Fueron dieciocho años. No tenía apuro. Tampoco otro plan ni otra ocupación. Era una venganza perpetua, desmañada, maligna. Pero necesitó justificar la tarea de su vida, dar a la luz un documento para que el mundo conociera su pensamiento aunque no su identidad. Ese fue el principio del final para él.
El Unabomber fue el criminal más buscado del mundo. Pero su historia es mucho más que el recuento de la vida de un terrorista. Es la historia de una persecución interminable, de resentimiento, de muertes y mutilaciones, de un alienado que logró instalar el pánico en una sociedad.
La cacería incierta terminó hace 25 años, el 3 de abril de 1996. El FBI rodeó la pequeña cabaña de Lincoln, Montana en la que vivía Ted Kaczinsky. Un lugar inhóspito, desolado. El hombre de 54 años no tenía electricidad ni agua corriente. Los habitantes del pueblo testificaron que podía pasar meses sin salir de su vivienda. Nadie tenía nada malo para decir de él. Era raro, torvo pero no solía causar problemas.
Un pequeño ardid para hacerlo salir de su cueva y el arresto inmediato. Dentro de la cabaña encontraron profusos diarios de su reclusión, notas codificadas explicando sus ataques, el original de su manifiesto, la máquina de escribir, elementos para armar los explosivos caseros y debajo del catre en el que dormía, una bomba dispuesta para ser despachada por correo.
La noticia provocó una conmoción mundial. Por fin habían dado lograr con el criminal que asolaba desde algún lugar remoto. Nadie ganó las apuestas. Ninguno de los perfiles que se habían hecho del terrorista había acertado. Fueron dieciocho años de investigación, de pesquisas estériles, de equipos puestos a perseguir un fantasma.
Tres agencias federales de Estados Unidos hacía más de una década se habían fijado como prioridad su captura. El FBI, la Federal Agency of Alcohol, Tobac, Guns and Explosives (el “Exlosives” lo agregaron por él al nombre de la agencia) y los investigadores del Correo buscaban a alguien, pero no sabían a quien. Se gastaron cientos de millones de dólares y se destinaron 500 hombres a dilucidar la cuestión. Se había convertido ya en una obsesión pública. Las autoridades querían desbaratar la amenaza que significaban esas cartas bombas siempre sorpresivas, que nunca podían prevenirse; pero también saciar su obsesión, su frustración por ser burlados, por ser incapaces de, con todos los recursos imaginables, acercarse al menos a delinear la identidad del asesino.
No era para menos. A lo largo de esas casi dos décadas, 16 atentados, 3 muertos y 23 heridos (algunos de gravedad, con mutilaciones y discapacidades permanentes), el Unabomber se convirtió en el Enemigo Público Número Uno.
Pero con las víctimas puestas en fila, en uno de esos pizarrones que utilizan los investigadores en las series policiales, se hacía casi imposible descubrir cuál era el hilván que los sostenía, que comunicaba a cada caso entre sí. Sólo se podía saber, tras unos cuantos atentados, que el autor era el mismo por el tipo de paquetes y por cómo los mecanismos de los explosivos mantenían familiaridad entre sí a pesar de que entrega tras entrega se sofisticaban.
Theodore John Kaczinsky tuvo esa precocidad de la que alguna vez habló George Steiner. El pensador escribió que hay tres actividades en que los jóvenes prodigios son más frecuentes: la música, el ajedrez (Steiner se refería a Bobby Fisher) y las matemáticas. Ted se salteó algunos grados en el colegio primario y llegó a la universidad en medio de una adolescencia apocopada. Si los números se le daban bien, no sucedía así con las relaciones humanas.
Su capacidad sorprendía a sus maestros. Algunos le han atribuido un coeficiente intelectual comparable (o tal vez superior) al de Stephen Hawking o Albert Einstein. La carrera universitaria pareció impecable. Uno de los más jóvenes en ingresar a Harvard, un doctorado precoz en la Universidad de Michigan, el asistente con menos edad en la historia de Berkeley.
El futuro parecía para él repleto de posibilidades. Pero su incomodidad y sus problemas de relación lo fueron alejando. Algo se rompió dentro suyo. Otros conseguían cosas que le correspondían a él. Los demás mantenían relaciones afectivas, avanzaban en su trabajos y eso Ted lo vivía como una injusticia. No era igual a los otros. Y toda la vida eso le había pesado. Había recibido agresiones, indiferencia, bullying. La incomodidad era una sensación permanente. Dentro suyo crecía un odio oscuro, una sed de revancha contra no sabía quién, generalizada. Dejó la vida académica en 1969. Consiguió algunos trabajos pero ni siquiera duró con su hermano como empleador que debió despedirlo por su conducta extraña y agresiva.
En una carta que le mandó a su hermano hablaba de sed de venganza, de una pulsión interna: “Hago lo que hago por una simple cuestión de venganza personal. No hay un motivo altruista ni pienso en el bienestar de la raza humana. Deseo de venganza. Nada más. Una venganza general contra la comunidad científica y los estamentos burocráticos, por no hablar de los comunistas y de los otros que amenazan las libertades. Pero eso es imposible. Me tendré que conformar con una venganza menor, personal”. El texto es de abril de 1971, año en el que decidió apartarse de la sociedad.
Construyó esa cabaña en Montana y llevó una vida de ermitaño. Viviría como en otro siglo -uno muy lejano- de lo que pudiera recolectar, en comunión con la naturaleza. Los contactos con su hermano también se espaciaron.
La primera carta bomba la mandó siete años después, el 25 de mayo de 1978. A un profesor de ingeniería de los materiales de Illinois. La encomienda la abrió un guardia que sólo sufrió quemaduras leves. Luego los envíos se sucedieron con frecuencia impar y sin demasiada efectividad letal.
Los primeros destinatarios y los investigadores se desgañitaron para entender quién habría sido el remitente. Todas las pistas llevaban a callejones sin salida. No había móvil posible. Tuvieron que llegar varias cartas y pasar algunos años para que alguien conectara los ataques y entendiera que se trataba de la misma persona.
En 1979 en la bodega de un avión de American Airlines un paquete empezó a lanzar un humo extraño. Un aterrizaje de emergencia y un mecanismo defectuoso evitaron una tragedia. Los investigadores, mientras tanto, no encontraban nada. No había pruebas, ni indicios. Cada ataque parecía surgir de la nada. Por el momento sólo les quedaba agradecer que la pericia del atacante fabricando bombas era, todavía, muy limitada. Pero cada artefacto superaba al anterior. Entre los papeles personales del Unabomber, encontrados luego de su detención, había anotaciones en las que se lamentaba ante la ineficacia de sus bombas iniciales. Quería que fueran mejores, que provocaran más daño, más destrucción. Que mataran a quienes las recibían.
El FBI ya iba tras él pero sin saber qué rumbo tomar. Como los primeros ataques estaban dirigidos a universidades y aerolíneas, se lo llamó Unabomb. La unidad que investigaba sus crímenes fue, con el tiempo y la frustración de la cacería inocua, creciendo exponencialmente. Los posibles sospechosos cambiaban todo el tiempo.
El mayor momento de zozobra fue cuando ya en los noventa, tras una amenaza, logró detener los vuelos durante una jornada en todo el país y paralizar uno de los mayores orgullos de los norteamericanos, su servicio postal.
¿Quién podría ser? ¿Qué habilidades debía poseer? ¿Donde vivía? ¿A qué se dedicaba? ¿Cómo elegía sus víctimas? ¿Cuál era su móvil? Esas eran algunas de las preguntas que los investigadores fracasaban en responder. Algunas respuestas ni siquiera las tuvieron tras solucionar el caso. Otras posiblemente ni siquiera las tuviera Kaczinsky.
Durante un tiempo dominó la desesperanza. Parecía que iba a sería imposible descubrir a este asesino que atacaba y se escondía por meses o años y cada vez que aparecía modificaba el objetivo y aumentaba su poder de daño. Elusivo, frío y arbitrario no se veía cómo se lo podía atrapar.
El 10 de septiembre de 1995, el New York Times y el Washington Post, los dos diarios más importantes de Estados Unidos, aparecieron con un suplemento especial. 35.000 abigarradas palabras en el que el criminal exponía sus ideas anti industriales, anarquistas, sus alegatos contra la tecnificación y la deshumanización de la vida moderna. Se lo conoció cono el Manifiesto Unabomber.
Causó impacto, el público se mostró ávido por leer el texto. Sin embargo, tras un estilo enérgico, altisonante y afectado (como el del que conoce la importancia de lo que está diciendo), sólo había ideas vagas, poco originales, parciales e infantiles. Las denuncias que contenía habían sido expresadas, con más elaboración e ingenio, en otras ocasiones. Un anarquismo de fin de siglo, romántico y en apariencia bien intencionado en las palabras, pero que cargaba con varias vidas destrozadas con los 16 ataques precedentes.
El Unabomber había enviado el farragoso texto a las redacciones de esos diarios con una advertencia, con una propuesta negociadora. Él interrumpía para siempre sus ataques si los dos medios más importantes de Estados Unidos publicaban sin cercenar su escrito. La primera reacción tanto del FBI como de los diarios fue rechazar la propuesta. No se negocia con terroristas, fue el principio general esgrimido. Pero desde el FBI se insistió en que el manifiesto se diera a conocer. Era una chance de que alguien viera en ese mamotreto algo que ellos no estaban viendo. Que algún amigo o familiar reconociera algún rasgo particular, alguna marca propia en la escritura que les permitiera acercarse a su presa. Aunque era un lance, un albur, la estrategia funcionó.
Quien terminó identificando al Unabomber, la que logró darle un nombre propio al terrorista fue la esposa de su hermano. A pesar de que ella nunca lo había visto en persona, había leído cartas que Ted le había enviado a su marido David. Reconoció su estilo, sus obsesiones en el manifiesto Unabomber publicado en el New York Times y el Washington Post. Le contó a su marido. Después de algunas dudas, idearon una estrategia que les permitiera dos protecciones simultáneas. Por un lado, conservar el anonimato del matrimonio; y por el otro, proteger la vida de Ted, en caso de que efectivamente fuera el asesino postal.
La tarea de la esposa de convencer a David Kaczinsky no fue sencilla. Sacaron de una caja en el desván las cartas furiosas de su hermano que hacía años que habían dejado de llegar. Las similitudes de estilo y de discurso eran evidentes. Las invectivas contra el sistema, la furia, el resentimiento similares. Encontraron un ensayo que había escrito en 1971 contra la sociedad industrial muy similar temática y estilísticamente. La disyuntiva era denunciar al hermano y condenarlo a la silla eléctrica o permitir que hubieran más atentados y sentirse cómplices de las muertes seguras. Primero contrataron un detective privado para que ubicara a Ted y les contara cuál era su estilo de vida actual. Luego, llevaron todo lo colectado a una abogado para que sirviera de intermediario con el FBI.
Los investigadores concluyeron que se trataba de la misma persona. Por fin, después de años a oscuras, tenían un nombre firme. Pero todavía debían convencer a las autoridades judiciales para que probaran el operativo y la requisa. No tenían pruebas convencionales. Ni declaraciones testimoniales, ni rastros de los explosivos, n circunstancias fácticas que asociaran a Kaczinsky con los explosivos. Es más, se abrían interrogantes. ¿Cómo este hombre alejado de casi todo contacto social y de la economía de consumo había logrado conseguir los materiales para fabricar las bombas? ¿Cómo había conseguido enviarlas desde distintos lugares? ¿Por qué había elegido esas víctimas tan poco conectadas entre sí y que vivían en seis estados diferentes?
Uno de los investigadores del FBI, James Fitzgerald trabajó durante años con uno de los escasos elementos que el Unabomber les había proporcionado. Sus escritos. Su tarea era durante diez o doce horas diarias encontrar señales o pistas que lo llevaran hasta su presa. Una palabra, una coma, una expresión, un refrán mal usado. Cuando tuvo el manifiesto y lo pudo comparar con las cartas personales sus dudas se disiparon. Tenían, por fin, a quien buscaban. Pero debía convencer a un juez de ello, debía lograr que por primera vez alguien autorizara una medida de tamaño impacto basándose sólo en el análisis y coincidencias de unos párrafos. En los escritos había otras pistas que lo contactaban con su autor. estructura sacada de sus años universitarias, vocabulario técnico o expresiones coloquiales ya en desuso.
A esa rama novedosa de la criminalística se la llamó lingüística forense.
Hace un par de años Discovery realizó una serie con la historia del Unabomber y su búsqueda, Manhunt: Unabomber. Las diferencias entre el relato televisivo y la realidad son, como no puede ser de otro modo, múltiples. En el personaje de Fitzgerald están contenidos muchos otros investigadores en razón de la economía narrativa. También algunos de los conflictos del protagonista de la serie son ficticios. Los puristas se enojaron porque creían que la actividad del FBI y de la Unidad Especial Unabomber era menospreciada, y que todo quedaba subsumido a la destreza y obstinación de un solo hombre. Kaczinsky, por ejemplo, nunca pidió hablar con un agente especial luego de ser apresado. Sólo habló con los dos que lo sacaron de su casa y muy brevemente.
La detención produjo alivio. Luego vendría el juicio. Ted Kaczinsky tuvo una conducta errática. Sobre él pendía la pena de muerte. Pero también la posibilidad cierta de ser declarado insano, con las facultades mentales alteradas. Esa declaración efectiva hubiera, según su perspectiva, alterado su legado. En medio del proceso decidió asumir la culpabilidad y la autoría de cada uno de los atentados para evitar que lo declaren efectivamente como alguien inimputable debido al deterioro psiquiátrico. Hasta luchó con sus propios abogados que sólo buscaban salvar su vida.
Desde entonces, está recluido en una cárcel de alta seguridad en Colorado. Está por cumplir 79 años. En este cuarto de siglo que pasó desde su detención fue objeto de artículos periodísticos, documentales, películas, series y libros. La imagen de su identikit dibujado a lápiz con la capucha se convirtió en poster y en signo de época. Fue incorporado a esa lista que logra generar una atracción en el público, la de los asesinos seriales. Y como tal se convirtió, él mismo, su figura, su historia, sus representaciones, sus escritos, sus crímenes, sus ideas, todo ello, toda su existencia se convirtió en aquello que siempre dijo combatir. En un ícono popular, en un eslabón más (y uno redituable) de la sociedad de consumo, de la era de la industrialización.
Desde su celda sigue escribiendo artículos y ensayos. Responde cartas que le llegan de a decenas por semana. Cuando hace unos años, su promoción de Harvard cumplió el cincuenta aniversario de su egreso, en la publicación conmemorativa, bajo su foto y dónde dice ocupación actual consignó: Prisionero. En el listado de premios y honores anotó las ocho condenas a reclusión perpetua consecutivas que recibió.
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