Charles Sobhraj es un anciano de 77 años. Casi no queda nada de su personalidad expansiva. Está apagado, menguado. Su corazón falló varias veces y estuvo, en los últimos años, al borde de la muerte. Ya no tiene pelo y camina con dificultad. No le importa demasiado. No tiene dónde ir. Está desde hace 18 años en una prisión de Katmandú. Sabe que sus días terminarán ahí.
Estas últimas semanas debe estar contento. Con el estreno de The Serpent, la miniserie de la BBC que acaba de subir mundialmente Netflix, su nombre vuelve a tomar actualidad. Sobhraj sabe que es un antídoto contra los que no conocían su caso, los que lo habían olvidado. Siempre quiso que se hablara de él, tener notoriedad. Pero las actividades criminales no se llevan bien con la publicidad. Esa búsqueda de fama provocó también su caída.
Nació en Saigón en 1944, cuando ese territorio vietnamita todavía era Indochina y estaba bajo dominio francés. Su padre los abandonó rápido. Su madre se casó con otro hombre que lo adoptó. Charles siempre fue un chico que causó problemas. Pronto las travesuras y desobediencias se convirtieron en delitos. No tenía trabajo fijo. Vivía de lo producido de sus pequeños robos y estafas. Descubrió que su estilo frío y cerebral lograba llamar la atención, descubrió que podía seducir.
Pronto los engaños de poca monta no le alcanzaron. Y en el intento de robo a una joyería fue atrapado. Antes de los veinte años pasó sus primeros meses en prisión. No fue una experiencia traumática para él. Logró, gracias a su encanto, gozar de privilegios y de buen trato por parte de los guardias, y entabló con otros delincuentes relaciones que le servirían cuando saliera de ahí. Ya en la calle con libertad condicional, parecía que se había enderezado. Lo invitaban a fiestas lujosas, salía con amigos y amigas de la clase alta. Ayudaba su elegancia y atractivo físico, y su capacidad camaleónica de amoldarse al entorno. Lo cierto es que Charles trataba de estar cerca de quienes tenían dinero. Esperaba el mínimo descuido para esquilmarlos, para sacar ventaja.
En alguna de esas fiestas conoció a Chantal Compagnon, una joven hermosa y de buena familia que se enamoró perdidamente de él. En poco tiempo pusieron fecha de casamiento. Pero el día de la boda, en medio de la fiesta, la policía fue a buscarlo para detenerlo. Sobhraj trató de escapar en un auto robado pero la fuga fue breve. Varios meses después, al salir de prisión, su flamante esposa lo estaba esperando. Él la convenció de viajar hacia el sudeste asiático para empezar una nueva vida. Era 1970.
Como todo lo referido a su vida, no hay precisiones sobre lo ocurrido en esos primeros años en Asia. Se sospecha que sus actividades, para no perder la costumbre, se desarrollaban a espaldas de la ley. Chantal y Charles tuvieron una hija; le pusieron Usha. Pero a esa altura Charles ya no se llamaba así. Había empezado a utilizar alguno de los muchos alias que utilizaría en su rally criminal.
A veces contrabandista, a veces traficante de drogas, a veces ladrón, a veces estafador. Siempre delincuente. Descubrió que los turistas occidentales eran presas fáciles. Estaban relajados, en ocasiones drogados, eran confiados, solían llevar dinero encima y tenían pasaporte. Charles y su esposa pasaban de país en país utilizando pasaportes robados a los que les cambiaban las fotos. Cuando la denuncia del pasaporte robado llegaba a migraciones, ya era tarde; Sobhraj ya había cruzado la frontera.
Por más suculentos que fueran los botines que consiguiera, le duraban poco. Era jugador compulsivo, y más allá de alguna buena noche, solía perder todo lo conseguido en las mesas de póker y punto y banca.
Planeó un robo importante en un hotel de la India. Cuando la operación estaba por finalizar, alguien avisó a la policía y fue detenido. Pasó varios meses en una prisión de Mombay esperando el juicio. Hasta que fingió dolores abdominales fuertes para que lo llevaran al hospital. Allí se escapó sin mayores dificultades. Después bajó a Europa Oriental: también siguió delinquiendo en Grecia y Turquía. En esas aventuras se sumó su hermano. Otra vez, el gran golpe les falló. Charles logró escapar pero su hermano debió cumplir 18 años de prisión.
Regresó a Asia. A los pocos meses, otra detención, esta vez en Afganistán. La misma técnica del dolor abdominal, de una supuesta apendicitis para ser llevado al hospital y fugarse la utilizó en Kabul.
Su esposa Chantal lo seguía y aguantaba los vaivenes de esa vida en la ilegalidad. Hasta oficiaba de cómplice. Ambos se habían especializado en distinguir a los viajeros vulnerables. Pero Charles la abandonó y escapó hacia otro país asiático. Ella lo esperó unos meses infructuosamente. Cuando se dio cuenta que no las volvería a buscar, Chantal y su hija regresaron a Francia. Charles ya había demostrado que no tenía dificultades para dejar a la gente atrás.
A partir de 1975, Charles se hizo llamar Alain Gautier y decía que se dedicaba a la compraventa de piedras preciosas. Se centró en lo que se llamó el Sendero Hippie, la zona Asia en la que los turistas jóvenes caminaban, visitaban, se drogaban, estaban de fiesta o se dedicaban a la vida espiritual. Con sus mochilas, escapando de las comodidades, eran víctimas fáciles para Charles.
Los invitaba a su casa, los seducía con salidas sofisticadas y con cuentos asombrosos. Una de las tácticas más efectivas que utilizaba era generar una necesidad en su víctima para que pareciera que él lo estaba asistiendo. Así hacía robar los pasaportes para que pareciera que él los había recuperado; o producía descomposturas en los turistas para que creyeran que padecían de malaria, y él los invitaba a recuperarse en su casa.
Cuando se ganaba la confianza de ellos, los drogaba, los mantenía en permanente estado de debilidad y se quedaba con sus pasaportes y sus valores (en esos años todavía se utilizaban muchos los cheques de viajero).
A esta altura ya no trabajaba sólo. Marie Andree Leclerc, una joven franco canadiense, que había ido a Tailandia a buscar aventuras y se había enamorado de él, oficiaba de cómplice. Y Ajay Chowdhury, un hindú, era el brazo armado, el que se ocupaba del trabajo sucio.
Cuando la víctima del robo podía delatarlos, se enfermaba demasiado por el coctel de drogas que les suministraban o ya no podían sacarla más nada, la mataban. A sangre fría.
No se sabe con precisión cuándo Sobhraj empezó a matar. Ni siquiera se conoce el número de víctimas. Pero en algún momento le pareció que el mejor mecanismo era eliminar a las víctimas de sus robos. Sus actos no tenían consecuencias. O al menos eso quería creer él.
El modus operandi por lo general se repetía. Se ganaba la confianza de las víctimas, los intoxicaba con cocteles químicos, los robaba y luego los mataba en algún lugar lejano. A veces dejaba el cadáver tirado entre la vegetación espesa, a veces los quemaba, y en otras ocasiones los tiraba al mar.
Toda la operatoria le resultaba muy sencilla a Sobhraj, un sociópata que no conocía la culpa, al que no le resultaba difícil encontrar compañía y que estaba convencido que gozaría de impunidad toda su vida. Eso no parecía improbable. A pesar de sus crímenes frecuentes, las autoridades locales no solían molestarlo.
Los cadáveres aparecían en lugares lejanos. Nunca había alguien cerca que reclamar por el paradero de las víctimas. El estilo de vida que llevaban convertía a las víctimas, para la rígida sociedad de la época, en sospechosos. O al menos en merecedores de sus destinos. Lugares exóticos, alejados de Occidente, en los que el turismo era una de las industrias principales de la economía nacional. Las autoridades locales preferían no investigar. Presuponer que esos jóvenes que vivían sin los rigores de horarios, informales, que estaban lejos de su casa buscando diversión o su camino espiritual, habían muerto de sobredosis o por accidente fatal. Y si habían desaparecido era porque habían encontrado un lugar mejor dónde vivir. Si algún policía o autoridad sospechaba la existencia de un homicidio, prefería hacer la vista gorda porque el trabajo que le esperaba era enorme (y tenía casi asegurado su fracaso por la falta de personal e infraestructura) y, también, porque todo lo que pudiera afectar el turismo era mejor evitarlo.
Esos resquicios son los que Charles Sobhraj aprovechó para sus crímenes. Un hombre inteligente y frío sabía qué circunstancias jugaban a favor suyo.
Los otros hechos determinantes eran la distancia, el estado de las comunicaciones y las costumbres de la época. Los viajeros se comunicaban con sus hogares cada tanto. Las llamadas eran caras y difíciles de conseguir. Las cartas tardaban en llegar. Que no hubiera noticia de los jóvenes que viajaban por el sudeste asiático durante unas semanas no preocupaba a nadie. Cuando las familias intentaban averiguar por el paradero de los viajeros (también por carta por lo general) ya habían pasado varios meses desde su desaparición. Sobhraj sabía que tenía todo ese tiempo a su favor.
Después fue conocido como The Bikini Killer (sus primeras víctimas mujeres usaban una cuando encontraron los cuerpos) o La Serpiente, porque era impredecible, sinuoso, difícil de agarrar.
Pero esta historia tiene también un héroe, alguien que no estaba destinado a ser protagonista. Un joven y oscuro funcionario diplomático que siguió su instinto y que fue en busca de justicia.
Herman Knippenberg ocupaba un puesto menor en la embajada de Holanda en Tailandia. Tan menor era el puesto que él tenía la pesada tarea de revisar la correspondencia y responder a los pedidos más insólitos de los ciudadanos de la corona holandesa. Una de esas misivas preguntaba por el paradero de una pareja de jóvenes de los que, su familia en Amsterdam, no tenía noticias hacía seis semanas. Los jóvenes enviaban dos cartas por semana a sus parientes; cuando dejaron de llegar los padres se preguntaron y pidieron ayuda a los diplomáticos de su país en Bangkok.
Knippenberg tomó el caso como algo personal. Se encontró con la desidia de los funcionarios tailandeses. Habituados a los pedidos de paradero, temerosos de afectar la industria turística, faltos de recursos y con la sospecha puesta en la vida disipada de los viajeros, la policía tailandesa no mostraba el menor interés. Pero la insistencia del holandés logró lo que parecía imposible. Supo de un francés que se hacía llamar Alain Gautier y comerciaba joyas con algunos casos sospechosos encima.
Logró también que le dejaron ver los cuerpos de dos jóvenes supuestamente australianos. Una corazonada le decía que esos que habían sido prendidos fuego y estaban olvidados en la morgue, podían ser sus holandeses perdidos. Consiguió un odontólogo que comparó las piezas dentales de los cadáveres con un informe arribado desde Amsterdam. De esa manera logró determinar fehacientemente la identidad de los jóvenes. La policía tailandesa admirada por el tesón del holandés le permitió continuar con la investigación del caso.
Cuando Sobhraj se sintió acorralado se dirigió hacia Nepal. Allí también atacó a dos turistas al menos. Su cómplice, Chowdurhy, desapareció. Se supone que también fue víctima de Sobhraj.
Charles junto a Leclerc siguió su derrotero. Interpol alertado por la cantidad de casos tomó cartas en los asuntos. Aquellos que parecían casos aislados analizados de cerca llevaban todos la misma firma.
Cercados en Tailandia, la pareja regresó a India. Ya sin Chowdhury, contactaron tres chicas para que les acercaran incautos. El plan criminal no era lo mismo, trataban de salir del paso y los robos eran menores, sólo para subsistir y para hacerse de nuevos pasaportes para fugarse llegado el caso.
Sobhraj creyó ver su salvación en un contingente recién llegado de treinta franceses. Desplegó su seducción, enfermó a algún incauto y se ofreció como guía turístico. Un botín de treinta pasaportes y los dólares y cheques de viajeros de todos ellos lo esperaba. Sólo le restaba desplegar su truco de siempre. Enfermarlos químicamente, provocarles un malestar, aprovechar la debilidad o desvanecerlos, y saquearlos. Un juego de niños para él. Pero esa vez los cálculos le fallaron. Las píldoras hicieron efecto antes de lo que él había calculado. Y varios del contingente sospecharon y dieron aviso a la policía.
El camino criminal de Sobhraj había terminado. La pareja recibió condenas en la India por robo, estafas y tentativa de envenenamiento.
Anne Marie Leclerc enfermó de cáncer y ocho años después fue autorizada para volver a Canadá a pasar sus últimos días. Murió en 1984, tenía 38 años.
Sobhraj cumplió su condena con comodidad. Ingresó a la cárcel con varias piedras preciosas escondidas en su cuerpo y desde afuera lo siguieron abasteciendo. De esa manera sobornó a sus guardias para tener una estadía serena y confortable. Su celda tenía hasta televisor y cada tanto sus cenas eran gourmet.
Dada la gravedad de los hechos que se le imputaban, la pena había sido leve. Ninguno de sus homicidios habían entrado en ella. A los doce años quedaría en libertad. Pero poco menos de dos meses antes de que se cumpliera, Sobhraj se fugó. Un mes después la policía de la India lo encontró tomando algo en un bar de lujo. Aceptó su recaptura hasta con felicidad.
Era otro de sus ardides. Con esa fuga se ganó una nueva condena de diez años en India y evitó la extradición a Tailandia, donde le esperaba la segura pena de muerte por los doce asesinatos que se le imputaban. Así diez años después cuando salió de prisión con la pena cumplida, los crímenes en Tailandia habían prescripto. Ya no iba a poder ser perseguido. La serpiente había vuelto a escapar.
Volvió a Francia convertido en una celebridad. Daba entrevistas, firmaba opciones para que su vida se convierta en una película, aparecía en las tapas de las revistas. Un asesino serial que había salido impune, que el misterio lo envolvía.
En 2003 volvió a Nepal. Nadie sabe el motivo. Algunos dicen que para montar una empresa de aguas naturales, otros para buscar piedras preciosas. Pero no se conoce con certeza. Alguien lo reconoció en un casino de Katmandú. Un periodista lo siguió durante quince días para cerciorarse que era el mismo hombre que estaba acusado de cometer dos crímenes en Nepal hacía ya casi treinta años (en esto la serie se diferencia de los hechos reales).
Cuando la noticia ocupó las portadas de los diarios, la policía local lo detuvo. Nadie comprendió cuál fue la razón que lo llevó a ese país, el único en el que podía ser juzgado por sus crímenes. Otra ve apareció Knippenberg, el diplomático holandés. Su archivo fue de vital importancia para que Sobhraj fuera condenado por un crimen. Luego de varias apelaciones, el juicio debió volverse a realizar por algunas nulidades presentadas. Pero no le fue mejor: en el nuevo proceso lo condenaron por dos crímenes.
Ahora Charles Sobhraj espera el final de sus días en una celda de Katmandú. Varios problemas coronarios lo tuvieron al borde de la muerte.
En sus años en libertad consiguió que los jueces le prohibieran a los periodistas de su país, que lo llamaran asesino serial. Pero para todos, más allá de resoluciones judiciales, Charles Sobhraj siempre integrará la galería de los asesinos seriales más famosos (y misteriosos) del Siglo XX. Ahora, esa calificación le causará alguna satisfacción. Al fin y al cabo logró lo que siempre persiguió: notoriedad.
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