrados. Michel recién lo visitó en el cementerio en 1996.
Michel volvió por primera vez a Norteamérica 75 años después, en 1987, para algunos actos en ocasión del aniversario redondo de la tragedia. Murió el 30 de enero de 2001. Tenía 92 años. Fue el último de los sobrevivientes varones del Titanic.
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