“Éramos una familia ensamblada. Nosotros dos y los cuatro chicos. No sé cómo serán otras familias ensambladas pero nosotros vivíamos todos juntos, teníamos una familia súper feliz. Por ahí a otras personas les importa más comprar cosas materiales, nosotros queríamos viajar, ese era nuestro lema de vida. A veces nos íbamos solos, otras con los chicos. A veces me iba yo con una amiga y otras él se iba a pescar con un amigo, como ese último viaje, donde ocurrió la desgracia. Y bueno, de un día para el otro todo se transformó. Pasamos de tener una vida hermosa a una vida de sufrimiento”.
María Cristina Mazacane Henales atiende la videollamada de Infobae. Ya no está en Mar del Plata sino en un banco de plaza en Barcelona, donde vive desde hace un año. El barbijo celeste le tapa la boca y la nariz pero es su mirada, cuando habla de Horacio, la que arma junto a su voz un relato coral.
Lo que está por contar es el drama que atravesó con su marido, el hombre al que amó y por el que llegó a pensar en soluciones extremas, algo frecuente entre quienes atraviesan situaciones como las que atravesaron ellos.
“Llegó un momento en que yo ya era un esqueleto vestido, me estaba muriendo con él. Te digo sinceramente: si no hubiera tenido a los chicos, yo compraba un arma, lo mataba y después me mataba yo”, confiesa. “A él porque ya no lo podía ver más sufrir así, más cuando lo único que pedía era morir. A mí porque si no iba a terminar en la cárcel”.
El comienzo
María Cristina Mazacane Henales y Horacio Barassi se conocieron en 1983 en Tribunales. Tenían vidas parecidas: los dos eran abogados, estaban divorciados y tenían un hijo cada uno. Tres años después de conocerse y enamorarse, se fueron a vivir juntos a Mar del Plata.
“Un tiempo después construimos unas cabañas en Villa La Angostura porque Horacio estaba cansado de la profesión y quería probar otra cosa. Pasábamos la mitad del tiempo en Mar del Plata y la otra mitad allá, para poder alquilarlas en temporada alta y porque a él le encantaba pescar”, arranca.
Tanto le gustaba pescar que en el 2001 organizó un viaje con un amigo a Los Roques, Venezuela, un paraíso de aguas turquesas para la pesca con mosca. El plan era ir a probar con la estrella del lugar, un pez llamado “bonefish”.
“Horacio era muy buen cocinero, comía mucho, fumaba. Y siempre que le decías ‘cuidate’ él contestaba: ‘¿Pero qué me va a pasar?’. Y esto que te voy a decir ahora te lo juro por los chicos, porque lo tengo acá, no me lo voy a olvidar más”, dice María Cristina y se señala el espacio entre ceja y ceja.
“El día anterior a su viaje fuimos a despedir a una tía que era como su mamá, que también estaba en Mar del Plata. Y él se mareó. Y yo le dije ‘ay, Horacio, por favor, a ver si te agarra algo...’. Y me contestó: ‘Si alguna vez me pasara algo, agarro la silla de ruedas y me tiro al mar’. Te lo juro, lo tengo acá porque después le pasó lo que le pasó y no podía mover... un dedo podía mover, uno solo, y los ojos. Así que de haber querido tirarse al mar no habría podido”.
Horacio también era buzo, por lo que sabía que no podía subir a un avión sin pasar antes por una cámara hiperbárica. Es decir, un tanque presurizado en el que se respira oxígeno puro y que sirve para tratar la enfermedad por descompresión (algo que puede ocurrir cuando se baja al fondo marino, donde hay demasiada presión, o se sube demasiado rápido a la superficie).
“Pero les adelantaron el viaje de regreso por una huelga y se subió al avión sin haberlo hecho. Quizás eso fue el desencadenante o no, no lo sé. La cosa es que llegaron a Ezeiza y en la rampa de salida se desplomó”. Era el 10 de diciembre de 2001.
Encerrado dentro de su cuerpo
María Cristina recién había vuelto de llevar a los chicos al colegio cuando le sonó el teléfono: “Me dijeron que había tenido un ACV, no qué tipo de ACV y enseguida salí para capital”. A Horacio lo llevaron al Hospital de Ezeiza y le hicieron una resonancia.
“Se le había formado un trombo en la arteria basilar, que es la que está atrás de la cabeza, en la unión de las vértebras. Era muy grave, es un tipo de accidente cerebrovascular con una tasa de mortalidad muy alta. Él no había muerto pero el trombo ya había afectado el cerebelo y el tronco encefálico”, describe.
Horacio pasó casi un mes internado en el Fleni, un hospital especializado en neurología, y en enero de 2002, lo trasladaron a un hospital privado de Mar del Plata. “Cuando nos despedimos, el médico del Fleni me dijo: ‘Señora, ruegue que no se salve, por él y por toda la familia’. En ese momento yo todavía pensaba que Horacio iba a salir adelante, era muy joven. Después entendí que había sido un comentario muy humano de su parte”.
Horacio tenía 50 años, María Cristina, 45.
En Mar del Plata dijeron que estaba en estado vegetativo. “Y yo les decía que no, me daba cuenta de que entendía todo. Y para demostrarlo le pedí a nuestra hija más chiquita, que tenía 10 años y era la luz de sus ojos, que fuera a visitarlo con la camiseta de River puesta, porque Horacio era fanático de River”.
Dice María Cristina que cuando su hija entró Horacio empezó a llorar. “Sin parar: lloraba, lloraba, lloraba. Estaba vivo pero había quedado con algo que se llama ‘síndrome de enclaustramiento’. ¿Qué es? Quedás totalmente consciente pero no te podés mover, hablar, comer, nada. Estás encadenado dentro de tu propio cuerpo, muerto en vida”.
Se lo llama también “Locked-in syndrome” (síndrome de encerramiento) y se caracteriza por que la persona mantiene intacto su estado de conciencia pero tiene anartria (no puede emitir sonidos) y tetraplejia (el cuerpo paralizado). La única forma de expresarse es mediante movimientos verticales de los ojos o parpadeos.
No había nada que hacer en el hospital y María Cristina decidió que no iba a llevarlo a un asilo. “Tuvimos que vender la casa y mudarnos a otra con más espacio y entrada independiente. Armamos un minihospital, venían los kinesiólogos, tenía enfermeros 24 horas que lo cuidaban como a un padre, con un amor... tenía una médica que era una de mis mejores amigas y a la que adoro. Bueno, todo lo que se podía hacer lo hicimos”.
Horacio tenía, además, un software con el que intentaba comunicarse: miraba una letra, pestañeaba, y el programa iba formando la palabra. “Lo único que escribió durante esos dos años fue ‘morir’, siempre la misma palabra: ‘morir’, ‘morir’, ‘morir’. Y una vez escribió ‘perdón’. Me acuerdo un día en que la médica le preguntó: ‘Horacio, ¿vos estás bien con vivir así?’, y él contestó: ‘No, morir’”.
Como pudo, Horacio expresó que quería morir pero la eutanasia -la muerte voluntaria asistida por un médico- no era legal en Argentina hace 18 años y tampoco lo es ahora, por lo que su familia quedó atada de pies y manos, como él.
“Lo llevamos a una cámara de ozono, una de mis hijas fue a una curandera, lo que se te ocurra lo hicimos. Mi mamá, que tuvo que venir a instalarse conmigo para ayudarme con él y con los chicos, iba a pedir por él a la iglesia, hacía procesiones pidiendo por él”, sigue María Cristina.
“Yo le leía, le contaba cómo estaban los chicos, lo sentaba en una silla corporal que le sostenía la cabeza para que mirara los partidos de River, pero él lloraba, constantemente lloraba. Yo le decía a los chicos ‘¿por qué no permiten que una persona pueda morir dignamente?, ¿por qué?’. Una persona tan activa, tan solidaria, Horacio no merecía eso. Todos los chicos estaban de acuerdo”.
Fue dramático para él, pero también para el resto de la familia: “Es muy duro ver a la persona que amás estar padeciendo así. Yo no creo que Horacio haya hecho algo como para ser condenado a vivir así, porque eso era peor que vivir preso. Una cadena perpetua no es nada al lado de lo que él vivió”, sigue María Cristina.
Ella, que mide 1.77, llegó a pesar 54 kilos. Iba al psiquiatra, a la psicóloga y, cada vez que lograba que alguien cuidara a los chicos, se tomaba “de a tres pastillas juntas para dormir y olvidarme de todo”. Él, que medía 1.86, pesaba menos. De ese hombre “con panza de cerveza” al que le gustaba comer, cocinar, viajar y jugar con sus hijos, no quedaba nada.
“Era todo hueso”. No podía, tampoco, ir al baño. “Eso es horrible, una violación de la intimidad total. Él era muy pudoroso, yo me imaginaba lo que debía sentir cada vez que alguien le tenía que cambiar los pañales a los 50, 51 años”.
Fue ahí que, atrapada, María Cristina llegó a pensar en comprar un arma, algo que por supuesto no hizo. “No era la única que lo pensaba. Otro amigo de él, que también era médico, me dijo: ‘Si siguiera lo que me dice mi corazón te pido que me traigas algo ya y no lo dejo sufrir más’”.
La muerte y la paz
Después de haber probado todo, Horacio respiraba cada vez peor. Tenía una neumonía tras otra, el corazón estaba llegando a un límite y tuvieron que volver a internarlo.
La muerte sucedió el 4 de diciembre de 2003, después de 724 días en ese estado.
“Estaba con los ojos abiertos, no daba más. Y le dije ‘Horacio, dormite, yo voy a cuidar a los chicos’. Y lo abracé. Y ahí cerró los ojos y falleció. Es como que necesitaba descansar”, sigue María Cristina y la mirada, por encima del barbijo, vuelve a hacer lo suyo.
Lo que sintió inmediatamente después fue “paz, todos sentimos paz. No solo por haber hecho todo lo posible, sino porque ya no sufría más, ni él ni nosotros”.
Una ley de eutanasia en danzas
Los 18 años que pasaron cerraron algunas heridas, otras no: “Yo lloro muy poco, pero igual lo sigo pensando, más ahora que tengo nietos: ‘Mirá si Horacio los hubiera conocido, como estaría de feliz...’, porque era locura que tenía con los chicos. Pero me llevó mucho tiempo dejar de llorar, no te recuperás más de algo así. Quedé tan traumatizada que nunca volví a formar pareja”.
María Cristina vive ahora en España, un país en el que la eutanasia acaba de ser legalizada, lo que para ella es un alivio (ya son siete los países donde es legal). Se enteró, además, de que en Argentina hay un proyecto de ley que podría presentarse este año, por eso decidió sumarse al grupo “Eutanasia: Derechos y Final de Vida”, que ya tiene más de 750 miembros, y contar su historia.
El proyecto -que fue armado por la diputada Gabriela Estévez con la asesoría del médico Carlos “Pecas” Soriano- está inspirado en el pedido de Alfonso Oliva, un cordobés de 37 años que tenía ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) y murió pidiendo una norma que respetara su derecho a elegir cuándo morir.
“Hay quienes creen que Dios debe decidir cuándo nos morimos. Yo considero que, si hay alguien superior, nunca te desearía algo como lo que vivió Horacio. Creo que este no puede ser un tema de la iglesia, de ningún culto”, se despide. “Creo que toda persona tiene derecho a vivir su vida con dignidad y, cuando eso se ha perdido, debe tener derecho a decidir morir con la misma dignidad. A eso me refiero: que la persona que está sufriendo o la familia que vive con él todo ese dolor pueda decir ‘bueno, hasta acá llegamos’”.
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