Toda historia tiene un héroe. Si no, no hay historia. Y toda historia tiene una frase que la simboliza, o la enaltece, o la define. Toda historia con su héroe tiene también su héroe olvidado, o ignorado, o secreto. Glynn Lunney fue uno de esos héroes desconocidos: fue el ingeniero y director de vuelos que logró hacer regresar desde el espacio a los tripulantes en riesgo de la Apolo 13, la tercera misión de la Nasa que iba a caminar sobre la Luna, a la que nunca llegó.
Fue gracias al aplomo, al sentido común de Lunney y a su rapidez para tomar decisiones acertadas que los tres tripulantes de la Apolo 13, el comandante James Lovell, el piloto del módulo lunar Fred Haise y el piloto del módulo de mando John Swigert, regresaron a la Tierra sanos y salvos, de milagro, también es verdad, el 17 de abril de 1970, hace cincuenta y un años.
Lunney fue un héroe reconocido. Pero poco. La NASA lo condecoró, fue director de vuelo de varias misiones más, entre ellas las del proyecto Apolo Soyuz que unió en la conquista del espacio a Estados Unidos y la Unión Soviética, y del proyecto que vio nacer a los primeros trasbordadores espaciales.
La película sobre la odisea de la Apolo 13, dirigida por Ron Howard en 1995, ignoró un poco a Lunney y centró los méritos en otro director de vuelo Gene Kranz, otro héroe desconocido, además de los otros dos directores del vuelo espacial: eran cuatro equipos que trabajaban las veinticuatro horas. Junto a Lunney y a Kranz, se desvelaban Gerry Griffin y Milt Winder.
Si la historia de Lunney es hoy conocida, su carrera revalorizada y su personalidad destacada, es porque murió de cáncer el pasado 19 de marzo, a los 84 años, y poco antes de un nuevo aniversario de su hazaña.
El mérito de Lunney, entre otros tantos, es haber oído al comandante de la Apolo 13, Jim Lovell, decir la famosa frase que simboliza la historia: “Houston, tenemos un problema”. O, en inglés, “Houston, we have a problem”. No fue la frase real, sino la que pasó a la historia. La verdadera, no se diferencia mucho, fue: “Houston, we’ve had a problema here”: “Houston, hemos tenido un problema aquí”.
“Aquí” era un punto en el negro abismo del espacio y a trescientos veinte mil kilómetros de la Tierra. Y el “problema” consistía en que en la nave había estallado uno de los dos depósitos de oxígeno, había dejado dañado al otro y había quedado sin posibilidad de generar electricidad ni agua potable. La falta de agua no implicaba sólo sed para los tripulantes: también era imposible que fuesen refrigerados los equipos electrónicos.
Lunney no sólo oyó la calmada pero tensa voz de Lovell. También empezó a tomar una serie de decisiones que salvaron la vida de los astronautas. La primera fue sencilla: no hacer nada que pueda empeorar las cosas. Lunney era un joven ingeniero de 33 años que había nacido en 1934 en un centro minero de carbón de Pensilvania. Su padre lo había impulsado a estudiar, a huir de la mina, y Lunney eligió el diseño de aviones. Estudió ingeniería en la Universidad de Scranton y luego en la Universidad de Detroit y en el Centro de Investigación Lewis de Cleveland, Ohio. Tuvo suerte. Se graduó en junio de 1958 como licenciado en ingeniería aeroespacial, y al mes siguiente el presidente Dwight Eisenhower creó la NASA. Y a sólo doce años de graduado, tenía la vida de tres astronautas en sus manos y un fracaso en puerta: la misión lunar de la Apolo 13.
La segunda decisión importante que tomó Lunney después de escuchar a Lovell hablar de su “problema”, fue la de abortar la misión a la Luna. La nave comando estaba moribunda, servía casi para nada y era un potencial peligro para los tres astronautas. El nombre de la nave, pasó a cobrar un dramático simbolismo: Odyssey, Odisea. Y el módulo lunar Aquarius, con el que Lovell y Haise pensaban andar por la Luna, era ahora, o parecía serlo, la única esperanza de los tres astronautas.
Lunney, junto a sus pares, tomó entonces otra de sus sabias decisiones: usar al Aquarius como un bote salvavidas. Pidió a Lovell, Haise y Swigert que abandonaran Odyssey y que pasaran al módulo lunar, diseñado y preparado para que lo ocuparan dos hombres, y no tres, y con provisiones, y previsiones, destinadas a dos días de viaje y no a los cuatro que duraría el viaje de regreso.
¿Qué había pasado? ¿Qué había fallado en la Apolo 13? Las investigaciones posteriores demostraron que existió, como suele suceder en los accidentes aéreos, una trágica combinación de yerros humanos y deficiencias técnicas. En este caso, pero para evitar una tragedia mayor, también existió una suerte tremenda.
El estallido de la Apolo 13 empezó varios años antes de la misión, cuando la NASA pidió a la empresa que diseñaba y construía el módulo de mando “Odyssey” que los sistemas eléctricos de la nave fuesen compatibles con los 65 voltios de corriente continua que circulaban en el Centro Espacial Kennedy, de Florida, y a pesar de que la nave estaba diseñada para operar con sólo 28 voltios. Sus tanques de oxígeno llevaban un “calentador” que lo convertían en gas, y que eran controlados cada uno por un termostato que no estaba preparado para el exceso de voltaje. Uno de esos tanques de oxígeno, el número 2 de la Apolo 13, había sufrido además una caída accidental el año anterior al lanzamiento. Fue una caída leve, de cinco centímetros de altura y de las manos de un operario. Pero dañó uno de los componentes internos del sistema de llenado, y desató un proceso de deterioro en el aislante de los cables. Cuando en Houston llenaron el tanque número 2 con oxígeno líquido para el lanzamiento de la Apolo, dejaron armada y sin saberlo una bomba de tiempo. Y la bomba estalló en pleno vuelo, cuando se fundió uno de los cables internos, provocó un cortocircuito y el estallido, que esparció todo el oxígeno en el espacio.
Con el alunizaje ya perdido y la cabeza puesta en devolver a los astronautas a Tierra, Lunney decidió que la nave rodeara la Luna y encarara el regreso: el viaje sería más largo, pero “Odyssey” podría aprovechar el impulso de la gravitación lunar que la “empujaría” en su peligrosa e incierta vuelta a casa. Decidió también diseñar un sistema de orientación que tuviese en cuenta el Sol y la Tierra, en lugar de hacerlo por las estrellas. La Apolo 13 viajaba rodeada de fragmentos metálicos, producto del estallido, que podían confundir a los tripulantes. Restringió el agua y la electricidad a los ahora habitantes del “Aquarius” y ordenó que desconectaran del módulo principal los equipos de telemetría, el ordenador principal y el purificador de aire.
Lunney también diseñó una ruta que no estaba trazada: “Construimos una autopista especial de un cuarto de millón de millas por la que, durante cuatro días, sirvió para que la tripulación volviera a casa. Para eso trabajó gente de todos los continentes en apoyo nuestro y de los astronautas en peligro -narró luego Lunney en un documental- Fue un sentimiento inspirador que nos recordó una vez más nuestra humanidad común”.
Era verdad. Alekséi Kosyguin, primer ministro de la rival Unión Soviética, ofreció la ayuda de la armada de la URSS y de su marina mercante para la recuperación de la cápsula, que todavía no se sabía adónde iba a caer. “Espero que los intrépidos astronautas -dijo Kosyguin- regresen felizmente a la Tierra”. La intrepidez no les servía de nada a Lovell, Haise y Swigart: estaban abandonados a su destino. Y en manos de Lunney y de los otros tres jefes de vuelo de la NASA. Mientras, el mundo seguía en un hilo aquel disparatado viaje de retorno que duró cuatro días.
Hubo yerros, cálculos equivocados, improvisación forzada a medida que el drama se hacía más intenso. Por ejemplo, las primeras correcciones del rumbo de Apolo 13, que se manejaba ahora desde el módulo lunar, dieron un pequeño, pero acaso decisivo error. ¿Qué sucedía? Que los especialistas en trayectoria no habían tenido en cuenta que ahora, en el módulo lunar, viajaban tres personas y no dos, y que eso alteraba el centro de gravedad de la nave y el resultado del impulso. Todos los ajustes de navegación tenían que hacerse ahora con el telescopio del módulo “Aquarius” que había sido pensado para la Luna y no para regresar a la Tierra. Como no había electricidad y los motores de “Odyssey” ya no funcionaban, tenían que usarse los motores de “Aquarius”. Pero habían sido pensados para una nave más liviana y no para mover las veinticinco toneladas del módulo de mando y de servicio que llevaba ahora acoplados, cuando horas antes era el módulo lunar el que estaba acoplado a la nave madre.
Poco antes de reingresar en la atmósfera, los tres astronautas regresaron a “Odyssey”, que era un freezer que deambulaba en el espacio helado, y se prepararon para descartar el módulo de servicio, que estaba averiado, y al “Aquarius”, que les había salvado la vida.
La operación de desacople se había ensayado, pero nunca bajo circunstancias de riesgo tan extremo. Hallaron que una de las baterías auxiliares estaba cargada al máximo y el ordenador principal, que habían apagado a pedido de Lunney, funcionó a la perfección cuando lo pusieron en funcionamiento y después de pasar cuatro días en aquella heladera espacial. La batería cargada les garantizaba electricidad suficiente para accionar el mecanismo de lanzamiento de los paracaídas, que suavizarían el impacto de Apolo en las aguas.
La última hazaña de Lunney fue calcular con exactitud, después de varias correcciones de trayectoria, no sólo el punto exacto de acuatizaje de la nave, sino, lo más importante, que Apolo 13 no se “pasara de largo” de la Tierra, lo que la hubiera convertido en un ataúd perdido para siempre en el cosmos. El habitual lapso de entre siete y diez minutos de silencio de radio que rodea la entrada de una nave en la atmósfera fue, en el caso de Apolo 13, más tenso y dramático.
En el Océano Pacífico, a unos mil kilómetros al sudeste de Pago Pago, en la Samoa estadounidense, esperaba a los astronautas el portaaviones “Iwo Jima”, que había recuperado antes a cuatro tripulaciones del proyecto Apolo. A bordo no estaban tranquilos. Por si hubiesen sido pocas las desgracias de Apolo 13, a cuatrocientos kilómetros de las islas amenazaba Helen, una borrasca tropical candidata a convertirse en huracán, que podía dificultar el rescate. Cuando en Houston volvieron a escuchar la voz de los astronautas, respiraron aliviados. La cápsula espacial cayó minutos después a sólo cinco kilómetros del “Iwo Jima”. Cuando los primeros buzos rodeaban la nave a flote, Haise asomó la cabeza por la compuerta, algo que parecía imposible días y horas antes. Fue el primero en ser izado al helicóptero de rescate: estaba enfermo, el frío y la escasez de agua le habían provocado una infección renal que lo mantuvo unos días en la enfermería del Iwo Jima.
Al lado de lo que había pasado, parecía un chiste.
Después de convertir un fracaso en un éxito espectacular, Lunney, junto a sus colegas directores del vuelo de Apolo 13, recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, y fue después elegido por la NASA para viajar a la URSS a discutir la eventual cooperación espacial entre los dos países. Cuando ese acuerdo llegó y se convirtió en el Proyecto de Prueba Apolo-Souz (ASTP según su sigla en inglés) fue nombrado director técnico: su trabajo consistía en lograr un acoplamiento de dos naves espaciales de Estados Unidos y la URSS. Lo logró en 1975. En 1981 tuvo a cargo el programa Space Shuttle. Dejó la NASA en 1985 y al año siguiente fue llamado a declarar por la comisión del Congreso que investigaba la tragedia del Challenger. Después trabajó en la industria privada hasta que se jubiló, en 1999.
Quién sabe qué hubiese sido de la carrera espacial, si Lunney no hubiese estado al pie del micrófono cuando el comandante Lovell dijo aquello de: “Houston, we’d had a problema here”.
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