Steven Spielberg tiene una fórmula infalible para el éxito de sus películas y para que sus héroes sean inolvidables: son gente común que de pronto se convierte en héroe. Son valerosos, decididos, esforzados;, o son éticos, responsables, inclaudicables, insobornables. Hay muchos heroísmos.
Es un tipo común el sheriff de Amityville que decide darle pelea al tiburón. El capitán encargado de rescatar al soldado Ryan es un maestro de escuela metido a soldado en Normandía. Y es un abogado común y silvestre, inclinado a la mediación, el encargado de canjear espías rusos por espías americanos en la Alemania de los convulsionados años 60. La fórmula repite con astucia lo que a veces pasa en la vida real.
Allan McDonald era un tipo común. Ingeniero, atraído desde joven por la experiencia espacial de la NASA, a los 21 años se metió a trabajar de lleno en la Morton-Thiokol, la empresa encargada del diseño del aislamiento externo de las primeras naves espaciales: la prehistoria.
Con los años, después del alunizaje de la Apolo XI y con las estaciones internacionales en el espacio, Thiokol fue contratada por la NASA y McDonald estuvo a cargo del programa de propulsión de cohetes sólidos de los transbordadores espaciales: esos dos enormes “lápices” que los transbordadores llevaban al costado y los ayudaban a levantar vuelo hacia lo desconocido. La de McDonald era una historia común hasta el 28 de enero de 1986, día previsto para el lanzamiento del Challenger tripulado por siete astronautas, uno de ellos una maestra, encargada de dar la primera clase espacial de la historia.
La noche anterior al lanzamiento, McDonald y un colega, Roger Boisjol, dudaron del éxito de la misión, pidieron que se aplazara el lanzamiento y, por último, se negaron a firmar el documento que daba su conformidad al despegue del Challenger.
Si firmaba esa conformidad, McDonald ponía en riesgo la vida de los siete astronautas. Si se rehusaba a firmar, ponía en riesgo su trabajo, su carrera y la buena vida que llevaba junto a su mujer y sus cuatro hijos. Y no firmó. “Tomé la decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, recordaría años después.
¿Qué temía McDonald? Había hecho mucho frío en Florida, el termómetro había marcado hasta ocho grados bajo cero. De la estructura de la torre de lanzamiento del Challenger colgaban y gruesas cordones de hielo. Los dos “lápices” del transbordador eran los más grandes jamás construidos: cuarenta y cinco metros de largo, tres metros y medio de diámetro, quinientas toneladas de combustible propelente gelatinoso en su interior. Todo estaba conectado a los cinco segmentos cilíndricos de la nave por unas juntas equipadas con unos anillos dobles de goma, conocidas como “Juntas tóricas” o “Juntas O”. McDonald y Boisjol temían que el hielo y la baja temperatura las hubiese tornado quebradizas: cualquier escape podía ser fatal. Pidieron el aplazamiento de la misión.
En la NASA no estuvieron de acuerdo con los miedos de McDonald: pese a la noche fría, el tiempo iba a mejorar, el lanzamiento, previsto para el mediodía aseguraba mejor clima y sol. La cuenta atrás siguió.
Entonces sucedió lo que todos vimos en lo que fue el primer desastre de la carrera espacial televisado en directo. El Challenger despegó y 73 segundos después se desintegró en el aire ante el horror de miles de espectadores en tierra, muchos de ellos familiares directos de los siete astronautas.
Una de las juntas tóricas, la falla que McDonald había previsto, falló en el despegue y el gas caliente presurizado del interior del “lápiz” derecho del Challenger provocó una brecha en el tanque externo de combustible que estalló, junto con el resto de la nave. El compartimento de la tripulación y otros fragmentos del Challenger fueron rescatados del fondo del mar después de una larga operación. Nunca se supo el momento exacto en que murieron los astronautas, aunque sí se determinó que algunos sobrevivieron a la ruptura inicial del Challenger, que no tenía salidas de emergencia: quienes hayan sobrevivido al estallido, murieron cuando los restos de la nave cayeron al mar. Allí murieron Francis “Dick” Scobee, Michael Smith, Ronald McNair, Ellison Onizuka, Gregory Jarvis, Judith Resnik y Christa McAuliffe, la maestra que iba a dar aquella primera clase en el espacio y que despegó hacia la muerte mientras sus alumnos veían el lanzamiento del transbordador por televisión y en sus aulas.
A McDonald le quedaba todavía otro acto de heroísmo ético. Doce días después de la tragedia, el presidente Ronald Reagan nombró una comisión investigadora presidida por William Rogers, ex secretario de Estado de Richard Nixon. Ante ella desfilaron científicos de la NASA, investigadores, técnicos, ingenieros aeronáuticos, expertos en accidentes. McDonald fue a una de esas sesiones y escuchó que uno de los ejecutivos de la NASA decía que Thiokol había expresado sus preocupaciones, pero que había aprobado el lanzamiento. No dijo lo que McDonald sabía: que la NASA había presionado con dureza a Thiokol, y que Thiokol había terminado por anular los reparos de McDonald y de Boisjol y autorizado el lanzamiento.
“Yo estaba sentado en el fondo de la sala, y pensaba que lo que escuchaba era lo más engañoso que jamás hubiese escuchado”, recordaría años después. Entonces McDonald se paró y dijo: “Creo que esta comisión presidencial debería saber que Morton-Thiokol estaba tan preocupada por el lanzamiento, que recomendamos no hacerlo por debajo de los once grados de temperatura. Y lo pusimos por escrito y lo mandamos a la NASA”. Rogers, que en su vida pública había escuchado algunas cosas, entrecerró los ojos, puso en foco al tipo que se había parado en el fondo del salón y le dijo: “¿Podría venir aquí adelante, por favor, y repetir lo que yo creo que escuché?”.
A partir de entonces, la Comisión Rogers centró la investigación de la tragedia en las juntas tóricas, en los esfuerzos de McDonald en tratar de impedir lo que fue un desastre y en los oídos sordos hechos por la NASA. Morton-Thiokol degradó a McDonald por su infidencia y le otorgó uno de esos ascensos y traslados destinados a la frustración y el desgaste. Hasta que Edward Markey, un representante, hoy senador, demócrata por Massachussetts, presentó una resolución que prohibiera a Thiokol acceder a futuros contratos con la NASA, por el castigo que la empresa había aplicado a McDonald y el que, quedaba implícito, amenazaba aplicar a cualquiera de sus empleados que hablara con libertad.
McDonald fue ascendido a vicepresidente y tuvo a su cargo el rediseño de las articulaciones de los cohetes impulsores que habían fallado en el Challenger. Todas funcionaron con éxito cuando se reanudaron los vuelos de esas naves, treinta y seis meses después de la tragedia.
En 2001 McDonald se retiró de Thiokol y escribió Mentiras, verdades y juntas tóricas. Dentro del desastre del Challenger, editado por University Press of Florida. Se dedicó a ejercer como un ferviente defensor de las decisiones éticas y dio centenares de conferencias a estudiantes de ingeniería, ingenieros y directivos de empresas. Usaba en ellas una frase que lo define y definía también su drama: “Al arrepentimiento por las cosas que hicimos, lo atenúa el tiempo. Pero el arrepentimiento por las cosas que no hicimos, es inconsolable”.
El pasado 6 de marzo, Allan McDonald, de 83 años, se cayó en su casa de Ogden, Utah. Se golpeó la cabeza y murió poco después. Su familia dio la noticia con mucho dolor y esta historia, sepultada casi en el olvido, polvo de estrellas, volvió a la luz.
Es la historia de un hombre común que se convierte en héroe. No sucede a menudo. Pero a veces, pasa.
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