Siempre se le vieron los hilos a Ed Wood. No sólo aquellos que sostenían los platos voladores y los muñecos inconcebibles que plasmaba en sus películas. También los de su vida: un cúmulo de desgracias, realmente. Era el rey del cine de Serie Z, una categoría más baja aún que las de Clase B o C. El fondo de la olla del Séptimo Arte. El último subsuelo. Pero siempre soñó con más: nadie quería ceñirse esa corona.
Hasta que un día, los hilos se cortaron para siempre.
Edward Davis Wood Jr. nació en Poughkeepsie -un suburbio 130 kilómetros al norte de Nueva York- el 10 de octubre de 1924. Desde chico, su pasatiempo favorito era ver películas. Es más, les imploraba a sus padres: “Quiero hacer cine. Es lo único que quiero”.
Cuando cumplió 11 años, Mr. y Mrs, Wood le regalaron una cámara. El kilómetro cero de su destino. Para ver una película detrás de otra se conchabó como acomodador de una sala de cine.
Inflamado de espíritu patriótico, luego del desastre que significó para los Estados Unidos el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, se alistó en los marines.
Contaba, entonces, con apenas 17 años, pero su bravura en el campo de batalla lo destacó. Asignado en las Islas Marshall y en Naumea, peleó como un soldado veterano y sobrevivió por milagro en la sangrienta batalla de Tarawa. En esa acción, sus heridas no lo llevaron al cirujano sino al dentista: perdió todos los dientes delanteros en una lucha cuerpo a cuerpo contra un japonés. No fue el único milagro: fue enviado a Inteligencia en el Pacífico sur, y una acción de guerra lo ametrallaron y por poco pierde una pierna por una infección que le ocasionó gangrena.
Los combates terminaron para él. El resto de la Segunda Guerra Mundial lo encontró como mecanógrafo en una oficina militar.
Sin embargo, los servicios prestados a su país no cayeron en saco roto. Fue licenciado con honores, y su uniforme lucía gallardo sendas estrellas de plata y de bronce, dos corazones púrpura, y una medalla muy especial: “Al tirador certero”.
Su paso por los campos de batalla podrían haber inspirado un film. El mismo año de Pearl Harbor, el Oscar a la mejor película fue para El Sargento York, un héroe de la Primera Guerra Mundial encarnado por Gary Cooper.
De vuelta a los Estados Unidos, se mudó a la Costa Oeste. A Hollywood, paraíso de algunos e infierno de muchos más que, como él a los 24 años (1948) llegaban allí para triunfar y solían regresar con las manos dentro de los bolsillos vacíos.
Consiguió algunos papeles como extra y, cuando el viento soplaba a favor, como actor secundario. Así obtuvo algunos dólares que le permitieron, contra viento y marea, filmar su ópera prima: The streets of Laredo. Su firma estaba en el guión, la producción, la edición y hasta la actuación. Tan flaco era el presupuesto de ese western de media hora de duración, que no pudo ponerle música.
El primer paso fue también el primer tropezón. No sería el último.
En el albor de los años 50 tuvo una chance laboral en los Estudios Universal, uno de los más poderosos de la industria. Conoció y se hizo amigo de Lou Costello -el mismo de Abbott y Costello, el Gordo y el Flaco-, Tony Curtis y Danny Kaye, tres estrellas que ya brillaban. Y se enamoró de una ignota actriz llamada Dolores Fuller. Ella será la protagonista de las películas que siguieron: Jalbait y Glen o Glenda.
Este último abordó un tema que, en aquella época, causaba urticaria: el travestismo. Pero había una motivación oculta. Y la reveló el propio Ed Wood. Cuando combatía contra el ejército nipón a sangre y fuego, bajo su ropa de fajina llevaba soutien y bombacha de mujer. Su conjunto favorito: de seda y rojo shocking. Al regresar de la contienda, el hábito continuó. Aunque siempre se definió como “heterosexual y muy mujeriego”.
En 1955 ingresó al género de terror, desde el que legó bizarrísimas películas. Siempre a cargo desde el guión hasta la edición, produjo La novia del monstruo. Quizás su mayor mérito haya sido rescatar del ostracismo a Bela Lugosi, una estrella de los años 30 que se había hecho famoso como Drácula y se había apagado por su adicción a la heroína. Su otro actor fetiche era el luchador sueño Tor Johnson, que movía como podía su humanidad de 180 kilos frente a la cámara.
Lugosi murió antes del estreno. Duro golpe: el insólito cineasta lo consideraba su mejor amigo…
Después de un paso por la tevé y proyectos de menor cuantía, llegó el Día D de quien pasaría a la historia del cine como El peor director del mundo y de todos los tiempos: en 1959, siempre como bastonero total, creó Plan 9 del espacio exterior. Un esperpento…
Ciertos extraterrestres ponían en marcha el diabólico Plan 9: convertir cadáveres humanos en zombis asesinos, porque el Hombre y sus invenciones atómicas amenazaban con destruir la armonía de la galaxia. Sobre todo con la “solaronite”, un explosivo aun no inventado que… ¡destruiría el sol!
Con menos de 60 mil dólares, en parte recaudados por una iglesia bautista a cambio de que Ed y todo el elenco abrazaran esa fe, se lanzó a la que juzgaba como “mi mejor película”.
Aunque Béla Lugosi había muerto, usó cinco minutos sobrantes de La novia del monstruo y, sin ton ni son, la metió en el rollo. Lo único aterrador eran los efectos especiales, toscos, precarios: “Los platos voladores parecen los de la cocina de mi madre”, sentenció un crítico. No recaudó más que un puñado de dólares, y las salas la levantaron en un chasquear de dedos…
Pasó al cementerio –los archivos de Hollywood– como una curiosidad zoológica, y alcanzó entonces aquella categoria ínfima: la Serie Z.
La cruda verdad es que el desdichado soñador cuyo apellido –extraña simetría– está compuesto por las últimas cuatro letras de Hollywood, carecía en absoluto de talento, y por supuesto, de productores: ¿quién, en su sano juicio, pondría una moneda al servicio “del loco Ed”, como lo llamaban? Un francotirador que rompía (de la peor manera, no como Orson Welles en Citizen Kane), todas las leyes de la narración cinematográfica. Que escribía diálogos infantiles y disparatados. Que armaba decorados absurdos. Que filmaba persecuciones en las que los autos cambiaban de marca y modelo… ¡en la misma secuencia! Que en La novia del monstruo incluyó como actor a un tal Criswell, psíquico y hazmerreír (jamás se cumplió una de sus muchas predicciones), cadáveres hechos de burdo material plástico, y un demonio negro con sombrero de explorador.
Pero pese a todo, Ed Wood dejó un legado –o antilegado– increíble. Entre 1948 y 1971, hizo diecinueve films cubriendo desde la dirección hasta la edición, y en doce de ellas, también actor.
Tuvo tres parejas: Dolores Fuller (1948 a 1955) y sus esposas Norma McCarty (1955 a 1956) y Kathleen O’Hara (1956 a 1978).
Hasta sus últimos días siguió aferrado a la ropa interior de mujer, a las pieles de angora, y a la incursión en films semipornográficos.
Pero el fracaso lo derrumbó lentamente. Lo poco que ganaba iba a parar a los dueños de los bares. Vendió su máquina de escribir para comprar whisky. Se mudó a una casa barata en un suburbio de Los Ángeles. Poco después, al no poder pagar el alquiler, se mudó a la casa de un amigo…
El 10 de diciembre de 1978, a sus 54 años, mientras veía por tevé un partido de fútbol americano, un infarto masivo lo borró de la desdicha y la vida.
Sus cenizas fueron esparcidas en el mar.
No volvió a hablarse de él hasta que, un año después, el libro The Golden Turkey Awards lo instaló en el sombrío trono de peor director de todos los tiempos.
En 1994, dieciséis años después de su muerte, tuvo su revancha. Tardía, como le suele suceder a los desdichados. Tim Burton -antítesis suya como director- estrenó el film Ed Wood, caricia a su memoria, con un elenco de lujo: Johnny Depp como Ed, Martin Landau como Béla Lugosi, Sarah Jessica Parker, Patricia Arquette, Bill Murray. Se hizo -no podría haber sido más exacto- con película blanco y negro. Presupuesto: 18 millones de dólares. Más de lo que el verdadero Ed pudo haber imaginado. El film fue nominado para los Globos de Oro, y Martin Landau ganó el Oscar a mejor actor de reparto.
Fue un acto de justicia para sus pocos miles de fans, que adoran sus películas y crearon una especie de culto alrededor de su figura.. Sin embargo, son muchos más los que reivindican a Ed Wood. No como hombre de cine, por supuesto. Sino como un soñador empecinado que, aunque jamás alcanzó su cielo, murió aferrado a la convicción de haber sido un hombre de cine. La ilusión del niño de 11 años que recibió una cámara de regalo.
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