Howard Hughes quería ser el mejor aviador del mundo, el hombre más rico de la tierra y el mayor productor de Hollywood. Logró sus tres propósitos y también que su leyenda llegara a la pantalla grande. Hace 47 años moría una de las personalidades más asombrosas, intrigantes y controvertidas del siglo veinte: el primer multimillonario, un inventor genial, un piloto temerario, un visionario creador de películas y estrellas, un playboy que conquistó a las máximas estrellas de la era dorada de la pantalla grande, un lobbista de oscuras vinculaciones políticas, uno de los dueños de Las Vegas, y un hombre torturado por su trastorno obsesivo compulsivo que terminó sus días recluido y solo, y murió de manera macabra y misteriosa.
Había nacido en Humble, Texas, en diciembre de 1905 y heredó su fortuna de su padre, el petrolero Howard Robard Hughes, que murió cuando él solo tenía 18 años. Su madre, Alene, había muerto dos años antes víctima de las complicaciones de un embarazo ectópico. Alene padecía además misofobia (miedo a la suciedad y a la contaminación microbiana) y había sobreprotegido siempre a su hijo al punto de aislarlo de todos los gérmenes ambientales y ocuparse de bañarlo diariamente con desinfectantes. Perderla tan pronto fue devastador para el joven Howard, que según sus biógrafos, heredó sus obsesiones y nunca pudo deshacerse de la melancolía que se agravó con la muerte de su padre. Y se dedicó entonces a hacer crecer su riqueza.
Acuñó dos máximas: “Puedo comprar a todos los hombres del mundo”, y “Todos tienen su precio”. Él estaba dispuesto a pagarlo. En esos años de juventud desarrolló el método de trabajo que mantendría toda su vida: descubrir y contratar a los más talentosos en su campo, encumbrándolos generosamente a cambio de su absoluta fidelidad.
Una vez que fue lo suficientemente rico, pudo concentrarse en sus pasiones principales: el cine, la aviación y las mujeres. En ese orden. Se mudó de Texas a Hollywood, donde vivía su tío guionista, y empezó a financiar sus primeras películas a los 20 años. En 1927 produjo Hermanos de Armas. Y después, contra la opinión de su familia a la que le compró su parte en la empresa familiar, invirtió una suma récord para la época en –US$3.8 millones– en el drama épico aéreo sobre la Primera Guerra Mundial Los Ángeles del Infierno. Tres directores pasaron por el set antes de que tomara el trabajo él mismo. Pero cuando el film finalmente se estrenó, en 1930, fue un éxito comercial y de crítica que convirtió a la rubia Jean Harlow en la estrella del momento y a Hughes en uno de los grandes jugadores de Hollywood.
En 1932, produjo Scarface, inspirada en Al Capone, y a continuación, dirigió el western El forajido, cuyo rodaje dejó una anécdota que dejó a la vista su personalidad obsesiva. Perturbado por una arruga de la blusa que lucía en una escena la actriz protagonista, Jane Russell, Hughes diseñó un soutien especial con push-up para que quedara completamente lisa: “Esto es un problema de ingeniería, tenemos que explotar la delantera de Jane al máximo”, dijo entonces, según narra sus biógrafo Peter Harry Brown en Howard Hughes: The untold story. La crítica no acompañó esta vez a la película, pero fue un éxito de taquilla: con Jane Russell, el joven magnate había descubierto a una estrella una vez más. Las mujeres más atractivas de Los Ángeles tenían muchas razones para querer estar cerca de Hughes.
Su lista de amantes es interminable. Se dice que era bisexual, y que ante sus encantos se rindieron desde Ava Gardner, Katharine Hepburn y Rita Hayworth, hasta Elizabeth Taylor, Ginger Rogers, Bette Davis, Ida Lupino, Lana Turner y la propia Jean Harlow. También Cary Grant, Randolph Scott, Rusell Gleason y Richard Cronwell.
Pero por encima de todos, dos fueron las mujeres que destacaron en su vida amorosa, aunque ninguna de ellas se convirtió en su esposa –sí estuvo casado con Ella Rice y Jean Peters–. La primera fue Ava Gardner, “el animal más bello del mundo” –como la bautizó Frank Sinatra–, aunque la actriz insistió en repetidas ocasiones que su relación jamás fue sexual. Una versión dice que, al enterarse de que Ava había pasado la noche bailando con un torero mexicano, Hughes le dislocó la mandíbula de una cachetada. La actriz se defendió golpeándolo con una estatuilla de bronce: lo dejó KO. Para hacer las paces, el magnate le regaló un Cadillac. Fueron amigos durante 22 años pero, pese a la insistencia del millonario, que le propuso matrimonio en múltiples ocasiones, Ava fue inflexible.
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A Hughes le gustaban las mujeres temperamentales. Su otro gran amor fue nada menos que Katherine Hepburn, la primera mujer en llevar los pantalones en Hollywood, que compartía con el millonario su espíritu indómito y su extravagante carácter. Los presentó Cary Grant en 1935 y Hughes hizo lo imposible por conquistarla. La Hepburn se rindió a sus encantos; años más tarde develaría que le pareció “guapísimo con sus gafas de aviador”. Volaban juntos, jugaban al golf, al tenis, montaban a caballo y eran apasionados en la cama: “Con Howard nunca me sentía cohibida, porque él no lo estaba en absoluto”, relataría ella en sus memorias.
El año pasado, se subastaron las cartas en las que Hepburn lo llamaba su “ratón de campo” y “el jefe más maravilloso del mundo”. En una, le escribe: “Sos el hombre más dulce y más salvaje, el más imprevisible y brillante”, “Cuando te miro a los ojos, con esa mirada triste tuya, veo en ellos el pasado y el futuro, además del presente: veo a América”. Su romance duró cuatro años. Las continuas infidelidades de Hughes terminaron con la relación y Kate volvió a los brazos de Spencer Tracy.
A fines de 1947, se encerró en una sala de proyección que tenía en Hollywood para realizar una maratón de películas que duró hasta la primavera del año siguiente. Por entonces, estaba a punto de comprar la mítica productora cinematográfica RKO. En una imagen que luego retrataría Martin Scorsese en el film El aviador (2004), con Leonardo DiCaprio en el papel del multimillonario, Hughes pasaría cuatro meses desnudo en una de las butacas de la sala de proyección, alimentándose de chocolates y haciendo sus necesidades en tarritos. Un año antes había sufrido un accidente de aviación y las películas lo distraían de los dolores que le producían las secuelas de sus heridas.
Vendió el estudio en 1955 para poder concentrarse en la aviación. La película de Scorsese reproduce algunas de las aventuras aéreas de Hughes: su compra de la aerolínea TWA para competir con Pan Am; el récord de velocidad aérea transcontinental; el vuelo alrededor del mundo que lo convirtió en un héroe nacional en 1938; y su construcción del hidroavión de madera más grande del mundo, el Hércules, que solo voló una vez. Pero su pasión por la aviación le costó cara: tras cuatro accidentes, el 75% de su cuerpo quedó afectado por quemaduras, el corazón se le desplazó y su lóbulo cerebral frontal, que rige el centro emocional humano y el control de la personalidad, quedó afectado para siempre.
Hacía semanas que estaba instalado en el Desert Inn de Las Vegas, en 1966, cuando el director del hotel le pidió que abandonara su suite para poder alojar a otros huéspedes que lo habían reservado por Navidad. Hughes aplicó entonces su máxima: en lugar de irse, compró el hotel, del que no se movió hasta cuatro años más tarde. Ya era adicto a la morfina y a la codeína desde su accidente de 1946, y ahora vivía aislado.
Cuando supo que los hoteles de Las Vegas desgravaban, compró desde su suite todas las propiedades que pudo y se convirtió en uno de los grandes inversores del nuevo boom de la ciudad del pecado. Durante su encierro, también se dio cuenta de que las cadenas de televisión no emitían las 24 horas del día, por lo que decidió comprar uno de los canales para poder pasar las noches en vela viendo sus películas favoritas. O incluso, descolgar el teléfono y ordenar que repitieran alguna de sus escenas preferidas. “Volvías a tu habitación, encendías la tele a las dos de la madrugada y estaban poniendo la película Estación Polar Cebra. A las cinco, empezaba otra vez. Y así casi todas las noches. Hughes adoraba esa película”, cuenta el cantante Paul Anka en sus memorias.
Pero nada, ni las películas que amaba, lograban distraerlo de la fobia a los microbios que le había inculcado su madre. A veces, se lavaba las manos hasta sangrar, podía quemar todo su guardarropas si creía que había demasiados gérmenes, y daba precisas instrucciones al personal del hotel sobre la limpieza de su cuarto. Toda su vida había sufrido de trastorno obsesivo compulsivo, entre otras enfermedades mentales. Muchos de sus biógrafos –se han escrito cerca de una decena de libros sobre su vida y se han filmado varias películas– sostienen que el TOC contribuyó a su éxito: de no haber padecido esta condición, tal vez no habría vivido bajo el perfeccionismo febril que aplicó desde la ropa interior de Jane Russell a las alas del avión más rápido del mundo. Pero en sus últimos años, su inestabilidad emocional y la sordera que había sufrido desde la niñez se agravaron y aumentó su consumo de medicación.
Hughes se retiró cada vez más de la vida pública y se encerró en distintos hoteles, por lo general siempre frente a las mismas películas, que veía a oscuras y en continuado, en medio de una nube de morfina.
En 1970, partió en secreto junto a una corte de colaboradores rumbo a las Bahamas, y de allí a Managua, de donde huye del terremoto que destruyó la ciudad, rumbo a Londres. A los 67 años piloteó por última vez un avión hacia Acapulco, en donde vivió rodeado de mormones hasta su muerte. Aunque no era religioso, estaba convencido de que solo los miembros de esa comunidad eran confiables. Fueron ellos quienes lo embarcaron, ya agonizante, en un vuelo privado con destino al hospital de Houston el 5 de abril de 1976. No llegó a tierra con vida: era justo que el aviador muriera entre las nubes. Tenía 72 años.
Los médicos que certificaron su defunción se encontraron con “una piltrafa humana”: el multimillonario anciano no pesaba más de cuarenta kilos, usaba una barba de cuarenta centímetros y largas uñas que llevaba años sin cortar. Tenía cinco agujas hipodérmicas rotas en la carne de sus brazos por las que se inyectaba codeína; el consumo prolongado de narcóticos había destruido sus riñones. El FBI tuvo que tomar sus huellas dactilares para asegurar que realmente se trataba de Hughes. Fue enterrado dos días más tarde en el cementerio de Glenwood, de Houston, ante apenas seis personas.
Había comprado a todos los hombres del mundo, pero terminó sus días completamente solo.
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